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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2005-06-15 | |
Su mujer lo despertó desesperada, había leído las primeras páginas de los periódicos que más que mostrárselas las enrostraba ante sus ojos que no terminaban de salir de la vigilia. So cojudo, escuchó a medias que le espetaba, cuándo vas a aprender a hacer las cosas como es debido. Yo me tiro un millón de dólares en tu maldita campaña, sacrificando los ahorros de toda mi vida y los negocios de mi familia para que tú candidatées a la Presidencia de la República, y el muy bestia, por tacaño, por ahorrarse unos putos cobres en impuestos, la caga redondamente.
El hombre trató de taparse la cabeza con la almohada para no seguir oyéndola, pero ella se la arrancó de las manos antes de que lograra hacerlo y le tiró los periódicos por la cara. Chist, escucharon ambos desde el cuarto de sus hijos varones y un ya pues caramba viejos, desde el dormitorio de la hija mayor que se estaba preparando para el examen de ingreso a la Universidad Nacional de Ingeniería. La mujercita, menuda, de ojos aún más saltones dada su ira, no siguió hablando por respeto a sus adorados hijos, pero permaneció parada frente al candidato con los brazos en jarras hecha todo un samurai femenino. El ingeniero se desperezó, estaba cansado por el fuerte ritmo de la campaña infatigable que desarrollaba contra su opositor, el escribidor, pero no le quedó otra cosa que repasar los titulares de las primeras planas de los diarios donde lo señalaban como evasor de impuestos con todas sus letras, sin eufemismos. Con ese dejo japonés que le salía en los momentos de contenida cólera, le dijo suavemente, casi en secreto, estirándole ambos brazos flacos de nudosas venas, llámame a Charli, él sabrá que cosa aconsejarme, y domina tu cólera. La mujercita, entrecerrando el ojo izquierdo, sintió un alivio al escuchar nombrar al inteligente asesor de prensa, periodista, poeta y narrador, cazurro como nadie para buscarle soluciones a lo imposible, más asiático que ellos en cuanto a sangre fría. Vivía cerca, pues habían logrado conseguirle un departamento a un par de cuadras de la casa de los esposos nissei, de manera que en cuestión de unos cuantos minutos lo tuvo esperándolo en la sala, mientras el ingeniero se daba un revitalizador y rápido duchazo de agua fría sin realizar siquiera sus acostumbrados ejercicios mañaneros. Lo invitó sin mayores preámbulos a pasar a su escritorio, en realidad la habitación del comedor de visitas cuya mesa era ahora de trabajo, donde se encontraban una serie de expedientes debidamente catalogados conteniendo los proyectos más importantes a desarrollar dentro de cada una de las carteras ministeriales. Charli, sonriente, le dijo que no se preocupara, aunque los malditos habían trabajado bien la denuncia al no haberla difundido ni por televisión ni por radio, sino sólo por algunos periódicos que resultaban ser los más serios y principales, pero que temprano había entrado en contacto con el doctor Montenegro. Por supuesto que el diario del gringo sacará cara por usted, ingeniero, le aseguró, tranquilizándolo, pero que mejor era esperar a Montenegro, un asesor de primera, un hombre que donde ponía el ojo ponía la bala, que no por eso tenían que morirse de hambre, y palmeándole las espaldas tomó del brazo a ambos, al ingeniero y a la ingeniera, y se los llevó a la cocina informándoles de cómo su candidatura había crecido un par de puntos en las encuestas, cuestión de muñeca, ingeniero, de cómo sus antiguos amigos de militancia, apristas e izquierdistas, se habían comprometido ya a votar a su favor, sólo por llevarle la contra al escribidor, otrora hombre de izquierda y hasta amigo del barbudo Fidel, y hoy hombre de la derecha más retrógrada y recalcitrante, a pesar de su gran lucidez e innegable calidad narrativa. Charli se colocó un mandilito adefesiero mientras sacaba del refrigerador carnes y tomates, y de un canasto escogía papas blancas y cebollas rojas e iba picándolo todo para volcarlo por turno sobre una sartén de bullente aceite. El exquisito olor del limeño lomo saltado llenaba ya todo el recinto cuando apareció la ingeniera trayendo al doctor asesor: peinaba con exacta raya un cabello negro como el carbón que ya empezaba a ralearse por la frente y la coronilla; era de mediana estatura, aunque alto para el promedio peruano, vestía pulcramente a tan tempranas horas, enternado pero de camisa sport, zapatos lustradísimos, nariz respingada como olisqueando algo y la mirada esquiva tras unos lentes ovalados de grandes lunas. Con mil disculpas y haciendo chistes sobre la poca calidad del chef, Charli realizó las presentaciones del caso. El ingeniero esbozó una sonrisa de agrado ante el serio personaje, cuya dureza se aligeraba al escuchar lo pausado y sugerente de su voz, cuasi sacerdotal, pero como todo sacerdote parecía repetir una letanía histriónicamente aprendida para reiterarla todos los domingos en misa. A la ingeniera, por el entrecerrar de su ojo izquierdo, pareció no caerle bien el personaje. A pesar de tener un lugar reservado en la mesa de desayuno de diario, el doctor no probó bocado y apenas si se sirvió, con sus propias manos, del caño del lavadero, un vaso de agua que fue sorbiendo de a poquitos, como los oradores, y con voz sugerente iba casi susurrando su plan para contrarrestar a los inesperados cobradores de impuestos. Nada como anteponerle la fuerza de las armas de la forma más sutil: tenía pensado desarrollar desde un búnker la campaña del ingeniero, nada menos que el mismísimo local del Círculo Militar de la avenida Salaverry. Hoy era lunes y para el viernes lo estarían anunciando con bombos y platillos. Además que con Charli habían pensado en lanzar sus spots por televisión y radio, los medios menos comprometidos con la denuncia de la evasión, y especialmente contaban con un judío suministrador de vituallas para el ejército, poseedor de un canal de segunda línea. Que no se olvidasen, les pidió, que él era un capitán retirado del ejército que tenía treinta compañeros de promoción en ejercicio de las armas aprestándose para ascender a coroneles, gente con mando efectivo de tropas. La pareja de ingenieros intercambió una rápida mirada de inteligencia y el candidato indagó por los fondos, los de su campaña eran exiguos, el Presidente de la República en actividad había fundado un periódico y una revista para la apoyarlo y el Presidente de la Cámara de Senadores del Parlamento de la República contaba con otro diario de poca monta, además de un par de emisoras de radio pichiruches y el Canal del Estado, que casi nadie sintonizaba, hasta le había clausurado su espacio semanal. El doctor asesor aconsejó tranquilidad, no en vano poseía la experiencia del régimen militar de los años setenta, cuando manejó el aparato de comunicación social, tan caro al programa de la movilización social. Sólo que ahora se trataba de una fuerte sociedad transnacional que operaba en Colombia decidida a apoyarlo, por supuesto que sin pedir nada por el momento, si salían elegidos --por primera vez utilizó el plural al referirse al supuesto próximo gobierno-- se vería cómo servirlos si pidieran algo. Habló de un argentino dueño de una pequeña agencia publicitaria pero de enorme talento, había trabajado en borrar el fracaso de los militares argentinos de la guerra de las Malvinas con bastante éxito ante tales circunstancias, pero que ahora en desgracia los gorilas ches prefirió venir al Perú a guardar un perfil bajo; el argentino elaboraría con Charli el diseño de los spots y un psiquiatra desprestigiado por haber cometido un crimen en su consultorio, hombre de gran astucia, crearía el plan estratégico para desordenar la campaña del escribidor, que si bien tenía un plan de trabajo adecuado para gobernar, también era dueño de una antipatía nata como político, cosa contraria cuando la gente lo valorizaba como literato. Al despedirse aseguró una reunión con militares de alto rango para esa misma mañana, y a mediodía deberían recorrer canales y radios para negar las imputaciones sobre el asunto de los impuestos, creando intriga acerca de una próxima noticia bomba. Él viajaba a Colombia para ver el asunto del financiamiento con los empresarios y traería unos documentos para firmar. Que no se preocupara: Charli, el judío, el psiquiatra y el doctor Corrochino, su brazo derecho en el poder judicial, estarían en todo momento a su lado, que si querían podían trasladarse a su estudio o mejor al consultorio del psiquiatra del cual nadie se acordaba. De un maletín sacó media docena de teléfonos celulares cifrados advirtiendo que de ahora en adelante sólo deberían comunicarse, sobre asuntos claves, por ese medio. Charli se fue acompañándolo, y apenas salieron los visitantes el ingeniero agarró de las manos a su menuda mujer y se puso a saltar dando vueltas en ronda, recordando sus tiempos de alumno de escuela fiscal en los Barrios Altos de Lima. *** Los Barrios Altos. Su viejo barrio es el que ahora le traía dolores de cabeza. Cómo se había atrevido el muy maldito a ordenar esa barbarie donde hasta a niños había mandado acribillar sin la mayor conmiseración. En cualquier otro sitio, hombre, menos en el barrio donde uno palomilló. Esto sí que era el colmo. Y eran unos pobres heladeros, claro que serranos, pero simples heladeros. Maldita sea, si el tipo se las traía. Y él hecho un huevón. El ingeniero más huevón del mundo, porque a él nada menos le tocaba dar siempre la cara. Ante la televisión, frente a las cámaras televisivas, fotográficas y de vídeo, al frente de los lenguaraces periodistas que todo lo querían saber al detalle, sobre todo los de la prensa extranjera. Y él siempre tenía que enterarse por los periódicos, como esta mañana cuando su mujer otra vez se los había tirado por la cara diciéndole: ¡ahora somos hasta asesinos de nuestra vecindad! Claro que recurriría a lo de siempre, al consuelo de la parsimonia y de la inteligencia de Charli, quien otra vez lo salvaría del apuro. Pero algún día se sacaría el clavo. Como ahora con la ingeniera a la que lanzó un lapo de los buenos para que no vuelva por la yapa. Total, a sus hijos ya los tenía en Estados Unidos, como siempre había soñado, que no se hiciera ahora la cojuda. Acaso no era ella la que lo aupaba para seguir trepando más arriba, como cuando lo hizo pactar con los ultras para alcanzar el rectorado de la Universidad Agraria, o como cuando lo llevó a la presidencia de la Asamblea Nacional de Rectores de la Universidad Peruana, donde esos malditos académicos parecían saberlo todo, por eso ni los recibía en palacio y que se siguieran muriendo de hambre, para lo que sabían, puros repetidores, aprendices de cosas de memoria, que Platón, que Marx, que Mao, que Keynes. Ahora quisiera verlos con una veintena de muertos gracias a la locura del asesor. ¿No fue el otro loco, el caballazo, quien se palomeó a cientos de terrucos en los penales de El Frontón y Lurigancho justo cuando se realizaba una reunión de los estados americanos en Lima? Dirán, eran terrucos. ¡Heladeros! El muy bestia. Y la mano que se largó justo sobre el ojo de la mujercita ésta que ya lo tenía harto, que ni tirarse tranquilo a las modelos que le ponían había podido, porque la china atrás de él no más paraba. Peor en momentos en que se aconchababan contra él los milicos, que lo hacían levantarse tempranitito para mandarlo por aquí y por allá, para mantenerlo alejado de las cosas de Estado que la verdad le llegaban y poco que las entendía. Pero los chicos estaban seguros en los Estados Unidos, estudiando en las mejores universidades, para que la ingeniera no lo jodiese otra vez con lo de la ropa sucia, esa que los japoneses donaron y que su hermana se encargó de vender cual ropavejera, porque esa había que lavarla en casa. *** La ingeniera recibió a sus hijos para tomar el desayuno. Era época de vacaciones. Kei, la mujercita que se aprestaba a tentar su ingreso a la universidad; Ken, un adolescente juguetón que este año acababa su media, y Kio, la más pequeña que entraría al cuarto de secundaria. Los consoló diciéndoles lo difícil que era postular a un cargo tan alto, ser presidente era algo bien bravo. Ay, mami, dijo Kei, conque se hubiera quedado donde estaba. ¡Tan bien como nos encontrábamos! Pero tú... Al notar ese ojo izquierdo semicerrándose guardó silencio y luego empezó a besuquear y a cargar a su menuda madre. Todos los chicos corrieron a atacarla a mimos en cargamontón. Conocían bien la ira de su progenitora y prefirieron hacerle honores al lomo saltado de esa mañana preparado por Charli antes de marcharse a la playa. Claro que Kei llevaría su sombrilla y su silla para estudiar, aunque no se perdería por nada un chapuzón en el mar. La ingeniera retozó un rato con sus críos. Sabía que de alcanzar el sitial que pretendía éstos deberían irse del país, ir por fin a los ansiados Estados Unidos. La época era verdaderamente negra, ófrica. Pese a ello estaba dispuestas a permanecer al lado de su hombre, para que no flaquease como cuando siendo presidente de los rectores universitarios se desapareció de puro miedo después de que la policía se metió al campus de las tres principales universidades limeñas. Fue todo un papelón. Por suerte, este pueblo peruano tenía mala memoria. Ella, de haber sido hombre, se hubiera hecho el haraquiri. El ingeniero regresó antes del mediodía, deseaba tener un consejillo de familia y así se lo dijo. Ella preparó el ambiente para recibir al hermano y a la cuñada, al cuñado y a la hermana y a la madre de él y al padre de ella. Abrió el altarcillo con las cenizas del padre del ingeniero frente al cual todos rezaron y luego se empezó a debatir la nueva situación. Los dos viejos se oponían con su silencio pero el hermano y el cuñado hablaron hasta que la dejaron mareada y al ingeniero en babias. Había carta libre para que el doctor asesor y su equipo empezaran a funcionar. El padre de ella terminó por asentir ante la evidencia de las cifras en rojo. La madre se acercó a su nuera y la apretó fuerte, temblorosa. No temas, estaré siempre a su lado para alentarlo. Recién la soltó entonces, dando muestras de cierto sosiego. *** El local de la avenida Salaverry estaba totalmente embanderado, con unas banderitas triangulares que colgaban de cadenetas alternándose con globos blanquirrojos y regado de anfitrionas algo cholonas que te recibían hasta llegar al gran toldo exornado también, por supuesto, con los colores de la sangre derramada y de la paz que prometía el ingeniero candidato. Los periodistas se preguntaban, por Dios, cómo ha logrado entrar aquí el chino, y como nunca, habían asistido personalmente directores de programas televisivos y radiales y los mandamases de diarios y revistas impresos. No era para menos, primero habían acusado al ingeniero de evadir impuestos y ahora salía dando su conferencia de prensa en pleno, en el mismito Círculo Militar, donde sólo tenían acceso en exclusividad, hasta hace poco, los cachacos. Y para colmo de males, él que antes casi rogaba para que le publicaran o difundieran una gacetilla, había recibido a los hombres de prensa con el conminativo aviso de que si le preguntaban algo acerca de la irrebatible acusación sobre evasión de impuestos, suspendería la conferencia; tema único para interrogar sería el de su candidatura presidencial, sin nada de amarillaje, de preguntas acerca de su vida familiar o de asuntos particulares. Más bien desafiaba a debatir al escribidor, su contrincante, en cualquier tribuna, mejor si en la plaza pública, que allí si se dirían los dos las cosas tal y cual son. Aunque no se vio un solo uniforme militar a lo largo de la rueda de prensa, esos cortes de pelo tan altos, casi al ras de la nuca, los evidenciaban y por la edad no deberían bajar del rango de coroneles. Así lo iba anotando en voz baja el mismísimo Cesáreo Hildrech, el más agudo y perspicaz de los periodistas, hombre alto, gordo y remolón, siempre mascando algo, galletitas que sacaba de los múltiples bolsillos de su terno siempre oscuro, a quien no se le pasaba nada por alto. Ampayó nada menos que a los comandantes generales de las tres fuerzas armadas, amparados en ajustados ternos y enmascarados con lentes oscuros, observando --drinks en mano-- el transcurso de los acontecimientos. Otros sagaces cazanoticias se percataron de la presencia de camarógrafos y fotógrafos desconocidos entre quienes cubrían las noticias políticas en Lima, los cuales muchas veces enfocaban al público antes que a la mesa de honor. El ingeniero cambió hasta su manera de andar: había adoptado esa caminada que nos enseñaban a los civiles en los cursos de premilitar de la secundaria; el pecho saliente, los hombros levantados, la cabeza erguida. Daba los pasos casi sin doblar las rodillas. Y no se dejó apabullar por los preguntantes, pues iba señalando con el dedo índice a quién le tocaba interrogar obligándolo a dar su nombre y el del medio informativo para el cual trabajaba. Se notaba a la legua que lo habían instruido, más bien diríase adiestrado. Al día siguiente todos se olvidaron de la evasión tributaria del ingeniero candidato y por supuesto que la noticia de primera plana fue el gran desafío lanzado por quien antes rehuía hablar hasta con el más insignificante reportero y sólo admitía entrevistas de parte de los periódicos manejados por el caballazo. Al escribidor se le agrió el desayuno ante tal impacto periodístico: ahora aparecía él como la persona renuente a enfrentar, a polemizar con el tartamudeante japonesito de los Barrios Altos, chiquillo de escuela fiscal de mandil blanco y jovenzuelo de uniforme caqui en colegio nacional. A ver, carajo, que me despidan a todos esos gaznápiros de mi equipo de prensa y a los fifirichis de penetración observacional, ordenó al flaco Barchea, quien agachándose hasta donde su cuello de jirafa le permitía, dijo un fingido sí patrón, dándoselas de chistoso, pero el rápido pararse de la mesa del desayuno del escribidor le evidencio que en este momento él sólo era un perro leonciopradino para el chivo corneador en que se había convertido el novelista dadas las circunstancias. *** Puta madre, al muy bestia no le había bastado derretir a los heladeros, ahora había liquidado nueve estudiantes y un profesor de La Cantuta, la considerada como universidad de los terrucos, donde él, como Presidente de la República entrara gallardamente a pesar de recibir tomatazos, huevos podridos y escupitajos a su ingreso, pero al fin y al cabo logró dejar allí a los soldados, como lo hizo en San Marcos, la más antigua universidad de América, y en la Universidad de Ingeniería, los tres principales centros superiores. Lo peor que los habían matado como a perros, Charli, en un pampón de La Molina, el barrio de los ricos, todavía, el cojudazo, dejándolos enterrados allí sin el menor cuidado. Y como se andaba peleando con medio mundo, alguien de su infalible servicio de inteligencia lo había traicionado y llevado el soplo a los periodistas. Pero mejor ni decírselo, Charli, porque ahí sí que desataría una cacería entre su propia gente y todo Lima se llenaría de fosas comunes. Esto ya estaba peor que Ayacucho. Por favor Charli, hagamos lo de siempre, prepáranos un viaje urgente, que el gordo De Loto nos haga un discurso contundente para llevar a la reunión de la Naciones Unidas, ese tonto que creía que el Perú podría aguantar un tribunal constitucional, participación y plebiscitos, además de defensoría del pueblo y esas pendejadas para alcanzar los cambios propuestos por los milicos que se las conocían toditas. ¿Acaso ellos no estuvieron viajando por todo el Perú profundo para combatir el terrorismo subversivo? Su plan era magnífico, pero el doctor asesor salía con cada barrabasada que lo mejor era quitarse. De Nueva York nos pasamos a San José de Costa Rica y de ahí nos mandamos por Europa y Asia a desmentir las patrañas de la prensa ultra. Charli, siempre atinado, inteligentísimo, se lo llevó hasta la cocina de palacio, se colocó el mandilito y empezó a preparar un cebiche japonés, un sachimi, y le sirvió unas copas de sake llamando a Miko y a Kike, directores de la agencia noticiosa y del diario oficial para que lo ayudaran a sobrellevar la situación. Ellos también irían a Nueva York en esta oportunidad, no estaba para soportar solo los lloriqueos del ingeniero. En la ciudad de los rascacielos lo pondría en manos de su hija Kei, había que mandar el email ya, y se iría a vergelear con sus dos compinches, quienes a su vez lo ayudarían a corregir y a preparar discursos para este huevón que nunca aprendería a hablar, así se quedara toda la vida gobernando el país. Qué mierda, con tal de seguir gozando de la buena comida, del buen trago, de las mujeres y del poder, que era tan rico hacerlo, lo demás no importaba. Fuera de ayudar a sus amigos escritores con algún favorcillo de vez en cuando. Hagamos de tripas corazón, comentó en un aparte a sus amigotes, mientras se pegaban un jalón de la más pura blanca traída por Kike, como siempre. *** ¿Se han dado cuenta cómo ha cambiado la manera de andar mi papá?, preguntó Ken ese día a la hora de almuerzo. Kei rió de buena gana, pero si parece un gorila, acotó. A la ingeniera se le empezó a cerrar el ojo izquierdo y puso punto final al tema sentenciando: ya deben irse acostumbrando a muchas cosas nuevas, mas nunca olviden que su padre va a ser nada menos que el Presidente de la República, y por mucho tiempo, como asegura ese general Renato Hermozo, quien parece dispuesto a ayudarlo en todo gracias al doctor Montenegro, aunque ese personaje sí que nunca terminará de gustarme. Los tres muchachos hicieron un mohín de burla disimulado, pero la madre les advirtió, ríanse no más, ya verán todo lo bueno que les espera cuando su padre entre a palacio de gobierno. Lo que es a mí me mandará a los yunaites a estudiar, por lo menos, porque la hija de un presidente no va a estar yendo a la universidad nacional con los zambos y cholos y menos a las universidades limeñas de blanquitos, donde a los jalados como nosotros se les trata como a ciudadanos de segunda clase. Ay, hijita, recordó la madre, tú padre y esta dama estudiaron en universidades de cholos y así hemos podido criarlos como los hemos criado. Y ahora a callar y a comer, se está haciendo demasiado tarde; basta de tanto raje del pobre viejo que estará sudando la gota gorda con ese chaleco que le obligan a usar los militares, por eso de los atentados de los terrucos. Ay, ni que fuera tan importante ma, se burló Ken y bajó de inmediato la cabeza cuando vio achicarse ese indomable ojo izquierdo materno. Entonces ella les dio la mala nueva de que deberían ir acostumbrándose a verla menos por estos días, pues debería acompañar al ingeniero en su campaña, gracias a los consejos del doc, como empezaría a llamarlo desde ese momento, remachando a cada rato sobre aquello de que no le gustaba nada ese personaje, que no sabía por qué le tincaba era más malo que le mismo Lucifer. Ma, si es simpatiquísimo, y sabe de todo, además dentro de su sequedad es tan ocurrente a veces, lo defendió Kei. El demonio es así hija, te coquetea, y peor si este diablo es arequipeño, tan hipócritas como son esas gentes, discutió prejuiciosa la madre. Ken recordó los regalos que les traía cada vez que venía a la casa y de cómo ya su papá no tenía que hacer el ridículo paseándose en un viejo tractor por las calles, sino que ahora le había conseguido plata de los empresarios colombianos para contar con un avión alquilado y cómo los soldaditos le armaban los estrados, los tabladillos para cada lugar donde llegaba y le llevaban montones de gente en camiones, no como antes que debía llamar al pueblo de esquina en esquina. El escribidor ya no lo trata como a cualquiera desde que el gordo De Loto le hacía los esquemas de sus discursos y Charli los volteaba para que parecieran nacer de la boca de papá, quien siempre fue tan lerdo para dar discursos, eso sí la purita verdad ma’. El timbre de la puerta de casa retumbó, eran los abuelos que venían por los chicos para llevárselos a su casa, donde pasarían estas vacaciones para no quedarse solos. Los muchachos pitearon, pero la madre se puso fuerte y cada uno de ellos tuvo que ir a liar sus bártulos para irse con los viejos inmigrantes japoneses, tan chapados a la antigua, tan rígidos, tan trabajadores, tan anacrónicos. Pero por suerte ya sin la autoridad de antes, pues los mimos de la nietería solían convencerlos de lo que antes hubiera parecido inadmisible. *** Le tocó al fin entrevistarse con los militares, aquellos tipos de anteojos oscuros y cabezas semipeladas que lo observaban desde una terraza del Círculo Militar el día de la conferencia de prensa convocada por el doc. Él que odiaba cuando escolar el curso de premilitar porque los muchachos asociaban su porte con los de los japoneses de las películas de guerra tan en boga por aquellos días. Inclusive, pidió licencia, se acordaba, como Presidente de la Asamblea Nacional de Rectores en momentos de enfrentamiento con los militares por su incursión inconsulta en algunos campus universitarios, soplándoles la pluma a sus colegas de La Cantuta, San Marcos e Ingeniería. Ensayó una caminada acorde para no ser considerado un mequetrefe, porque él no era una de esos nipones dados al ejercicio físico, salvo un poco de calistenia. y más le agradaba la pasividad de la pesca solitaria que estar dando de patadas y manotazos al aire, así como jamás había siquiera usado sus puños en una pelea callejera de muchachos, pero eso sí, cómo se reían sus hermanos y sus padres cuando se le daba por el histrionismo. Puso la mirada al frente, la cabeza y los hombros levantados y el pecho saliente, acordándose más del personaje interpretado por un famoso actor inglés en El puente sobre el río Kwai, representando a un oficial británico prisionero de los japoneses --y esto si que le causó hilaridad, y aplicó una sonrisa a lo Humprey Bogart, de refilón--. Con paso seguro, aunque temblando por dentro, enfiló hacia donde se encontraban los gorilas acompañado por ese paso cansino del doc, a quien nadie creería egresado de un instituto militar y menos con un fusil sobre el hombro. *** El general de división EP Renato Hermozo pasó a ocupar la Presidencia del Comando Conjunto de la Fuerza Armada apenas el ingeniero cumplió algo más de seis meses en la presidencia de la República. Él había sido uno de los militarotes que se desternillaban de risa el día en que el ingeniero nisei ingresara al Círculo caminando como todo un tontonete, recordaba sus clases de premilitar dictadas en el colegio siendo aún alférez, y hasta le parecía haber tenido como alumno a ese ponja, aunque para él todos los nipones fueran igualititos. No obstante, cuando le pareció que el ingeniero era un hombrecito ambicioso y manejable, hasta le cayó simpático, porque además era obediente como un ordenanza: se equivocó, lo menospreció en extremo. Quien si le sabía a purgante era el tal Monterroso, el doctito, porque era de su misma estirpe y lo sabía capaz de cualquier cosa. No obstante, hombre imprescindible para sus planes que lo llevaron a permanecer siete años en el cargo que institucionalmente de año en año, de manera religiosa, los buenos militares dejaban para que lo reemplazara uno de otra arma, y así se iban alternando sin problemas; jamás un retirado podía ocupar el cargo, pero después del tancazo del 92 todo podía pasar. Con pinta más de un epicúreo burgués que de un hombre de armas, Renato era un tipo regordete, ventrudo, de continuo eructar y rápido de cuescos. Su pinta engañaba al más pintado, pues no siendo de maneras duras sino más suaves y persuasivas, todos lo sabían capaz de cometer la peor de las satrapías. Apenas empezó a compartir el poder, se percató que la parte sucia, esa de mandar matar terrucos, simpatizantes y hasta sospechosos de simpatizar con los insurgentes sin que le temblara el pulso, debería endilgárselo al doc. Total, tratándose de un hombre afecto a pactar hasta con el mismo diablo, como lo había demostrado trayendo la plata de narcotraficantes colombianos para convertirlos en sus aliados en la campaña presidencial del ingeniero, prometiéndoles regalías que estaba cumpliendo al pie de la letra. Y usándolos para que armasen a los guerrilleros con tal de poder manejar un presupuesto holgado diz que para la compra de armas, que mejor hubieran adquirido arcabuces y catapultas para lo que adquirieron a precio de ganga, por supuesto que con las facturas más infladas que vientre con trillizos. Y esa ideaza de contar con partidas secretas dentro del presupuesto para hacer trabajos de inteligencia, y que les permitiera forrarse más de lo jamás imaginado. El doc era una mierda, pero una mierda eficiente, pensaba el general Hermozo. Además, como bien creían los supersticiosos, al que pisa caca le viene plata. Todo esto recordaba Renato desde la prisión de San Jorge, adonde fue a parar junto con muchos de los comandantes generales de las diversas armas que lo respaldaran en su aventura bodaberrista –mismo Uruguay después de la subversión de los tupamaros con Zéndic-- con el ingeniero. Ya setentón practicaba su rutina diaria de ejercicios físicos, porque uno no sabía en que momento se le podía presentar la virgencita y salir de la prisión para disfrutar alguito de lo cientos de millones de dólares guardados en el extranjero sin poder siquiera haber podido pasar un tiempecito en la vieja Europa, sobre todo en Italia, cuna de sus antepasados, específicamente en la Sicilia de la que tanto le hablara su abuelo. Agarra la soga y da sus últimos saltitos en puntas de pie antes de meterse un duchazo de agua bien fría, para calmar los muñecos de la angustia que le corroe el cuerpo cuando se da cuenta que no sólo fue traicionado por el doc sacándolo del medio para deshacer el trío y sólo quedar juntos ese par de sátrapas. Porque ahí sí, consideraba, había sido todo un cojudazo, dejarse sacar así por así, sin siquiera chistar, traici0onado por los compañeros de promoción del doc, muchos de ellos generalotes contaminados por la podredumbre que él había ayudado a crear en el país. ¡Si hasta la guerra con los monos la perdimos!, recordaba, con esos helicópteros rusos de la época de Somoza en Nicaragua, por más que les hubieran dibujado aterradoras fauces en su fuselaje delantero, o los Camberra británicos comprados en los años 50 por el general Odría. ¡No faltaba más! © Maynor Freyre (fragmento de la novela "Par de sátrapas") |
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