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■ Tierra baldía
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2005-07-12 | |
No recordaba con exactitud en que lugar la había escuchado. Ni la circunstancia ni los circunstantes, pero la frase con toda su desoladora contundencia resonó en su cerebro aquella fatídica tarde. Lo más probable es que hubiera sido en una de esas trasnochadas reuniones dónde se dirimen naderías de variadas especies. Dónde el cansancio o la ingesta de alcohol, o la combinación de ambos, llevaban a que los recuerdos fueran fragmentarios y elusivos. Sí… seguramente fue aquella charla dónde se confrontaban las ventajas y las menguas de la noble institución matrimonial. Los casados con una mezcla de felicidad y resignación pontificaban sobre lo ventajoso: estabilidad emocional, vida familiar y baja probabilidad de enfermedades transmisibles. Los divorciados a su vez se regodeaban en su recuperada libertad y promiscuidad, en no tener que rendir cuentas a nadie. Por supuesto también estaba él. El perfecto nihilista, que estaba más allá del bien y del mal. Al que no le interesaba tan siquiera la amistad ni el amor eterno. Los solteros, por nuestra parte, evaluábamos toda la información; pero por cierto, haríamos nuestra propia experiencia con el método de error y aprendizaje.
Por último apareció el sujeto en cuestión, este hombre sin rostro en mis recuerdos. Y la frase que acababa de recordar: -Sin embargo… lo más terrible para un ser humano es la soledad… la soledad absoluta. Mientras recordaba el dicho, me preguntaba como había comenzado aquella pesadilla. Era una tarde como tantas otras en la oficina, En un par de horas dejaría mí lugar de trabajo e iría a la universidad. El cansancio me invadía lentamente, la noche anterior no había dormido preparando un examen final. -Daniel… voy un rato al baño… cualquier cosa me avisas. Dany sabia que ese rato significaba dormitar un rato sentado en el inodoro. Aunque parezca mentira unos pocos minutos de descanso obraban maravillas en mi organismo. Al instante de acomodarme caí en un sueño profundo y sin huellas. Como un limbo más allá del tiempo y el espacio. Me desperté sobresaltado, con la sensación de haber dormido en demasía. Mi cuerpo estaba adolorido y entumecido. Me acerqué al grifo y me refresqué el rostro con agua fría. Me acondicioné los cabellos y el nudo de la corbata, y salí rumbo a las oficinas. Ciertamente había dormido demasiado. Todo el lugar estaba acomodado, como si el personal de limpieza ya hubiera pasado. Los cestos sin papeles, los escritorios sin carpetas ni enseres y las computadoras apagadas. Parecía ser que Daniel se había olvidado de mí, y que nadie me había echado de menos. Estaba encerrado, y lo más probable es que fuera muy tarde para ir a la universidad. De todas maneras no podía quedarme ahí toda la noche. ¡La cara del jefe a la mañana siguiente! De solo pensarlo comencé la búsqueda desesperada de una solución. Recordé que cuándo me mandaban al archivo, por un breve trayecto de tres pisos, solía escaparme a la terraza para estirar las piernas y tomar algo de aire fresco. No sería muy difícil desde ahí acceder a las escaleras de servicio. Y por cierto no lo fue. Luego de descender en penumbras unos cuatro pisos, me dije que ya tenía bastante de oscuridad. Encontré una puerta mal cerrada y pasé a la escalera principal, iluminada y con amplios ventanales que daban al exterior. Infortunadamente los vidrios eran oscuros y no podía calcular que hora sería. En el quinto piso me asomé a la recepción de una compañía de seguros. El reloj de cuarzo parpadeaba a las cinco. ¿De la tarde? ¡Era muy temprano para que hubieran cerrado las oficinas! ¿De la madrugada? ¡Tanto había dormido! Ya estaba llegando al hall de recepción. Lo único que esperaba que haciendo la vigilancia estuviera Luis, un hombretón sumamente comprensivo que olvidaría este desgraciado acontecimiento. -¡Luis!... ¡Luis!-Nadie contestó a mi llamado. Me acerqué a las grandes hojas de nogal y empujé. Estaba de suerte… cedieron. Hay ciertos parámetros que uno tiene incorporados como inmutables. Por ejemplo al salir de un edificio, recibir una avalancha de ruidos. El voceo del canillita de la esquina; las risas de algunos niños jugando. El ladrido de algún perro, los bocinazos destemplados, el ulular de una sirena. Nada. Absolutamente nada. Miré en derredor, y no solo pude percibir la ausencia de sonido. No veía a nadie. Turbado alcé la vista al cielo, tenía un color amarillento indefinido, tanto podía ser el amanecer como el crepúsculo. La ancha avenida en diagonal tenía hacía su izquierda una plaza que lucía desolada. A su derecha una enorme y puntiaguda mole de mármol blanco. Caminé en dirección de un automóvil que estaba próximo a mí. Tenía las llaves puestas y trate de darle arranque. El motor estaba muerto. Corrí hasta otro. También tenía las llaves. Tampoco arrancó. Destapé el tanque de nafta, y el penetrante olor me indicó que tenía combustible de sobra. Todos los negocios estaban cerrados, pero con un orden sobrecogedor. Como ejemplo, un restaurante tenía todas las mesas y sillas apiladas, los maceteros de la entrada alineados y la vereda como recién baldeada. En el escaparate de una joyería todas las alhajas en exhibición. Y los relojes… los relojes… ¡¿Pero que pasaba acá?!... ¡Marcaban las cinco en punto! Durante algunos minutos observé las manecillas. El parpadeo de los números digitales. No avanzaron un ápice. A esta altura, y mientras seguía la búsqueda de algún ser viviente, comencé a evaluar ciertas hipótesis. Si había sido una evacuación masiva, todo estaba demasiado ordenado. Lo mismo regía para los desastres naturales. Y algún arma de destrucción masiva. Quedaba, por último, la posibilidad de alguna aberración espacio-temporal. Había leído algo en unos de esos libros que se compran en el metro, con títulos tales como “Aprenda física cuántica en 20 clases”. Ya estaba corriendo de cuadra en cuadra. De manzana en manzana. Estaba tratando de encontrar cualquier vestigio de vida. Aunque fuera un perro o un pájaro. Sabía que si entraba en pánico todo sería mucho peor. Tenía que dominarme, pero un terror sordo me subía por el esófago. Extenuado me detuve a tomar aire. Todo el cuerpo había entrado en convulsión, Temblaba y el sudor frío me caía a raudales. Una tenaza helada desde el centro de mi corazón arrojaba oleadas al resto del organismo. La sangre parecía haberme abandonado. Sin embargo parecía que la crisis estaba pasando. Con un supremo esfuerzo controlaba mi respiración y las nauseas. Ya había dejado de tiritar. Estaba mucho más tranquilo. Cuándo recordé la frase del hombre sin rostro: -Sin embargo… lo más terrible para un ser humano es la soledad… la soledad absoluta. Desanimado me senté en la acera. Y mientras apoyaba mi espalda en la fría pared azulejada, oí los golpes en la puerta, y la voz tranquilizadora de Daniel que decía: -¡Eh… viejo!... ¿Todavía estas ahí? |
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