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La Historia y la Postmodernidad
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por [bat2rob1 ]

2006-03-05  |     | 




LA HISTORIA Y LA POSTMODERNIDAD



Rafael Vidal Jiménez


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"La función de "decir la verdad" no debe adoptar la forma de la ley; sería asimismo vano creer que la verdad reside de pleno derecho en los juegos espontáneos de la comunicación. La tarea de decir la verdad es un trabajo sin fin: respetarla en su complejidad es una obligación de la que no puede zafarse ningún poder, salvo imponiendo el silencio de la servidumbre".
(Michel Foucault, Saber y Verdad)



I

El siglo XX no se acaba con certezas ni reafirmaciones. No es un final convincente puesto que sólo arroja profundas dudas materiales e intelectuales. No se presiente ya aquella proyección decimonónica occidental hacia el futuro; es tiempo de contracción, retraimiento, congelación; de pérdida de la confianza en el hombre y en su propia historia fundada en los valores de la metafísica tradicional: la Verdad, La Bondad y la Belleza. Nos enfrentamos en este fin de milenio a la muerte de una idea, de un mito esencialmente contradictorio: el progreso como argumento fundamental de la historia humana. Por tanto, urge la necesidad de tender un puente crítico-reflexivo sobre sus inevitables consecuencias en todos los órdenes de la experiencia humana.

No es mi intención realizar aquí un registro empírico pormenorizado de los hechos concretos que se proyectan sobre este telón de fondo de la desilusión occidental, por otra parte muy necesario (1). Tampoco la de aportar una gratuita visión decadentista del proceso. Pretendo abordar el asunto desde una óptica muy determinada. La de la situación real, en este contexto problemático, de ese sujeto específico que hasta ahora se había encomendado a la tarea socialmente responsable de aportar visiones de conjunto de los fenómenos humanos desde una triple óptica descriptivo-explicativa, integradora y proyectiva: el historiador (2). Edward H. Carr, en su intento de dar respuesta, allá por el año 1961, al interrogante "¿Qué es la historia?", hacía alusión a la figura del historiador afirmando que "lo mismo que los demás individuos, es también un fenómeno social, producto a la vez que portavoz consciente o inconsciente de la sociedad a que pertenece; en concepto de tal, se enfrenta con los hechos del pasado histórico" (Carr, 1987: 93). Del mismo modo, más adelante, concluía: "El proceso recíproco de interacción entre el historiador y sus hechos, lo que he llamado el diálogo entre el pasado y el presente, no es diálogo entre individuos abstractos y aislados, sino entre la sociedad de hoy y la sociedad de ayer" (Carr, 1987: 119). La materia prima con la que trabaja el historiador son los hechos humanos en su instalación y devenir temporal. Como indica Julio Aróstegui, "la historia es sociedad más tiempo, o menos metafóricamente, "sociedad con tiempo". Por ello toda conciencia que el hombre adquiere de lo histórico es, de alguna manera, una conciencia de la temporalidad, y ello es una cuestión sobre la que se han pronunciado desde hace tiempo los filósofos, desde Kant a Ortega y desde Lukács a Ricoeur" (Aróstegui, 1995: 167). Así, un análisis de la actitud del investigador del pasado en relación con esa categoría opaca y referencial que es el tiempo nos dará las claves de la conformación actual de una conciencia colectiva concreta de la temporalidad. Ésta será la expresión del universo simbólico desde el que hoy se pretende dar cuenta de lo que creemos ser y de lo que queremos llegar a ser. Dicho de otro modo, el problema de la historia sólo es comprensible dentro de una problemática de ámbito más general: la aprehensión cultural de la vivencia individual y colectiva del tiempo. La cultura es gestión simbólica social de la presencia fenomenológica de la duración y el cambio. En ese sentido, convierte la experiencia total del tiempo en el núcleo en torno al cual se entretejen en tensión continua los elementos de configuración de la representación mental intersubjetiva de lo que una sociedad percibe de sí misma con pleno sentido: sistemas de relación-dominación, conflictos, deseos y perspectivas. Todas las culturas han construido y siguen construyendo relatos como mediadores simbólicos entre esa vivencia temporal, inaprensible en sí misma, y la coexistencia humana en su complejidad constitutiva (3). Como indican Appleby, Hunt y Jacob, "el intelecto humano reclama exactitud mientras el alma desea significación. La historia atiende a ambos con relatos" (Appleby, Hunt, Jacob, 1998: 245) (4). En nuestra cultura occidental lo social devino en histórico desde el momento en que se hizo inteligible desde una perspectiva temporal en proyección. Es ahí donde hemos de situar, para empezar, el significado del desarrollo de ese tipo específico de relato historiográfico, que comenzó a autodefinirse como disciplina científico-académica en el siglo XIX desde el impulso de la modernidad.

Sin ánimo, en principio, de preceptuar, sino tan sólo de describir e interpretar, intentaré hacer un esbozo de los cambios fundamentales que parecen inscribirse en el trabajo del historiador tal y como se está realizando en la rutina socio-profesional del día a día. Ciertamente, el panorama actual de la historiografía es tan complejo como el de la ciencia, en general. Podemos afirmar que existe hoy una enorme diversidad de formas de hacer historia en lo que atañe a aspectos tales como la manipulación concreta de la dimensión temporal donde se sitúan los fenómenos estudiados; el manejo específico de las categorías de verdad y objetividad; la utilización de diversas escalas de observación de los hechos investigados; el problema de la relación teórico-metodológica entre acción individual y estructuras sociales; y las técnicas de exposición, con el relato en el centro de la discusión, en suma (5). Ello entraña una notable dificultad para establecer agrupaciones, clasificaciones y secuencias según el esquema lineal-acumulativo utilizado en las historias de la filosofía y de la ciencia de corte "moderno"(6). Estimo que, en la perspectiva de nuestro presente ambiguo y pluridimensional, sería de gran utilidad adoptar como base conceptual el término "tradición", tal y como lo define Manuel Cruz. Para este autor, la "tradición" sería "una unidad coherente de problemas que intenta dar cuenta de las incitaciones de su presente" (Cruz, 1991: 152). Desde este ángulo, no todo lo pensado, dicho y publicado hoy será necesariamente contemporáneo y actual. De ahí, que lo novedoso no se sitúa en la simple enunciación, sino en el propio pensamiento, en la estructuración de un discurso diferenciado conectado a lo vivido en el presente. La moda, por otro lado, pertenecería al ámbito de la acogida académica inicial, a la vez que a la ineficacia actual del discurso que pretende. Por consiguiente, en medio de las fracturas que operan de forma evidente en la disciplina, creo que sería posible establecer un principio separador de las distintas corrientes que subsisten y se desarrollan hoy día como correlato de la equivalente fragmentación en la línea del tiempo que padecen la ciencia y el pensamiento en su conjunto, de un lado, y las estructuras sociales modernas, de otro. Una ruptura que tiene mucho que ver, pues, con la fisura que parece haberse abierto entre un pasado muy reciente y una actualidad que se aleja de los principios sobre los que se había asentado el mundo occidental hasta las décadas de los setenta y ochenta. En consecuencia, estimo factible la distinción entre, en un extremo, formas presentes de hacer historia, de tradición moderna, en constante alejamiento con respecto a la actualidad, y, en el otro, ciertos modelos historiográficos, situados entre la novedad y la moda, que sí son específicamente contemporáneos, nos guste o no, por cuanto responden de algún modo a las nuevas condiciones cognitivas y de sociabilidad impuestas por ese fenómeno general que denominamos postmodernidad (7). Esto, como veremos, no nos obligará a hablar de una historia específicamente postmodernista, sino, más bien, de una disolución postmoderna gradual del pensamiento histórico en su acepción clásica.


II

Primeramente, tendríamos que considerar todo ese núcleo historiográfíco de matriz moderna ilustrada que, con un origen decimonónico preciso, ha dominado el ámbito profesional-académico de la disciplina hasta el último tercio del siglo. Me refiero, de entrada, a la historiografía positivista metódico-documental y, después, a los modelos siguientes y subsecuentes que, pretendiendo ser una superación en el siglo XX del empirismo historiográfico originario, nunca abandonaron algunos de los presupuestos ontológicos y epistemológicos fundamentales que dieron vida a ese primer prototipo de historia científica. Sobre todo, en lo relativo al concepto general del devenir del tiempo y al significado transcendente de la historia humana. Me refiero a la escuela historiográfica francesa de "Annales", al "materialismo histórico", a la "historiografía cuantitivista", y a ese epígono configurado por la llamada "historia social".

Hagamos, pues, un poco de historia. En directa conexión con la emergencia del proceso industrializador de las sociedades occidentales, la historia se forjó como disciplina reglamentada de conocimiento dentro de un rígido marco intelectual positivista, cuya más adecuada expresión la conformarían Augusto Comte y su "Curso de filosofía positiva" (Comte, 1987). Este profeta de la nueva religión laica –la ciencia como forma superior de conocimiento racional sustentada por los pilares fundamentales de la experimentación y la matematicidad- aportará los instrumentos sobre los que autores como Leopold von Ranke fundarán la ciencia historiográfica (8). Pero, no me situaré en una historia de la historiografía al uso. Dejaré al margen la importancia capital que cobran aquí los aspectos técnicos y de método, basados, sobre todo, en una preocupación básica por el rigor crítico documental. Lo que me interesa destacar es que el pensamiento histórico que comenzó a perfilarse en este momento enlaza directamente con las concepciones fundamentales que serán el eje de las estructuras de pensamiento y sistemas de creencias a través de los cuales se ha desenvuelto la cultura occidental hasta hoy. Para empezar, las posibilidades ilimitadas del conocimiento racional objetivo humano. La historia nace como ciencia en tanto el estudio del pasado humano se concibe desde una radical independencia entre sujeto cognoscente y objeto de conocimiento. Realismo ontológico –principio de la existencia de la realidad investigada fuera de la mente del sujeto cognoscente-, determinismo ontológico –principio de la existencia mecanicista de un conjunto limitado de leyes generales que rigen los procesos naturales y humanos-, y determinismo epistemológico –principio de la posibilidad de conocimiento acumulativo de la realidad estudiada por parte de un observador exterior situado en una situación privilegiada-, todos en un sentido estricto, constituyen los referentes de autoridad y los supuestos filosóficos legitimadores del valor de verdad de los enunciados propuestos por una historia que se afirma a sí misma como ciencia social objetiva (9). De este modo, podemos entender por historiografía de tradición moderna aquella que se basa en la idea esencial de la plena objetividad, universalidad y unidireccionalidad del pasado humano, así como en la posibilidad de establecer relaciones de causalidad y principios de regularidad entre los fenómenos estudiados. Todo ello dentro de visiones de conjunto que puedan dar sentido global a la experiencia humana.

El positivismo, aunque desestimase la plausibilidad de la búsqueda de causas finales más allá de la propia experiencia, no renunciaba al modelo de explicación causal implícita en los mismos relatos confeccionados a través de la ordenación secuencial de los hechos tal y como fueron seleccionados y extraídos de los documentos. Pero, en realidad, esta noción de una causalidad inmanente del discurso histórico objetivo y universal será realizable gracias a la adopción de otro principio revolucionario. La ciencia histórica no sólo surge en este momento como fruto del intento de aplicación al terreno de lo social de las estructuras de conocimiento científico genuinamente modernas que entonces se desarrollaban. La historia fue posible porque es en ese instante cuando se comienza a concebir un modo de articulación de dos dimensiones de la vida humana que, en principio, se mostraban separadas e ininteligibles desde un enfoque unificador: la repetición de lo idéntico –la tesis del sujeto- y la sucesión de lo diferente –la tesis de la historia. Ese elemento conector será la idea de progreso, la concepción de la existencia humana, insertada en el tiempo, como un proceso de perfeccionamiento indefinido según una finalidad racionalmente determinada.

Hasta entonces las categorías del pensamiento premoderno se habían basado en una comprensión de la existencia humana centrada en la repetición cíclica de una identidad originaria arquetípica. Este tipo de pensamiento mítico estudiado, entre otros, por Mircea Eliade en obras como "El mito del eterno retorno" (Eliade, 1994), convertía el tiempo en un receptáculo sagrado portador de la esencia constitutiva del ser de las sociedades. En este caso, el rito, con sus símbolos mnemónicos, cumpliría la función de ahuyentador mágico de las contingencias de un presente exorcizado a través de una continua referencia a la creación cósmica, realizada de una vez y para siempre (10). La acción humana, dentro de la perspectiva de la aprehensión colectiva de un tiempo circular y eterno, quedaba, pues, determinada firmemente por las señas de identificación fijadas en los relatos de origen, de contenido nominativo, cuya autoridad se situaba no tanto en quien lo enunciaba, sino en el propio enunciado. Como ha puesto de relieve Jean-François Lyotard al referirse a este tipo de narraciones, "el relato es la autoridad en sí misma. El relato autoriza un nosotros indestructible, por encima del cual sólo hay ellos" (Lyotard, 1995: 44). Se trataba, en consecuencia, de una estructura de memoria colectiva que, elaborada desde la repetición, encontraba su medio más adecuado de expresión en la oralidad, frente a esta otra cultura escrita ilustrada que no se dirigirá ya hacia la conservación del orden, sino a hacia los efectos futuros de la acción. Como indica Jurij M. Lotman, "característica de la conciencia "escrita" es la atención a la relación causa-efecto y al resultado de la acción: no se registra en qué momento es oportuno sembrar, sino cómo fue la cosecha en un determinado año. A esta misma conciencia va ligada una acentuada atención a la dimensión temporal y, como resultado de ello , nace el concepto de historia. Podemos decir que la historia es uno de los subproductos de la escritura" (Lotman, 1993: 3-4). Es, pues, una radical ruptura con este concepto premoderno del tiempo la que determina el verdadero impulso que cobra la historia como principio nuclear de significación de la existencia humana. No se trata, por consiguiente, de la aparición de un modo concreto de concepción de la historia, sino de la irrupción histórica de la propia historia por medio de la idea de progreso como solución al problema de la aprehensión social de la singularidad e irreversibilidad de los hechos tal y como se perciben por medio de los sentidos.

La Ilustración, todavía desde una perspectiva de absoluta integración entre hombre y naturaleza, y desde una conciencia crítica de las limitaciones del conocimiento, aportó un primer modelo a esta idea. Kant, en su recensión sobre la obra de Herder "Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad", indicaba, a modo de conclusión, que "la tarea del filósofo consiste en afirmar que el destino del género humano en su conjunto es un progresar ininterrumpido y la consumación de tal progreso es una mera idea –aunque muy provechosa desde cualquier punto de vista- del objetivo al que hemos de dirigir nuestros esfuerzos conforme con la intención de la Providencia" (Kant, 1987: 56). Era el nacimiento de un concepto de historia universal unilineal con "un hilo conductor a priori", acorde con un principio de adecuación de las acciones humanas a los dictados de la Naturaleza (Kant, 1987: 23) (11). Sin embargo, Kant limitaba esta perspectiva moral de la idea de progreso como consecuencia del posibilismo abierto por las indeterminaciones de la libertad humana. En otro texto –"Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor"- indicaba que "nos las habemos con seres que actúan libremente, a los que se puede dictar de antemano lo que deben hacer, pero de los que no cabe predecir lo que harán y, además, saben extraer del sentimiento de los males que ellos mismos se inflingen, cuando ello se vuelve realmente pernicioso, un revitalizado impulso para hacerlo mejor que antes de caer en tal estado" (Kant, 1987: 85). En definitiva, este primer esbozo de la idea de progreso, de la historia como proceso conectado a un fin, a un plan superior de la naturaleza racional humana, dejaba importantes resquicios a los imponderables de una irracionalidad no del todo sometida. Kant planteaba la idea en términos de una sabiduría negativa que hiciese frente a los obstáculos impuestos por la contingencia humana al deber moral. Será Hegel quien resuelva este problema de la necesidad de una sabiduría superior que gobernase todo el proceso, separando el desarrollo de la idea en el espacio –la naturaleza- y en el tiempo –la historia. Así, el Espíritu Absoluto, la idea como soberanía de la Razón en el mundo, permitiría en su propio devenir temporal una cognoscibildad absoluta de la realidad en tanto entidad absolutamente racional. Esto es, el sujeto se afirmaría en la historia mediante una completa disolución de los otros en sí mismo. Sin embargo, el carácter implacablemente teleológico que adopta en Hegel la idea de historia nunca ha de confundirse con la idea de un final definitivo, de un estadio histórico terminal que significase la paralización del cambio. La idea de fin en Hegel, como indica Perry Anderson, es la de una consumación filosófica de un orden social dominado por el estado liberal en proceso continuo de autorrealización como expresión del Espíritu (Anderson, 1996). En resumen, la lógica contradictoria del progreso, basada en la tensión entre liberación y dominación, pasó por varios estadios de gestación y formación hasta que fue calando hondamente en la mentalidad del nuevo historiador profesional positivista, primero, y marxista, después. Como señala Antonio Campillo, esta idea creció en una primera fase naturalista, mercantilista, kantiana, para ser objeto de una reformulación, tras la crisis romántica, en términos hegelianos en un contexto de industrialización consumada (Campillo, 1995). Por eso, la idea de progreso pronto se identificó no ya tanto con la plenitud de los ideales políticos liberales, sino, sobre todo, con un concepto de crecimiento económico ilimitado sobre la base de una continua innovación tecnológica (12).

En definitiva, la labor de ese nuevo científico social de la historia, como he sugerido, se plasmará en la confección de metanarraciones, de grandes esquemas descriptivo-legitimadores de los nuevos órdenes sociales emergentes en las revoluciones económicas y políticas del XIX(13). Basados en un esquema heroico del progreso humano estimulado por los avances de la ciencia, y en un concepto épico del desarrollo del "estado-nación", estos relatos serán el producto de un trabajo directo sobre los documentos, alentado por un principio de conexión necesaria lineal, congruente con la propia ordenación lógico-textual de los acontecimientos protagonizados por sujetos activos perfectamente individualizados. Las fuentes documentales alcanzarán, así, carácter transcendente y la acción humana se convertirá, pues, en la expresión de un tiempo sin camino de vuelta, donde la causalidad queda inscrita en la orientación temporal racionalmente autorregulada hacia un futuro previsible y deseable. Esta es la idea de modernidad, la de una época que no se define sino en su incontenible apertura hacia un futuro universal como permanente traslación hacia lo nuevo. El presente no cobra, pues, entidad, sino como simple enlace entre lo que Koselleck identifica como el espacio de la experiencia –el pasado- y el horizonte de las expectativas –el futuro (Koselleck, 1993). Por eso, en este sentido, toda comunidad insertada en la historia no se autolegitima ya en lo que es, sino en la idea de lo que quiere y debe ser. Como señala Beriain, lo que define a la modernidad es ese horizonte de movimiento que se excede a sí mismo continuamente, convirtiéndose el tiempo en una experiencia que ya no sólo tiene que ver con un principio y un fin, sino con la transición, con la superación cada vez más acelerada del acontecimiento (Beriain, 1990). Ello explica, a mi entender, el especial acento que estos historiadores pusieron sobre el cambio en sus relatos, hasta el punto de que la creciente aceleración del ritmo histórico fue atenuando esa otra dimensión constitutiva de lo social que es la permanencia.

Se habían consolidado, por consiguiente, los cimientos de una ciencia historiográfica que se sometió, no obstante, a una intensa renovación, especialmente, a partir del primer tercio del siglo XX. Es el momento de la puesta en marcha de la historia de las estructuras representada por corrientes como la escuela francesa de "Annales" y el marxismo como teoría general del movimiento histórico, heredera directa del proyecto de progreso moderno en su modalidad alternativa a la originaria fórmula liberal (14). Más allá de sus encuentros y diferencias estas tendencias incluyen como novedad un nuevo modo de gestión textual del concepto histórico del tiempo. Ello tiene lugar a través de la noción de estructura, la cual pretende ser un principio de causalidad interna entre los fenómenos históricos de mayor alcance que la superficial narratividad de la historia-relato positivista. Para Braudel, uno de los más destacados teóricos de "Annales", si no el único, estructura es "una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y usos sociales...que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar..."(15). Este concepto hace referencia a múltiples, casi imperceptibles y profundas conexiones entre todas las dimensiones de la realidad histórica. Del mismo modo, está directamente ligado a una idea específica del tiempo histórico que se asienta en la captación de las permanencias y de las resistencias al cambio en el plano de la larga duración. Lo que aquí subyace es un modelo de tiempo constituido por distintos ritmos de aceleración: el tiempo como velocidad histórica, como velocidad diferencial de cambio (16). Y de ahí el engranaje que Braudel estableció entre distintas longitudes de onda temporal histórica, haciendo alusión a un tiempo corto, a un tiempo medio y a un tiempo largo, el de esas estructuras en las que se mantienen casi inalterables las condiciones sociales impuestas en una época determinada. Una forma, por consiguiente, de organización formal de los hechos históricos en ámbitos abstractos en los que los aspectos económico-sociales, político-ideológicos y culturales quedan entrelazados mediante los mecanismos deductivos de la causalidad estructural: la "historia total" (17). En realidad, esta perspectiva, como puso de manifiesto Tuñón de Lara, apoyándose en Labrousse y Vilar, tiene un claro paralelismo con los constructos marxistas de estructura y coyuntura. En el primer caso habría una correspondencia entre el tiempo largo de Braudel y la estructura como modo de producción, es decir, conjunto estructural constituido por unas relaciones sociales de producción concretas y unas fuerzas productivas en un grado determinado de desarrollo. Éste sería el ámbito de lo permanente, de la hegemonía explotadora de una clase sobre el resto del cuerpo social. Por otra parte, las coyunturas, expresión, al nivel más superficial de los hechos, de la conflictividad inherente a toda sociedad, guardarían una clara similitud con el tiempo corto como motor de cambio. Pero, también, existen las diferencias de enfoque. Éstas estarían en lo que Tuñón de Lara manifestó como relativización marxista del predominio braudeliano de la larga duración estructural con respecto a la corta duración coyuntural. La resistencia al cambio se intuía como un peligroso freno al proyecto de transformación social revolucionaria del programa marxista. Por eso el marxismo optó por estimular algo más el análisis coyuntural como vehículo estimulante de un proyecto de progreso firmemente asumido desde los parámetros de la igualdad y libertad (18).

En general, estos modelos historiográficos, en la misma medida en que se autoafirmaron como sólidas alternativas a lo que entendieron como déficit explicativo del relato factual lineal positivista, y en tanto propusieron esquemas formales de análisis estructural presuntamente superiores en su cientificidad (19), no forzaron, a mi entender, un verdadero cambio de paradigma. La sustitución del acontecimiento por la estructura y de la corta por la larga duración no me parecen hitos teóricos que realmente afectasen al concepto mismo de historia y de tiempo histórico (20). Al margen del talante multidisciplinar y del desarrollo de determinados procedimientos de método adoptados, lo que se puso en marcha fue un simple cambio de técnica expositiva, no de concepción esencial del objeto de estudio. Y es que, en realidad, el artificio conceptual de las estructuras, en cuanto manera específica de ordenación textual de los hechos, no alteraba en lo más mínimo la concepción teleológica y necesaria del proceso histórico. En realidad, el aparato formal estructural resultó ser una nueva fórmula de integración de las nociones de cambio y duración, desde la idea de progreso, centrándose, esta vez, más la atención sobre todo aquello que permanece frente a lo que cambia. Así, una cierta ralentización del proceso histórico parece presentirse con respecto a la aceleración constante que imprimían los positivistas a sus relatos. Pero, más allá de algunas resistencias al cambio, el concepto moderno de la historia no quedaba, en modo alguno, en entredicho como perspectiva de movimiento hacia un futuro en continua autosuperación. El sentido de la determinación espacio-temporal se mantenía inalterable en el devenir del proceso histórico entendido como fenómeno global complejo en evolución constante. Fundiéndose relato especulativo y relato emancipador en esta historiografía estructural, las estructuras, como alusión a los diferentes ritmos de evolución dentro de una única línea del tiempo, no cuestionaban lo esencial de la narratividad como cristalización en el discurso de una visión de la historia en clave de progreso humano indefinido. Existe, pues, también en este tipo de historia una determinación narrativa implícita del principio y el fin en la canalización, y captación simbólica de las discontinuidades que la experiencia social pone de manifiesto. Lo cual también me parece válido para esa última versión de la historiografía específicamente moderna: la "historia socio-estructural". En ella el concepto sociológico de "estructuralidad", como modo de relación entre estructura y acción, remite a una metafísica de las propias estructuras, que en su relativa autonomía no pierden contacto con los hechos que acontecen en su interior (21). Pero, en este caso seguimos en el ámbito de la historia en tanto fenómeno instalado en la secuencia temporal del progreso.



III

Hasta aquí siglo y medio de historiografía moderna, cuyos pilares esenciales lo representan el concepto fundacionalista de la ciencia; la afirmación de la realidad extra-mental del objeto de estudio y del valor de verdad de los enunciados propuestos; el principio de conexión causal-explicativa y de reguralidad legaliforme de los fenómenos; y la percepción del tiempo social como tiempo histórico, esto es, continuo, ascendente, irreversible, necesario, unitario, universal, previsible. Proyectado hacia un fin. Volcado hacia una meta como referente absoluto del sentido total de todo lo acontecido en el pasado: la expresión integradora y significativa de la duración y el cambio, de lo que permanece y fluye en las sociedades en torno al objetivo esencial de la libertad y el bienestar humanos. Pero un nuevo marco socio-histórico se está delimitando en la sociedades de fin de milenio. Éste no nos permite seguir leyendo los hechos de acuerdo con los patrones de inteligibilidad específicamente modernos. Siguiendo a Zygmunt Bauman, pienso que, al margen de que aceptemos o no los presupuestos elementales en los que se basa ese movimiento intelectual tan ambiguo en su propia definición como es el postmodernismo, es necesario reconocer cambios fundamentales en la estructuración de una nueva realidad social que podemos denominar postmoderna (22). Algunos de sus rasgos fundamentales son: primero, papel determinante de la intensificación de los procesos comunicativos que, implicando un aumento de las contactos sociales en el tiempo y en el espacio, representan una reducción paulatina de la distancia entre emisor y receptor a escala planetaria (23). Segundo, extensión globalizadora de la lógica expansionista, dominadora y explotadora del sistema económico capitalista transnacional. Éste se basa, por una parte, en la posición preferente de las exigencias productivas con respecto a un factor trabajo plenamente flexibilizado, así como en la subordinación de aquéllas a criterios de rendimiento y eficacia, donde los medios técnicos se imponen a los fines sociales. Por otra, en la preeminencia de la figura del consumidor frente a esas otras dimensiones del individuo como ciudadano y trabajador (24). Tercero, crisis global de sentido con la consecuente atomización progresiva de las comunidades en torno a una creciente multiplicidad de identidades inestables elaboradas según afinidades étnico-lingüísticas, de género, y de gustos, estilos y modas consumistas (25). Cuarto, cuestionamiento del principio funcionalista de la cohesión social entre sistemas normativos dominantes y acción individual, compatible con nuevos modos de control político panóptico conectados a las nuevas tecnologías cibernéticas (26). Quinto, geopolítica internacional del "caos". Junto al dominio político-militar de uno solo –Estados Unidos- y el poder económico ejercido por la tríada norteamericana, europea y japonesa, se pone de manifiesto una paulatina usurpación de la autonomía institucional de los gobiernos. Esto se explica por el deslizamiento de los núcleos de toma de decisiones fundamentales hacia nuevos centros de poder constituidos por la grandes corporaciones multinacionales y sus prolongaciones mediáticas subsidiarias (27).

Es, en conclusión, una confusa tensión entre tendencias centrípetas globalizadoras y reacciones centrífugas situadas a nivel local las que caracterizan a este mundo finisecular. En este nuevo reino de lo fugaz y lo transitorio la pérdida de la centralidad y la opacidad creciente de las nuevas formas de control social implican la disolución del punto de referencia moderno. El que representaba la racionalidad sustantiva de los fines, de la idea. Ello en favor de una racionalidad más débil y formal, pero más eficaz desde su conformación técnica, comunicativa e informática. Desde esta sombría perspectiva, es evidente que los grandes relatos historiográficos modernos van dejando de tener sentido. La historia padece, en consecuencia, el impacto irreparable de una profunda crisis de comprensión del mundo como producto de la razón. Es por ello que la nuevas corrientes que antes situaba entre la moda y la novedad, aun cuando no se pretenden postmodernistas, no hayan podido mantenerse a salvo de la andanada de críticas relativistas que, rayando el nihilismo más implacable, amenazan con implantar de forma oficiosa el desierto nietzscheano en todas las esferas del conocimiento científico institucionalizado.

Hemos de afrontar la crisis del representacionismo como principio de correspondencia entre lenguaje y realidad impulsada, en parte, por Richard Rorty y su concepto de "giro lingüístico". Esto se traduce en una concepción de la realidad como producto cultural, como entidad no-preexistente al proceso social de creación y captación simbólica de la misma (28). La consecuencia inmediata será la consideración de la verdad como expresión de prácticas sociales concretas dotadoras de sentido de una realidad cuyo significado, indeterminado apriorísticamente, sólo se produce por medio de dichas prácticas y dentro de un consenso (Rorty, 1996). La realidad queda, así, convertida en discurso social. Y éste en un espacio enunciativo configurador y habilitador de un objeto emergente de la nada (Foucault, 1987). Un discurso que en sí se pluraliza en la incomensurabilidad de las prácticas que las generan y donde el sujeto ya no se realiza mediante la disolución del otro en el mismo, sino en la ilimitada dispersión que deja a los demás ser lo que son. El pensamiento deja, pues, de ser un neutralizador absoluto de la diferencia en la unidad, para operar como organizador fenomenológico-hermenéutico del diálogo infinito con el otro (Gadamer, 1998). Por ello, en la medida en que la suspensión fenomenológica de la realidad convierte a ésta en mero contenido intersubjetivo de la conciencia, la explicación ya no constituye el modo dominante de aproximación al objeto contingente. Es la interpretación la que sirve de catalizador de una experiencia puramente comprensiva. Ésta apunta a un mundo disgregado en la infinitud de significados liberados en la excepcionalidad metafísica de las prácticas a las que puedan remitir. Se trata de una verdadera quiebra de los principios mismos de realidad y objetividad que enlaza perfectamente con la óptica deconstruccionista de Derrida (29). Éste, al convertir los textos en productos subjetivos sometidos a la indeterminación de la variabilidad de los múltiples factores que conducen a una interpretación siempre abierta, limita todo producto cultural a un proceso de intercambio dialógico, intertextual; a una co-creación que enfrenta a autor y receptor (30). El resultado: el desanclaje referencial parcial del discurso, el extrañamiento de una "realidad" que no sólo subsiste en la tensión entre interminables "juegos del lenguaje", sino, también, en los actos concretos en los que éstos tienen lugar. Por eso, dicho sea de paso, la semiótica debe transcender los cerrados límites del concepto inmanente del discurso desde el que se ha venido desenvolviendo hasta ahora. Quizá pueda instaurarse una nueva semiótica con criterios más pragmáticos, una semiótica de la "transdiscursividad" que Vázquez Medel sitúa en "la tensión entre identidad y diferencia, entre singularidad y pluralidad, entre estabilidad significativa y apropiación del sentido. Una semiótica que soslaye, precisamente, el conflicto entre las estructuras y sistemas de significación (códigos, "lenguas"), por un lado, y las pulsiones personales que construyen el ámbito de la vida y del deseo a través del "habla", de la "parole", por otro" (Vázquez Medel, 1998: 1).

Bajo estas premisas la escritura de la historia, obviamente, no puede seguir siendo lo que ha sido hasta ahora. Están quedando al descubierto los sesgos culturales e ideológicos, camuflados de racionalidad y progreso, que permitían a los grandes relatos modernos un deliberado sometimiento de culturas, grupos e individuos, arbitrariamente arrancados de sus núcleos argumentales esenciales. Como sabemos, la crisis deslegitimadora de las grandes metanarraciones emancipadoras y especulativas anunciada por Lyotard sirvió para poner de manifiesto la inviabilidad de un proyecto histórico fundado científicamente en los presupuestos ilustrados de la objetividad y la universalidad. El conocimiento quedaba relegado a una mera perspectiva ideológica; absorto en su propia "vulgaridad". El propio Lyotard indicaba: "Una ciencia que no ha encontrado su legitimidad no es una ciencia auténtica, desciende al rango más bajo, el de la ideología o el instrumento del poder, si el discurso que debía legitimarla aparece en sí mismo como referido a un saber precientífico, al mismo título que un "vulgar" relato" (Lyotard, 1989: 74). Es esta "vulgaridad" del discurso científico, en general, y del histórico, en particular, la que constituyó el centro de la reflexión crítico-filosófica de Michel Foucault. En resumen, este pensador firmó la verdadera carta de defunción de la historiografía en su sentido clásico y moderno. Esto llevó a un ferviente admirador suyo a decir que "Foucault es el historiador completo, el final de la historia" (Veyne, 1984: 200). Foucault instala los hechos humanos en la "rareza", esto es, en el inmenso vacío desde el que no es posible su inteligibilidad racional. Reduce los objetos sociales a la calidad de objetivaciones contigentes de prácticas sociales singulares. En consecuencia, hace de la gramática historiográfica una actividad preconceptual, puesto que la representación remite a la acción concreta desde la que la conciencia se dirige hacia un mundo no inmanente. De esta forma, la conexión lineal entre los acontecimientos y la evolución finalística de categorías humanas universales se desmoronan ante una historia de rupturas, de discontinuidades, de la desintegración de su sentido transcendente. Una historia que deja, pues, de ser historia, que sólo es simple expresión de una "voluntad de poder" circunstancialmente desplegada hacia un sujeto plenamente objetivado (Foucault, 1984). Y es por ello que, si queda algo por hacer al historiador, esto sea la articulación de una prospección genealógica que sirva para desmontar los mecanismos disciplinares de identificación, clasificación y procesamiento de los integrantes de unas sociedades humanas encerradas en sus propios discursos.




IV

Este es el panorama general de una crítica postmodernista "anti-histórica" que lanza enormes retos a los historiadores de este fin de milenio. Es la amenaza del triunfo de un pensamiento ahistórico que, poniendo de relieve la unívoca correspondencia entre modernidad, progreso e historia como modo de comprensión de lo social, preconiza la no idoneidad actual de tal perspectiva. Es decir, se pretende que lo histórico es una forma de pensamiento exclusivamente moderna que va dejando de tener sentido en nuestro mundo postmoderno. Roger Chartier, historiador francés formado en los ambientes de la ya agotada escuela de "Annales", es, quizá, uno de los que más decididamente han asumido el desafío. Citando él mismo a Foucault, señala: "La historia de la ciencia, en su definición filosófica francesa, tiene un primer desafío: poner en evidencia la historicidad del pensamiento universal; oponer a la razón, entendida como una invariante antropológica, la discontinuidad de las formas de la racionalidad. Se trata por tanto de cuestionar "una racionalidad que aspira a lo universal aunque se desarrolle en lo contigente, que afirma su unidad y que no procede por tanto más que por modificaciones parciales, que se valida a sí misma por su propia soberanía pero que no puede disociarse de su historia, de las inercias, de la gravedad o de las coerciones que la someten" " (Chartier, 1996: 6). Semejante actitud revisionista y relativizadora va impregnando día a día esas nuevas formas de hacer historia que, con anterioridad, clasifiqué en torno a un nuevo paradigma de naturaleza postmoderna. Se trata de la "nueva historia cultural" y de la "microhistoria" italiana. En general, los historiadores siempre se han mostrado ajenos a las repercusiones teóricas de su quehacer, reduciendo su trabajo a la aplicación mecánica e irreflexiva de determinadas técnicas investigadoras y expositivas aprendidas en sus años de formación. Sin embargo, como agente histórico en sí, el historiador expresa en el ejercicio de su profesión las invocaciones de los nuevos condicionamientos socio-cognitivos sobre los que se está configurando nuestra nueva sociedad "posthistórica". Por eso, el nuevo tipo de relato que se está escribiendo en el seno de estas corrientes lleva impresas las marcas imborrables de los nuevos discursos deconstructores de la concepción ilustrada de la ciencia y de la historia. Es más, es posible admitir que el nacimiento de esta nueva historiografía emana, en parte, de una intensa reflexión teórica, de un permanente diálogo con esas otras disciplinas sociales –la sociología, la antropología y la lingüísticas- pioneras en la asunción de la nueva perspectiva pragmática, postestructuralista y postmodernista que cuestiona los viejos paradigmas modernos (31).

En lo que atañe a la "nueva historia cultural", son Robert Darnton, Lynn Hunt, Gabrielle S. Spiegel y el mencionado Roger Chartier los autores que sin duda mejor la representan (32). Esta corriente historiográfica surge de un doble intento de superación. De la historia de la cultura tradicional –"historia intelectual"-, por una parte; y de los modelos macroestructurales de la historia de la mentalidades, según la escuela de los "Annales", por otra (33). Junto con las aportaciones de Hunt (34), es el trabajo teórico de Roger Chartier el que mejor expresa la nueva perspectiva. En un libro lleno de resonancias foucaultianas como es "El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación", Chartier alude a una historia encaminada hacia los procedimientos reguladores de la producción de significado. Convirtiendo los textos en mediatizadores discursivos de las prácticas sociales concretas desde las que aquéllos cobran vida, indica que "las obras, en efecto, no tienen un sentido estable, universal, fijo. Están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas" (Chartier, 1995: XI). Esta historia se asienta en una concepción mucho más dinámica y heterogénea de lo social respecto a los paradigmas estructurales. Y, también, en un marco decididamente herméutico-fenomenológico que, a su vez, ofrece plena acogida a los planteamientos esenciales del deconstruccionismo derridiano –lo acabamos de comprobar. Se privilegia, pues, en nombre del "giro lingüístico", el análisis del discurso sobre cualquier otro tipo de indagaciones relativas a un mundo social material exterior al mismo. Mediante la identificación que establece entre realidad humana y universo simbólico que la configura, se culmina en un estricto reduccionismo cultural de lo social que no permite las viejas distinciones sectoriales entre historia de las mentalidades e historia socio-estructural. Es una historia del discurso.

Un tipo de historiografía, por consiguiente, que, en mi opinión, debe mucho a la estela dejada por los "cultural studies" aparecidos entre mediados de los cincuenta y principios de los sesenta en el seno del Center for Contemporary Cultural Studies de Birmingham. Situadas en terrenos diversos como la etnografía, la literatura y la teoría lingüística, sus investigaciones se centrarán especialmente en el análisis de los efectos sociales de los "mass-media". Desechando los esquemas estructural-funcionalistas de estímulo-respuesta, esta corriente apuntará hacia una concepción de lo social como proceso complejo y cambiante de dotación de sentido. De ahí que adoptará un concepto de cultura como conjunto inestable de valores que, en sus intercambios cotidianos, generan los márgenes reales de posibilidad de la acción social. En un plano de absoluto inclusivismo ideacional-social, lo cultural se presenta, no ya como mero reflejo residual de una realidad social autónoma y estable, sino como espacio de tensiones y contradicciones sociales en continua negociación integradora (35). Posición teórica que, colocando la recepción en el centro de la investigación, es aplicada por Chartier en otros ámbitos históricos como el de las prácticas de lectura oral en la edad moderna (siglos XVI-XVIII). En uno de sus estudios llega a conclusiones como ésta: "El tema de la lectura en voz alta se encuentra en medio de varias historias: la de las obras y de los géneros, la de los modos de circulación de lo escrito, la de las formas de sociabilidad y de intimidad. Reencontrar las modalidades, los objetos, la trayectoria de esta manera de leer, a menudo ocultada para beneficio de aquella que es la nuestra hoy día, no carece de importancia para señalar las variaciones históricas o sociales de los usos de los textos que se han convertido en libros" (Chartier, 1995: 144). Centrada la atención en los efectos siempre cambiantes de sentido de los textos y en las prácticas indeterminadas vinculadas circunstancialmente a ellos, relativismo, ruptura y variación acaban desplazando, en definitiva, la objetividad, continuidad y necesidad en la historia. Dicho de otro modo, puesto que los elementos de los códigos simbólicos están sometidos a una incesante reactualización en los contactos sociales cotidianos, la singularización e individualización del significado en relación con el contexto, que este concepto de cultura pone en juego, abre las posibilidades de la negación de la universalidad del lenguaje conceptual y de la racionalidad humana.

Consecuencias similares para la suerte de la historia se perciben en la "microhistoria". Ésta, de origen italiano, tiene sus más destacadas figuras en Carlo Ginzburg y Giovanni Levi. Como este último señala, "no es casual que el debate sobre la microhistoria no se haya basado en textos o manifiestos teóricos. La microhistoria es por esencia una práctica historiográfica, mientras que sus referencias teóricas son múltiples y, en cierto sentido, eclécticas" (Levi, 1996: 119). Ausencia de ortodoxia doctrinal, eclecticismo, práctica basadas en formalismos teóricos débiles. ¿No son éstos los signos que definen la ciencia en la postmodernidad? Sin embargo, el mismo Levi apunta hacia algunos rasgos comunes que dan sentido global al trabajo microhistórico. De entrada, una respuesta a la incapacidad de los paradigmas estructuralistas, funcionalistas y marxistas para responder adecuadamente a los problemas económico-sociales, políticos-ideológicos y culturales hasta ahora planteados. Ante todo, en lo relativo al automatismo del cambio social, situándose la crisis de la idea de progreso en el centro en torno al cual gravita toda la especulación. La microhistoria renuncia a la predicción, al establecimiento de esquemas teóricos previos que sometan los hechos desde el "a priori" de la experimentación, y, por ello, descarta la atribución de una dirección preconcebida a los fenómenos históricos estudiados. Su objetivo será el intento de comprensión e interpretación –no de explicación bajo leyes generales- de la acción y conflictos humanos en su doble autonomía e inscripción en sistemas sociales normativos. Sin que ello deba suponer un relativismo radical, la "microhistoria" entiende lo social no como estructura de objetos naturales y universales dotados de atributos consustanciales, sino como conjunto complejo de relaciones cambiantes dentro de contextos en permanente readaptación. La ambigüedad de los mundos simbólicos entrecruzados, la pluralidad de interpretaciones por parte de los actores sociales, y la continua tensión entre símbolos y acción, entre ésta y estructura, definen el proceso de descripción microhistórica.

Tres podrían ser, en resumen, los aspectos fundamentales que delimitan el talante fenomenológico de este modo de hacer historia. El primero, la escala de observación. El microhistoriador basa su investigación en una expresa reducción metodológica de la misma. Pero este análisis microscópico al nivel local de individuos concretos insertados en espacios de relaciones concretas no constituye una finalidad en sí misma. Tan sólo responde a fines experimentales que, en todo caso, condicionan las conclusiones y su modo de exposición. Se trata del valor metodológico de la pista, del indicio configurado en lo que se ha llamado lo "excepcional normal", esto es, la situación particular que tras su intensa indagación desvela lo que puede ser útil para alcanzar generalizaciones flexibles relativamente extrapolables, y nunca modelos rígidos mecanicistas. Esto fue, por ejemplo, lo que llevó a Levi a considerar en su historia de un exorcista piamontés del siglo XVII –"La herencia inmaterial"- que los sistemas de compraventa de tierras en la comunidad campesina investigada no respondían a las leyes impersonales y supuestamente fijadas del mercado, sino a las relaciones de parentescos establecidas entre sus miembros, de las que dependían las variaciones de los precios (Levi, 1990). Como indica Carlo Ginzburg,, "en algunos estudios biográficos se ha demostrado que en un individuo mediocre, carente en sí de relieve y por ello representativo, pueden escrutarse, como en un microcosmos, las características de todo un sistema social en un determinado período histórico, ya sea la nobleza austríaca o el bajo clero inglés del siglo XVII" (Ginzburg, 1986: 22). Perspectiva que dio vida a una obra que podemos valorar como verdadero hito fundador de la escuela: "El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI".

Un segundo aspecto destacable en la toma de posición microhistórica es la influencia recogida directamente de la antropología fenomenológica del Clifford Geertz de "La interpretación de las culturas" (Geertz, 1988). Hecho también atribuible a la ya aludida "historia cultural". El modelo teóricamente débil de la "descripción densa" de este autor, el cual entiende su trabajo como el registro de redes de significación en contextos sociales de interacción simbólica en constante flujo y variación, es decisivo para esta nueva historia postmoderna. La teoría queda, por tanto, reducida a una mera translación al lenguaje académico de los resultados de una experiencia investigadora muy pegada a la práctica y al contexto interpretativo específico donde se sitúe dicho trabajo. Un relativismo que el propio Geertz asumía, más bien, como "anti-antirrelativismo", como el rechazo de constantes formales, evolutivas y operativas que, en nombre de una razón sustantiva, sólo suponen la superioridad etnocentrista de la civilización occidental sobre el resto de culturas. Lo cual introduce a Levi en un debate sobre la racionalidad humana que resuelve compatibilizando la existencia de universales, estados y procesos cognitivos esencialmente humanos con el libre desarrollo de diversas respuestas culturales a dichas facultades del hombre como especie (Levi, 1996). Y es que –quiero puntualizarlo aquí- es apreciable en las posiciones teóricas relativistas de los nuevos historiadores un cierto reparo ante el peligro de quedar atrapados en el callejón sin salida del irracionalismo más absoluto. Por último, como se desprende de todo lo anterior, el concepto de "contexto" alcanza aquí una nueva dimensión. Éste ya no se percibe como estructura social dada, sino como marco socio-histórico hallado en el juego variable de conexiones intersubjetivas cambiantes no necesarias (36). Un concepto que puede contribuir, no obstante, a dar cierta formalidad a los enunciados del historiador. "Aquí el contexto implica no sólo la identificación de un conjunto de cosas que comparten ciertas características, sino que también puede operar en el plano de la analogía –es decir, en el ámbito donde la similitud perfecta se da, más que entre las cosas mismas, que pueden ser muy diversas, entre las relaciones que vinculan las cosas-" (Levi, 1996: 139).

En resumen, estamos ante una historiografía que renuncia a las clásicas visiones globales de conjunto para realizarse en la contemplación de lo local. Que desecha las estructuras y coloca a los sujetos anónimos en el papel concreto que desempeñan dentro del contexto al que pertenecen en tensión con sus propios intereses. Que desencadena una renovación de las técnicas expositivas del relato (37). Pero no ya desde esa legitimación positivista que convertía a los grandes hombres en sujetos transcendentes reales inscritos en un plan superior y objetivo de la historia. Desaparecen tales pretensiones de verdad. Estamos ante una historia "débil". A la vez que el propio sujeto se desubjetiviza, aquí la técnica narrativa responde a la simple necesidad, en la que insiste Hayden White, de percibir la realidad en su conformación coherente con principio y fin. La narración, pues, como aparato semiótico que dota a los hechos, desde su similitud y contiguidad, de un orden común instalado en el tiempo, donde lo supuestamente real se presenta como deseable y concebible en su consumación (White, 1992). Como señala Manuel Cruz, haciéndose eco de la obra de Ricoeur, "el correlato más próximo, que probablemente sería ‘contar las cosas tal como son’, debe ser sustituido por este otro, sólo en apariencia más modesto: ‘contar las cosas tal como nos pasan’ " (Cruz, 1991: 163) (38). Desplazado el progreso del eje de descripción de lo social en el tiempo, anulado el principio de conocimiento racional absoluto de la realidad, la interpretación hermenéutica se convierte en un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Siendo cada hecho susceptible de ser liberado desde cualquier sistema simbólico en su sentido no predeterminado, no parece quedar alternativa a los intentos de traslación fenomenológica de significados de una comunidad discursiva a otra. Pero ello va acompañado de una nueva concepción colectiva del tiempo que suprime la historia universal como perspectiva de lo social. A la condición postmoderna, testimoniada en esta nueva historiografía, le corresponde, pues, una nueva forma de pensar lo temporal que altera los problemas de la legitimidad y el cambio. El periodo premoderno se situaba en la perspectiva de la lógica de la repetición, encontrando su legitimación en un acto fundacional originario reproducido ritualmente: el tiempo como eternidad. La época moderna se había situado no en la perspectiva de un pasado definitivo continuamente actualizado, sino en los parámetros de un ideal realizable en el futuro, encontrando la comunidad su legitimación en lo que quería llegar a ser, en la realización de un proyecto total: el tiempo como progreso. Estoy con Antonio Campillo al atribuir a la postmodernidad una categoría temporal específica: la variación (Campillo, 1995). Al no existir ya jerarquías de perfección, ante la desaparición de la centralidad de la referencia, las diferencias no pueden ser pensadas en virtud de la relación que puedan guardar con la identidad. No hay soluciones para el problema de la oposición entre sujeto e historia. Es más, éste deja de ser un problema, puesto que desaparecen los esquemas simbólicos desde los que era percibido como tal.






V

Se impone, por tanto, un tiempo pluridimensional, ambiguo, reversible, polivalente, atemporal: el no-tiempo. Y pienso que este nuevo modo de aprehender la instalación de lo social en el tiempo encuentra su modelo en la ubicuidad e instantaneidad de la arquitectura flexible e inmaterial de las nuevas tecnologías de la comunicación informática planetaria. La aceleración de los intercambios comunicativos supone la propia aceleración de los acontecimientos hasta el punto de producirse su propia reversión, su autoanulación antes de consumarse. Podemos hablar de un auténtico paradigma de la comunicación porque, en su actual conformación global, es ésta la que determina una nueva existencia humana desprendida del sentido de la orientación proyectiva en el tiempo. Ya no parece posible la afirmación de Askin en el sentido de que "tender hacia el futuro es crear ese futuro. El movimiento hacia el futuro es el proceso de su creación y realización" (Askin, 1979: 155). Como argumenta Baudrillard, desde su radicalismo extremo, "es el fin de la linealidad. En esta perspectiva, el futuro ya no existe. Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. Por lo tanto ni siquiera se trata del fin de la historia" (Baudrillard, 1995: 24). Este autor nos sitúa en la reversión de una modernidad aniquilada por anticipación de su propia finalidad. No obstante, quizá podamos seguir percibiendo el flujo creciente de los acontecimientos, que Baudrillard declara en huelga. Pero de lo que sí estamos prescindiendo es de la capacidad de proyectar el cambio, la transformación revolucionaria de la realidad social. La pérdida de la conciencia colectiva de la duración implica la conciencia colectiva del no-cambio, lo cual conduce fenomenológicamente hacia el no-cambio real, hacia la congelación y perpetuación de un cierto orden establecido (39). Un claro síntoma de ello es la creciente esterilización del vocabulario del que hacen gala estas nuevas historiografías donde los conceptos relativos a la conflictividad social han dejado su lugar a una peligrosa "neutralidad", al nuevo conservadurismo de lo "políticamente correcto".

El fin del proyecto unitario moderno en torno a la idea de progreso ha culminado, no obstante, en su consolidación parcial. La que hace referencia al triunfo de la lógica expansiva y dominadora del desarrollo técnico-científico del capitalismo. Los que han sido aniquilados son los demás aspectos que venían a completar la idea: bienestar material humano universal, libertad política en una sociedad civil plenamente constituida, principios de justicia e igualdad, etc. Por eso, autores como Fontana piensan el fin de la historia como consecuencia del éxito de una versión equivocada de la idea conectada al esquema omnímodo del crecimiento económico, el cual arrastró consigo al comunismo fracasado (Fontana, 1992). Y por lo mismo, cree en una posible reconsideración del proyecto desde planteamientos más auténticamente sociales. Mientras tanto, estamos ante la perpetuación de un orden donde el conflicto de los "diferendos" se salda con la victoria hegemónica de un determinado régimen de discurso: el de la explotación, la dominación, la estimulación mediática de un consumismo alienador que sumerge al sujeto a la baja en una ilusión anestésica, paralizadora.

Esta situación viene siendo objeto de diversas tomas de posición. Por una parte, el fracaso del proyecto moderno está estimulando hoy día un cierto intento de retorno a lo sagrado, a la remitificación expresa del sentido de la vida humana. Tal actitud invocadora de lo premoderno es la que se encuentra en autores como David Lyon, al cual, en este sentido, puedo respetar, pero no aceptar (Lyon, 1996). Sobre todo, si ello significa suprimir el estudio de las teorías evolucionistas de los programas educativos de estados norteamericanos como Kansas, por considerarlos en un plano de igualdad con respecto a las viejas cosmologías creacionistas. Recurrencia a motivos premodernos que, al fin y al cabo, no pueden escapar de la propia condición postmoderna. Lo cual nos lleva, por otra parte, al otro extremo del entusiasmo emancipador que Gianni Vattimo experimenta ante el estallido de la pluralidad en su "sociedad transparente" (Vattimo, 1994). Pero, pienso que, tras la aparente liberación que se celebra debido a los efectos desarraigadores del fin de la historia y de la explosión de lo local, el proceso de erosión implacable del principio de realidad, que se presupone, será la oportunidad para fenómenos de control social más efectivos por su propia oscuridad panóptica. Así, no parece quedar otro camino que el de los intentos de reconstrucción de una determinada idea de modernidad desde ángulos que integren los efectos insoslayables de la postmodernidad. En esa situación se encontraría la propuesta de Habermas en el sentido de imponer un verdadero interés emancipador frente al interés práctico e instrumental de la racionalidad práctica del capitalismo tardío. Ésta quedaría sustituida por la autorreflexión, por la "acción comunicativa" integradora de las diferencias desde criterios autovalidados de objetividad dentro de un espacio de auténtico intercambio simbólico (Habermas, 1991). Ello conlleva muchas dudas, pero, pienso que en el plano de las ciencias sociales, en general, y de la historia, en particular, quizá sean reclamables cierta conservación de los protocolos racionalistas de verdad y el restablecimiento de un compromiso moral de naturaleza ilustrada sobre nuevas bases. Se plantea la urgencia de un nuevo programa de la objetividad. A éste responden Appleby, Hunt y Jacob en su trabajo colectivo, ya citado, "La verdad sobre la historia". Se trata de la propuesta de un realismo pragmático que sea capaz de conciliar la explicación causal con la interpretación hermenéutica. Entendiendo que la objetividad, propiedad del objeto, es la que incita la proyección de la subjetividad sobre éste, aquélla permitirá tanto las diferencias interpretativas excluyentes, como la diversidad de perspectivas dentro de un marco discursivo donde sí es posible la inclusión. Es la proposición, pues, de un modo de autoconocimiento a través del otro que no impida, en el marco del respeto de la diversidad cultural, la elaboración de ciertas visiones de conjunto sin las cuales el compromiso social de la historia sería imposible. Existe, por consiguiente, la posibilidad de revitalizar una conciencia histórica crítica que se ponga al servicio del desenmascaramiento de los dispositivos de saber-poder que impregnan los discursos enfrentados; que haga de la genealogía una labor útil de cara a la conservación de la memoria colectiva. Las autoras americanas aluden a esto recordando que Milan Kundera situaba la lucha del pueblo contra el poder en la lucha de la memoria contra el olvido. Y concluyen: "para los historiadores, la lucha de la memoria contra el olvido también involucra al poder, pero en su caso es el poder para resistir dudas debilitantes acerca de la cognoscibilidad del pasado, acerca de la realidad de lo olvidado" (Appleby; Hunt; Jacob, 1998: 253).

Asumo los argumentos centrales de las críticas postmodernistas contra los absolutismos encerrados en la idea de modernidad. Pero comienzo a comprender que la radicalización de las posturas amenaza con introducirnos en absolutismos más paralizantes. Se plantea, por decirlo de este modo, el juego borgiano de "Los dos reyes y los dos laberintos". El laberinto de la "confusión y la maravilla" del rey de Babilonia –el modernismo- va siendo superado por ese otro laberinto, sin "escaleras, puertas y muros", del desierto del rey árabe: el postmodernismo (40). La salida sólo puede ser el establecimiento de una estrategia activa de la resistencia, una estrategia de la confrontación, de la búsqueda incesante de contradicciones dentro de un régimen de discurso al interior del cual sí me parece posible un diálogo entre la verdad y la mentira, entre el objeto y su representación, con independencia del relativismo asumible fuera de ese discurso. Aludo a una "guerra" abierta entre perspectivas encontradas en relación con los objetos configurados por un mismo orden discursivo. Pienso que esta cultura del "simulacro" presenta intersticios desde los que se puede penetrar siempre que se adopte una posición determinada (41). Tras los regímenes de frases lanzados por el poder se esconden correspondencias descifrables entre lo verdadero y lo falso que proyectan sombras sobre las verdaderas relaciones entre medios y fines. Creo que es posible distinguir niveles de apariencia y realidad en la conexión entre las prácticas concretas y los discursos que las generan. Consideremos un régimen de discurso específico como el político y un régimen de enunciados relativos a los derechos humanos universales. Refiramos éste a una acción concreta como la intervención militar en Kosovo por parte de las fuerzas internacionales de la O.T.A.N. Observemos sus resultados. Primero, el elevado número de víctimas causadas entre la población civil. Segundo, la consecuente limpieza étnica llevada a cabo en la zona por parte de los albano-kosovares ante la cómplice pasividad de los efectivos militares asentados en la zona (42). Un primer nivel, el de la apariencia –el mito-, quedaría conectado con la versión oficial vertida por el poder desde la monopolización de los instrumentos de comunicación social. En este nivel, las pérdidas humanas masivas como resultado de la acción, se convierten en consecuencia inevitable del cumplimiento de un objetivo de orden superior moral inexcusable. Del mismo modo, el trato recibido por los campesinos serbios tiene su explicación en la incapacidad material para detener a una población albanesa ávida de una venganza, en el fondo, justificada. Así, se establecería la ficción discursiva de una aparente congruencia entre fines y medios, entre la acción consumada –la muerte y el sufrimiento de la multitud- y los objetivos contenidos en los enunciados –la garantización de los derechos fundamentales de una ciudadanía en peligro.

Pero en otro nivel, el de la realidad dentro de ese espacio discursivo, un análisis crítico podría poner de manifiesto la hipótesis confirmable de que el resultado de la acción –la muerte y el padecimiento en masa de civiles desarmados, serbios o kosovares, es lo mismo- entra en directa contradicción con los contenidos esenciales del discurso oficial sobre los derechos humanos. Estaríamos, pues, ante la identificación crítica de las relaciones reales que se establecen entre discurso y práctica, entre medios y fines. Esta exploración crítica desvelaría que los enunciados sólo cumplen la función disimulada de medios hacia fines absolutamente contrarios a los recogidos en el propio discurso, dentro de una estrategia de poder-dominación. Y no sólo por razones de coherencia lógico-textual. También, por el hecho de que es posible contrastar datos de la experiencia, que perteneciendo al ámbito de la estructura del mundo, han de ayudarnos a tomar conciencia de otros objetivos y otros resultados de la acción emprendida que no estaban contenidos en el discurso oficial: el valor indicativo de lo que no se dice. Y es que podemos admitir que, en relación con la conservación del complejo industrial-militar estadounidense creado en la "guerra fría", razones de estrategia económica y geopolítica, y de prestigio y legitimación internacionales, explican de forma más clarificadora la razón de ser histórica de la intervención del aparato de poder militar de la O.T.A.N (43). Así, nuestro conocimiento de la realidad nos lleva a advertir que, desde la capacidad previsora de los sofisticados sistemas de detección e información de las fuerzas de intervención y ocupación, es siempre posible una evaluación eficaz previa de los daños que se pueden provocar. Además, la presencia de los soldados de la O.T.A.N., en una proporción única en el mundo, no permite aceptar los argumentos de sus comandantes en torno a la incapacidad material para evitar lo que está ocurriendo. La O.T.A.N, como sabemos, ha actuado impunemente apelando de manera implícita a la ley del más fuerte y no amparándose en la voluntad consensuada de la O.N.U. En conclusión, son las víctimas reales de la última guerra de Kosovo las que deslegitiman los principios justificadores desde los que se ha situado la sangrienta acción bélica de la fuerzas internacionales de la O.T.A.N. El sistema de cobertura mediática de estos acontecimientos –como, también, ocurrió en la "Guerra del Golfo"- sí corresponde al ámbito del "simulacro"; la realidad insultante de los muertos, cuya presencia se puede contrastar, no. Ellos atacan con señales televisivas y con bombas, pero nosotros podemos atacar con otras armas: la toma de partido mediante el desmantelamiento crítico y riguroso de las contradicciones entre la realidad como ilusión manufacturada y la realidad como sistema "real" de relaciones de poder captadas simbólicamente.

Por tanto, aun plenamente inmersa en los terrenos fangosos y movedizos del lenguaje, la historia no debe dar la espalda a la acción, a las prácticas, a los acontecimientos como indicios de los conflictos que realmente acucian al hombre en su situación socio-histórica particular. Esta estrategia de la confrontación podría, incluso, ser más ambiciosa. Un discurso sólo se combate con otro discurso capaz de englobar al otro en sus categorías. Admitiendo los sesgos subjetivos e ideológicos que toda teoría social conlleva, Manuel Cruz indica que "entre dos teorías sociales antagónicas, el primer paso para saber cuál de las dos tiene un valor científico mayor es preguntarse cuál de las dos permite comprender a la otra como fenómeno social y humano y hacer patentes, a través de una crítica inmanente, sus consecuencias y límites" (Cruz, 1991: 146). Pero, también, una acción sólo se combate con otra acción. La que generaría, como respuesta, la imposición de un discurso alternativo, cuya relativa, y nunca definitiva, superioridad residiese en esa capacidad integradora hacia la que apunto. Sólo así será posible proyectar en la conciencia colectiva mundos diferentes más deseables. ¿Cuál sería ese nuevo marco teórico desde el que proceder? Su construcción es una tarea pendiente que ha de estar abierta a todo aquello que pueda satisfacer los objetivos planteados, con independencia de su origen intelectual. En tanto aceptemos el fin de los absolutismos de cualquier signo, debe ser una auténtica tarea intertextual en conexión con fines de auténtica naturaleza emancipadora. En este sentido, prescindiendo de prejuicios académicos instrumentalizados políticamente, y desechando toda versión "catequística" y ortodoxa del marxismo fracasado, creo que no será una labor estéril, entre muchas otras, insisto, integrar en ese trabajo heterogéneo una relectura, adaptada a los nuevos tiempos, de la obra personal del Marx maduro. Pienso que en ella, quizá, no encontremos lo que muchos han creido ver hasta ahora: un inútil determinismo metafísico economicista unilineal, de raíz hegeliana. A lo mejor se nos desvela un compromiso no dogmático con el problema de la emancipación humana en las sociedades industriales. Un compromiso en virtud de un realismo práctico abierto a las posibilidades concretas que cada circunstancia social específica ofrezca (44). Al fin y al cabo, ha de reivindicarse la utopía. Opino que la salud de una sociedad debe basarse en su capacidad para seguir proyectando universos simbólicos renovadores. Se trata, en definitiva, de recuperar la historia y de ir perfilando procesos de transformación social habilitadores de las mayorías silenciosas. La historia ha de reconstituirse desde su originaria lucha con el poder; debe ser fundamentalmente utópica. El poder, por naturaleza, aspira a la permanencia; la historia, ante todo, ha de ser energía renovadora. Predisposición al cambio.



Notas y Bibliografía




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Este artículo se corresponde con la ampliación de la comunicación ("Implicaciones historiográficas de la postmodernidad: la superación fenomenológica de los paradigmas finalísticos de la historia") que será publicada en las actas del VIII Simposio Internacional de la Asociación Andaluza de Semiótica -" Más allá de un milenio: globalización, identidades y universos simbólicos". Huelva, Universidad Internacional de Andalucía, Sede de la Rábida, 16-18 de septiembre de 1999.


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© Rafael Vidal Jiménez 1999
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero13/finhisto.html


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