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Carta con trasfondo de boleros
prosa [ ]

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por [Alfredo ]

2005-10-10  |     | 



CARTA CON TRASFONDO DE BOLEROS

Querido . . . . :

Es hora de hacer nuestro balance. Hace ya varios años que te vi por última vez, y hoy he despertado pensando en ti, quizás porque todavía me acuerdo de tus últimas palabras. Solo, rodando por el mundo, y sin poder llorar, me doy cuenta que esto ha durado, conscientemente o no, más un cuarto de siglo, y que quizás no te vuelva a ver, que evites ese último encuentro que ya sería una confrontación, ahora que no nos podemos mentir.
Por eso te escribo esta carta. Abro los ojos para no ver aquel chiquillo tan moreno, agarrado de la falda de mi tía, la pobre, bajo aquel sol tan terriblemente de la terraza, mientras el tío me obligaba a sentarme en sus rodillas y me aseguraba que iba a pasarlas muy bien, que no era de hombres llorar porque viviría por unos meses lejos de mi familia.
Creo que me comenzaste a odiar ese día.
Yo era el extraño extranjero, con su ropa nueva y su acento amariconado, que venía a disputarte el amor de tu madre de crianza. Sin embargo, hicimos las paces, y llegó el día en que, luciendo idénticos trajes grises (comprados por mi madre, porque le dabas pena, y no tenías la culpa de ser el hijo de la querida del marido de su hermana, desgarrado entre dos lealtades), nos graduamos de primaria.
Hacíamos una extraña pareja, tú, tan alto, con tus labios gruesos y tus ojos amelcochados, serio como un chavito prieto, y yo, chiquito, blanquito, delgadito. Aunque nos presentaban como parientes, la gente sabía quién era tu padre, y si hablaban, lo hacían discretamente, por el miedo mortal que infundía, y los préstamos que todos le debían.
Nadie que nos hubiese visto juntos, tan angelicales, hubiese sospechado que ya entre nosotros existía el secreto del placer, descubierto no sé cómo una de esas tardes en las que, para descansar un poco y tener tiempo para cuidar de sus canarios y periquitos y palomas y cuanto bicho raro (ya sé, ya sé, otra palabra de las que no podía usar) le ofrecían, la sufrida esposa sirvienta nos dejaba jugando solos en la bañera.
Teníamos pilas de soldaditos y vaqueros e indios y caballos, ¿recuerdas? Y un botecito. Sí, ahora lo puedo ver, un botecito como el de una película de Disney. Nos gustaban los botes. Cómo no podía ser de otro modo, si pasábamos todos los domingos en la caseta del yate de tu padre, corriendo Detrás de las cocolías y evitando el fango y los colmillos de cierta cochina muy celosa de sus crías, mientras él se llevaba a sus amigos a pescar y la esposa sirvienta preparaba cena para los invitados.
Inventábamos historias de amor. Todas tenían que ver con aquella chiquilla rubia, Ángela, que traía a todos los chiquillos de la escuela pública a la que asistíamos en un patín. Tía me regaló una paloma blanca, de esas que hincha el cuello y abre la cola en abanico y la bauticé con el nombre de la sirena de los recreos. Las muchachas me preferían por mis buenos modales y por escribir poemas. Lo tuyo, ¿celos o envidia? ¿Qué nos llevó a experimentar? ¿Era acaso que ya la tenías más grande, y querías demostrar que en algo eras superior? No importa. Sólo el placer fue real, tan real, que pasé dos años intentando recrearlo cuando regresé con mi familia, aprendiendo infinitas variaciones de dar y recibir y una cierta palabra que me grité al espejo un día, con la ira seca de una autodefinición.
Porque durante esos años de separación, conocí a un checoslovaco de pelo anaranjado y ojos verdes, dos años mayor que yo, a quien seduje con conversaciones sobre sexo y quien me sedujo con su deseo macho y sudoroso de adolescente caliente. Un momento clave de mi vida fue aquel en el que, al sentir su cuerpo fuera de control sobre el mío, protegido yo por un distanciamiento que siempre he llamado mi virginidad mental, me di cuenta que su deseo me daba poder sobre él. ¿Y puedes creer que le tuve pena? (o que hoy en día llamo caridad cristiana). Pobre hombrecito desesperado, tan lindo, con sus ojazos verdes cerrados, susurrándome, “¿Verdad que te gusta? ¿Verdad que no lo haces con más nadie?”
Mas nunca quiso besarme. Eso lo aprendí de otro, una fiera un año menor que yo, que me agarró una tarde en mi cuarto mientras nuestras familias, encerradas en el comedor, celebraban una sesión espiritista... Me hizo rodar con él debajo de la cama y se me trepó encima mientras nuestras bocas insaciables no se daban abasto. Probablemente ahora esté felizmente casado y divorciado y vuelto a casar. Me pregunto que pasaría si lo volviese a ver. Lo mismo que me pregunto de tantos otros. Probablemente lo que pasó contigo, que quiero olvidarte pero no he podido.
Y pasados dos años, regresé. Desde que tomé el avión con mis padres sabía lo qué iba a hacerte. Toda la familia en la terraza, celebrando el retorno que significaba mucho más: “La situación política está que arde. Allá no queda futuro. Hora de retornar al terruño. Pero quiero que los nenes se vengan primero, para que no pierdan tiempo en los estudios. Primero él, luego la nena.” Te arrastré al cuarto, y después de informarte que había aprendido cosas nuevas, te tendí en la cama y te bese como nadie nunca antes de había besado.
Y ya no fuimos tan inocentes. El balcón que conectaba por fuera nuestros cuartos nos vio pasar tantas noches de una cama a la otra, haciendo de nuestras vidas una larga película de suspenso. Había que esperar el ruido del aire acondicionado que indicaban que tus padres se habían finalmente retirado, ella a rezar de su manual de Alan Kardec, y él a mirar telenovelas y noticias. Había que esperar que él fuera a mear por lo menos una vez. Había que esperar que ella saliera de nuevo a asegurarse que todas las puertas tuvieran cerrojo, que todas jaulas estuviesen cubiertas por sus respectivos mosquiteros. Había que esperar que entrara sigilosa a nuestras habitaciones para un último beso, mientras, con las manos heladas y el corazón a cien por hora fingíamos el sueño de los justos.
Y después, casi el paraíso, batallando los rechinos delatores del colchón, deseando la gracia suprema de pasar juntos todo una noche, como los caballos contrarios del cuento platónico. Por la mañana, adversarios de nuevo, rivales en la escuela, rivales en la casa, rivales de nuestros propios corazones, compitiendo por el cariño de esa mujer que no había parido a ninguno de los dos pero que yo consideraba mía por lazos de sangre y tú considerabas tuya por ese otro lazo que ahora admito tan fuerte y válido como el mío.
Llegó mi hermana y tu padre se llenó de esperanzas. Ni tú ni él contaron con el odio mortal y oracular que su trato de la esposa sirvienta le había granjeado entre las mujeres de mi familia. ¡Cómo le hubiera gustado verlos casados! Hubiera sido otra marca del triunfo del proletariado metido a burgués prestamista. Pero aquella mujercita de batolas desleídas, medias caídas sobre los tobillos, y pantuflas desteñidas pesaba más entre los tuyos y los míos más que un quintal de fichas negras.
Tú, con novia. Yo, con novia. Le cogiste un odio mortal mi pana de la high, aquel macizo y apetecible muchachote nuyorikan, con los pantalones tan apretados que todo el pueblo apartaba la vista. Lo deseaba con un resabio de angustia. Muchas tardes que pasé en su cuarto, ambos en jockeys, sin que nada pasara. Pero una tarde, en tu cuarto, se me tiró encima, caliente como un cabro. Más pudo aquella angustia que el deseo y mi fingida inocencia le inspiró un sentimiento de caballerosidad protectora. No sabes cuánto me he arrepentido desde entonces. Uno que se me quedó sin hacer.
Llegó la graduación de escuela superior. Tu padre quería que me quedase a estudiar en la universidad del pueblo. Yo escogí mudarme a la capital, romper amarras, dejar que el tiempo borrara todas las heridas (demasiados por-puestos, seguramente). Una vez en la universidad, tuve la mala pata de enamorarme de un jincho jipato cara de caballo, hijo de médico, quien rompió una relacion por demás platónica cuando su padre le hizo ver que cualquier amistad con maricones pondría en peligro su futuro profesional Tuve aventuras en baños y edificios a medio construir. Conocí a un gringo que trabajaba para la telefónica, un macho tierno que me quiso mucho por cinco semanas pero con quien mi madre me hizo romper cuando una vecina compasiva le contó que el accidente en el que mi enamorado se había roto una pierna había sido una pela propinada por bugarrones en la poza frente al Capitolio.
Y después, al adquirir un novio de la aristocracia burguesa de Yauco, una lenta introducción al caculismo social. Los revolucionarios con novia y marido. Las locas alborotosas de teatro—sí, hasta ese gurú de fama. Intelectuales panzones, borrachones, prematuramente avejentados, y sobre todo respetables, acompañados siempre de musas de alta clase media, niñas bien emparentadas con el Ateneo. Amigos que jugaban a las camas musicales, cada noche un amor, pero jamás con gringos o te denunciaban por asimilista. Y yo, casado y fiel. Mi vida a los dieciocho años era más que limpia. Pendeja.
En uno de esos viajes folklóricos para recoger plantas y piedras alrededor de la isla que se habían puesto tan de moda en esa época (conociendo a Puerto Rico para quererlo mejor), fui a visitarte con mi novio, mi hermana y una prima. Creo que ya estabas comprometido. Qué guapo te habías puesto. Alto, moreno, un tipazo, con aquellos ojazos liminares y la sonrisa del Leonardo en la Gioconda. Esa noche te apareciste junto a la cama que el otro y yo compartíamos, listo para entrar en acción. Al otro casi le dio un soponcio ante lo insólito de la situación, con tus padres durmiendo a pocos pasos, mi hermana y mi prima en el cuarto de al lado. Yo me hubiera atrevido, pero el otro era mucho más . . . respetable: “Uno pasa, mijito, pero dos never.” Así que me fui contigo a tu cuarto y te monté un pleplé sobre la fidelidad en cualquier tipo de relación, palabras vacías que cumplieron su propósito. Te quedaste callado. No nos volvimos a ver.
Pasaron los días y pasaron los años. Me fui a estudiar el doctorado. A mi regreso a Río Piedras, uno de mis estudiantes me tendió el cerco, matriculándose en todas mis clases. Por otro lado, yo ya no toleraba el insularismo hipócritamente mojigato de mi adolescencia. A seis meses de habernos conocido, comenzamos una nueva vida juntos, en Nueva York. Eventualmente toda mi familia, acosada por sus ideales políticos, rechazada por la parentela, sin ánimos paras sobrevivir en el venenoso clima darviniano de la isla, vino a parar a Norteamérika. Y cuando al fin tuvimos la felicidad casi a la mano, una casita blanca en un pueblo de tarjeta postal, mamá cayó enferma. De cáncer. Su hermana, la esposa sirvienta, se armó de valor para exigir su primer viaje fuera de Puerto Rico en 50 años. Y tú la acompañaste.
Mi compañero, a quien mi familia había aceptado como otro hijo, quedó impresionado con la belleza de aquel varón maduro cuyo rostro reflejaba una tristeza tan permanente como indefinida. Te puse al corriente de todo lo que me había sucedido y adoptaste una actitud de cautela abierta: “Yo no tengo nada en contra de . . . “Algunos de mis mejores amigos son . . .” Me contaste de tu matrimonio, tu hija, tu divorcio, lo que significaba vivir en un pueblo en el que, por no tener queridas ni poder beber por tu condición hepática, no tenías estatus de macho alfa. Mamá pasó la crisis y ustedes partieron. Mi compañero, en un momento de candidez, confesó: “Me hubiera gustado acostarme con él y contigo.” “Es casado,” contesté incrédulo. “No seas pendejo. ¿No de diste cuenta cómo te miraba?”
Pero, a escasos meses de haber partido, tuvieron que regresar. Mamá entraba en su fase terminal, y su hermana se dispuso a una última despedida. En mí surgió la determinación de no dejarte escapar esta segunda vez, de comprobar la intuición de mi compañero, y más, de hacerte pasar una suprema prueba. Hacerme el amor sería, después de todo, algo más fácil que difícil, dada nuestra historia. Pero si hacías el amor con otro . . . y ya tenía a mi lado un voluntario.
Llegaron para el día del pavo. Mi padre había mudado la cama matrimonial al primer piso por ahorrarse subidas y bajadas. Mi hermana y sus niños, en el primer dormitorio del segundo piso. Tu madre, en el segundo dormitorio. Tú, en la parte atrás, en lo que era mi dormitorio. Este cuarto conectaba con la cocina por una escalera trasera. En la cocina, en bolsas de dormir, mi compañero y yo. Dejé que descansaras la primera noche. La segunda, en una extraña repetición de nuestras angustias adolescentes, subí.
Me tomo casi media hora negociar las escaleras, que amenazaban rechinar y crujir penosamente a cada uno de mis movimientos. Las viejas casas de madera son chismosas y soplonas Diez minutos abrir la puerta del cuarto. . Iba desnudo y aterido, reviviendo la escena primaria de nuestros encuentros. Entré. Me detuve al lado de tu cama, acobardado, indeciso. De repente, una mano me arrastró hacia debajo de los edredones, y quedamos suspendidos en un espacio de nuestra exclusiva creación, donde habíamos abolido el tiempo. Me susurraste una pregunta: “¿Cómo supiste que te seguía esperando?” Te contesté evasivo que siempre daba en el blanco. No quedaste satisfecho. Querías saber qué en ti me había delatado tu deseo, qué exponía tu secreto. Pudiste haber parado a tiempo con decirme “mira niño, es un juego y nada más, pero no lo hiciste. Tu cuerpo contestó tu propia pregunta. Tu amado cuerpo, todavía sorprendentemente frágil, delicadamente tierno, tan de crucificado criollo, hirviendo ahora, celebrando ahora, hablando su propio lenguaje incontrolable. Yo también pregunté algo. Y tu rostro quedó grabado para siempre en mis pupilas al contestarme, con la más irresistible de las sonrisas: “Soy fácil. Cuando me calientan prendo de medio maniguetazo.” Y así fue. Al poco rato salí del cuarto para que entrara el otro. Me encargué que esa noche vivieras tus fantasías más inimaginables. Fue mi regalo.
Al otro día, sin embargo, me buscaste con torturadas y penosas explicaciones. “Nada como una hembra pero me gusta probarlo todo.” “Cuando estarteo no hay quien me pare.” Comenzaste a evitarme ostentosamente, como si fuera un apestado. Comenzaste un cortejo descabellado y exhibicionista de mi hermana. Tu madre y la mía se dieron cuenta, se preocuparon por las eventuales consecuencias. En la mesa del desayuno, frente a la familia reunida, dejaste saber: “Creo que a tu hermana la voy a volver a ver muy a menudo. A ti, en cambio, no te volveré a ver nunca.” Sentí el dolor agudo de los adolescentes por primera vez traicionados. Pero callé. Te considero propiedad privada. Ni cuando me haces daño te comparto.
Después que mi compañero y yo hubimos partido de regreso al trabajo, tu madre y mi madre aconsejaron a mi hermana que evitara tu compañía por el resto de la visita. Pero ella, sin pelos en la lengua, les dejó saber que no habías hecho el viaje por ella, que ya te habías acostado con quien te habías venido a acostar. Resulta que también había sabido leer tus miradas, tu rabieta machista. ¿Qué habría en tus ojos cuando me mirabas, que otros pudieron percibirlo? Esa es la respuesta a tu propia pregunta. Pero te faltan cojones para contestarla.
Y aquí estoy, sentado en este bar, haciendo por mi cuenta un balance del pasado, sin rencor. Quisiera largarme en aullidos feroces ahora que me he sacado este peso de encima, pero no lo hago. Me han contado de tus extrañas y ambiguas aventuras en ese pueblo que es tu cárcel y refugio. Comprendo que tu vida haya sido puro teatro, pero no me importa. Paladeo este sentimiento duro, esta certeza templada en el fuego del tiempo, creciendo a cada minuto, sin avergonzarme en absoluto por haberte querido, por seguirte queriendo, porque al fin y al cabo es lo que me hace hombre, no tenerle miedo a la palabra amor.

Tuyo,

ALFREDO VILLANUEVA COLLADO
NY 2005

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