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El día de la votación
prosa [ ]

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por [peñadejesus ]

2013-04-30  |     | 



Era a mediado de un mayo caluroso. Uno de esos días que recuerdan la ardua labor del agricultor que se afana en hacer parir la tierra a fuerza de sangre y sudor para llevar al seno de la familia los alimentos necesarios que les permite sobrevivir. Uno de esos días entre el primero de mayo que conmemora la lucha incansable de los obreros por mejores salarios y el treinta y uno que recuerda la voluntad libérrima de un pueblo por conseguir su libertad en contra de la oprobiosa tiranía que pretende sepultar los sueños de la juventud, pasando por el más hermoso día para que un hijo se acuerde de las penurias que pasó la madre, tanto por llevarlo en el vientre, darlo a luz y criarlo.
Era un día caluroso desde el amanecer, que presagiaba lluvia mientras más avanzaban las horas tempranas de la tarde. Rafael Antonio Rodríguez Peña se había levantado a realizar el sagrado deber de ejercer su derecho al voto. Días antes los compañeros del partido lo habían reactivado de cuatro años de latente inmovilidad social para que apoyara al gobierno de turno ante los fieros propósitos de la oposición de echarlos una vez y para siempre del poder. Él recuerda que esa vez no hubo problemas para votar. Ese día llegó al centro de votación, presentó su cédula y marcó con una cruz la foto del presidente en su segunda reelección. Muy agradecidos estuvieron los compañeros con su voto, ya que les garantizaba cuatro años más halando la teta de la res pública.
Era casi medio día cuando se dirigió como de costumbre al colegio electoral en el que le tocaba votar. Vestía unos pantalones azul marino, una camisa gris y su sombrero oscuro. No quería que su vestimenta delatara su intención del voto ni que se lo anularan por algo tan elemental. Ya conocía el empeño que ponía los delegados políticos por defender sus votos. El primer vocal lo condujo a la mesa donde lo recibieron con un cordial saludo. Él se sentía muy fresco en medio del calor agobiante que sentían los miembros del colegio electoral, principalmente miraba con preocupación al presidente que con saco y corbata sufría el rigor del calor con una vestimenta a la que no estaba acostumbrado en su vida de profesor. Lo había desempolvado de su armario porque aquella era una situación especial.
En verdad sudaba bajo el calor irresistible de mayo que aumentaba mientras las horas rondaban el medio día y la insoportable presión de los delegados políticos, siendo los más intensos los pronunciamientos del partido mayoritario en la oposición quien había sido orientado para defender a capa y espada los votos de los compañeros del partido obstaculizar con ahínco los votos del partido de gobierno.
El secretario tomó su cédula y con extrañeza observó la foto desteñida de su cédula y la comparó con su rostro pálido: algo no andaba bien en su documento de identidad deteriorado y su faz que parecía más joven que sus setenta y dos años. No dijo esta boca es mía. Se limitó a pasarla a su ayudante para que lo localizara en el registro de votantes no sin antes decir el nombre del ciudadano a los delegados políticos para que también lo buscaran en sus respectivas listas. Todo fue en vano: Rafael Antonio Rodríguez Peña no aparecía ni en los centros espiritistas.
Vio con frialdad como el secretario se acercaba al presidente del colegio quien con tono paternal le decía:
-Lo siento señor Rodríguez, pero usted no puede votar en esta mesa porque usted ya está muerto y bien muerto.
Todo aquello lo impactó de manera contundente, lo hacía buscar respuestas en su interior de cómo era posible que se hubiera muerto y no se había dado cuenta, cómo los compañeros del partido estaban enterados de su muerte y no se lo habían comunicado y él pasando por aquella vergüenza. Fue entonces cuando se desboronó y cayó al suelo convertido en un montón de polvo, que el fuerte viento de la tormenta que se acercaba se encargó de esparcir por el pueblo hasta llegar al cementerio donde debían descansar sus restos desde hacía doce años.

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