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DEOLINDO, EL DE PUNTARRIELES
prosa [ ]

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
por [Adolfo_Pérez_Zelaschi ]

2005-10-11  |     |  Inscrito en la biblioteca por Osvaldo Drozd



Nadie, salvo él, Deolindo, y porque lo estaba esperando, hubiera podido oír la lejanísima señal de la locomotora, todavía muy pampa afuera como para ser vista desde allí.
-Ahí está -dijo en voz alta, en realidad sólo para sí y para sus perros, que eran su única compañía.
Recogió sin apuros la vieja bandera de señales y salió al andén vacío, en cuyo extremo se levantaba como un fantasma con zancos, redondo, alto y ahora inútil, el tanque de agua.
Deolindo miró el pálido horizonte -ondulada aquí y allá por los médanos su línea separaba como a cincel al azul árido del cielo de la seca amarillez de la llanura- el punto del Oeste donde se perdían los rieles y desde donde venía el sonido como un débil y distantísimo mugido.
-Tá lejo... -volvió a decir mientras caminaba despacio hacia el extremo del andén; éste era ya apenas una plataforma de tierra endurecida, separada de las vías por un parapeto largo y bajo, roído por la intemperie, cuyos extremos se confundían con el suelo pedregoso sin solución de continuidad, y de cuyo piso de macadán casi no quedaban rastros, con un tranquilo medio inseguro, porque los años dejan rastros en los huesos y Deolindo se acercaba a los setenta.
La tarde era clara, seca y fría, como casi todas las de otoño en esa zona de la pampa árida, pero todavía el sol ardía con fuerza desde el perfecto cielo sin nubes y a Deolindo le gustaba quedarse allí, calentándose los lomos a la espera del tren. Eran tres buenos amigos, él, el sol y el tren. Y también, desde luego, los perros. Hasta que el convoy se hiciera visible sólo el largo bocineo de su locomotora sería la única señal de su cercanía. Las máquinas de ahora no despedían alegres copetes de humo o de vapor como las que llegaban hasta ahí cuando Kilómetro 899 era punta de rieles, cuando la estación se llenaba de gente a la hora del tren, cuando él, Deolindo, era muchacho, en fin...
-¡Lindos tiempos! -murmuró como lo hacía cada vez que se quedaba en el lugar donde el borroso andén se borraba del todo y donde por eso mismo concluían los terrenos de la estación y con ellos el mundo de Deolindo. Lindos tiempos, que apenas recordaba y podía, pues, embellecer a su gusto mientras esperaba el paso del tren con l abandera en la mano y ya desplegada.
Fuera del hombre y de sus dos perros, poco más había ahora en Kilómetro 899: cinco o seis casas de ladrillo sin revocar, habitadas como por empecinadas sombras o fantasmas y restos de otros tantos ranchos cuyos techos se había llevado el viento del Sudoeste. Y, naturalmente, la estación, compuesta por varios recintos grandes y cuadrados, dispuestos en una hilera paralela a las vías y construidos como sabían hacerlo los ingleses, dueños por entonces del ferrocarril. Como ella estaba presente en los primeros recuerdos de Deolindo, a él le parecía plantada allí desde siempre, como si fuese la matriz de todo lo conocido, y, sobre todo, de aquellos lindos tiempos imprecisos y remotos cuando Kilómetro 899 era punta de rieles -así la llamaban: Puntarrieles- y podía confiar en el porvenir.
Deolindo no alcanzaba a entender bien por qué a aquel tiempo feliz había sucedido este otro. Además, como todo ocurrió despacio, los cambios casi ni se vieron hasta el momento en que, sumándose unos a otros, se hicieron aparentes.
Él había nacido allí, y allí moriría, agarrado al lugar como un árbol que nace de una semilla caída al azar en una grieta y que crece solo y sin ayuda de nadie y muere también solo y sin pedir auxilio. Su padre había sido un hombre del viento, quizá algún peón "golondrina" de los que llegaban en tiempo de cosecha y se iban luego, o de huésped ocasional de la fonda donde su madre trabajaba como lavandera. De todos modos, su padre, y su madre, y él, eran gente de abajísimo, de esa casi sin nombre que forma el piso de los pueblos.
Él ignoraba que la pampa no es igual desde su litoral marítimo o fluvial hasta las primeras escarpas de los Andes, a mil kilómetros de océano, sino que va perdiendo humedad a medida que se aleja del agua nutricia, y con ello verdor, ríos, lluvias, poblaciones, vida, en suma, hasta convertirse en la estepa amarillenta, ocre, a trecos leonada, cubierta por aislados palonales, ralos montes espinosos y salpicada de salinas y médanos. Entre el verde intenso y jubloso de los herbazales y las praderas del Este y el blancoamarillo de los arenales del Oeste, el profundo y fertilísimo humus se va adelgazando poco a poco; en la pampa seca debe arárselo con cuidado, sin profundizar el surco; más allá, ya no existe o forma como oasis entre pedregales. Entre esas regiones no hay límite fijo: los colores del paisaje cambian insensiblemente y sus variaciones se advierten tanto más cuanto con mayor rapidez se mueve el observador. Es inimaginable recorrerlas a pie, pero quien lo hiciera -los "linyeras", por ejemplo, esos vagabundos de la llanura- tardaría semanas en notar alguna modificación en la infinidad de la llanura; a caballo, harían falta días; el ferrocarril permite distinguirlas en cuestión de horas y desde el avión a veces bastan los minutos para ver el distinto temple de las zonas.
La ancha franja intermedia tampoco está fija: suele correr lentamente de Este a Oeste o de Oeste a Este, por causas todavía desconocidas, y ese movimiento dura décadas enteras y aún generaciones. La imprudente mano del hombre parece haber intervenido también para modificar los ciclos, talando los montes, expoliando la escasa fertilidad de las tierras límite, desecando ríos y lagunas. Ese movimiento de los climas había convertido poco a poco en solitario páramos y achaparrados e inservibles espinares lo que a comienzos del siglo fueron campos cultivables. Los pobladores se fueron yendo despacio, renuentemente, a medida que comprobaban que las sequías se agudizaban anualmente, que las lluvias eran cada vez más cortas y menos densas, que el viento arreaba los médanos sobre las tierras de cultivo, que allí donde antes brillaba una laguna sólo quedaba un ojo de tierra agrietada, blanca y reseca, y que las aguas subterráneas se volvían cada año más profundas y esquivas, cuando no saladas, amargas.
Las vías habían llegado hasta allí por las mismas razones que todas las demás que cruzan los montes y las llanuras del mundo. En aquella región ahora infértil se cosechaban cereales y crecían los ganados, se hacía carbón con la madera de los montes y hasta se talaban éstos para leña. A su vez los pobladores recibían de otras partes lo que necesitaban para vivir y trabajar: muebles, herramientas, máquinas, cal, chapas... Había, pues, cargas que llevar y traer, gente que iba y que venía, y el ferrocarril avanzó por la llanura hasta detenerse, hacia 1900, en esa estación final a la que llamaron, a falta de otro nombre Kilómetro 899, porque éstos eran los que distaban de Buenos Aires. Y no siguió adelante porque un par de leguas hacia el Oeste comenzaban los páramos, las tierras áridas, los pedregales, la pampa vacía y sin nada. Como en todas partes la estación fue la semilla de un pueblo: alguien abrió un almacén frente a ella; otro, una fonda; algunos levantaron sus casas y los más pobres, ranchos...
Huérfano, y abandonado por su madre, "guacho", en fin. Deolindo creció como pudo, y como era empeñoso y servicial el jefe de la estación lo hizo ingresar en el ferrocarril luego de tenerlo como peoncito o "agregadito", lo que es ser menos que hijo y algo más que sirviente, hasta los catorce años. En el último de los puestos, desde luego, porque el abecé no le había entrado en la cabeza y el muchacho sólo logró leer a tropezones, y poco, a escribir todavía menos o casi nada.
-¡Lindos tiempos! -volvió a decir Deolindo, mirando alternativamente el extremo de los rieles y las carreras de sus perros, que quizá habían dado con el rastro de un roedor, y tendido el oído hacia el Oeste hasta que escuchó de nuevo el apagado clamor.
Entonces los grandes carros planos, las "chatas" tiradas por varias yuntas de caballos llegaban a la estación cargadas de bolsas de grano, los trenes que las esperaban ocupaban los cuatro pares de vías, el gran galpón de enfrente, ahora ennegrecido por el tiempo y destartalado por los huracanes y los depredadores, despedía, repleto, un seco perfume de trigo y arpillera de yute y cuando, cuatro veces por semana, llegaba a Kilómetro 899 -casi un juguete: una maquinita, un vagón y el furgón postal- siempre había gente en el andén, y sulquies, breques y volantas, y hasta algún Ford que se atrevía por esos andurriales, sin contar los diez o doce caballos atados a la barra. Llegaban pasajeros, se iban pasajeros y, como todos se conocían, saludábanse a gritos y con grandes ademanes:
-¿Qué lo trai por aquí, don Floro?
-Gusto's verlo, amigo Peñalver: Usté siempre como a los veinte años, ¿eh?
Y ya tengo mis cincuenta, y ahí me ve...
-¿Y la patrona? ¿Y su hija?
-Todos bien... Supe que la señora suya tuvo otro varón...
-La semana pasada... Todo bien. ¡Varones necesitamos aquí: Kilómetro se va p'arriba...
Y ya también a él, Deolindo:
-¿Qué tal? Vos siempre por aquí...
-Firme como fierro, don Crispo. Y siempre pa'servir...
Don Crispo -¿habría muerto ya?, fue de los primeros que vendieron todo y se fueron- le decía entonces:
-Si vos llegás a faltar... ¡se acabó el ferrocarril!
Los amigos se reían y él también, aunque eso que le decían en broma él lo sentía en serio. ¡Lindos tiempos!
Todos lo apreciaban por voluntarioso, por leal, por bien dispuesto -quizá por simple-: no le importaban el desollante sol del verano, ni las gélidas madrugadas de junio, cuando cada terrón parecía un cascote de hielo negro bajo el manto de la escarcha.
El juego de los climas -y también la avidez del hombre que agotó pronto esa tierra de limitada fertilidad- se invirtió antes de que Kilómetro alcanzara tres o cuatro leguas más al Oeste, en pocos años avanzó hacia el Este, rodeando de aridez extrema aquella punta de rieles a un camino que de pronto concluye en ninguna parte.
Y comenzó la lenta catástrofe.
Los trenes de carga ralearon; el galpón nunca más volvió a llenarse de bolsas; un horno de ladrillos, que alguien había empezado a hacer, quedó inconcluso y ni siquiera fue negocio talar el monte para usar su madera. El trencito de pasajeros fue espaciado a dos veces por semana -los martes y los viernes- y luego a una sola, los domingos, que cada vez eran más tristes y opacos. Aún así, cuando se detenían en el andén después de salvar la distancia que separaba Kilómetro 899 de la estación anterior -un largo tramo de casi cinco leguas- sólo se apeaban de él el maquinista, el foguista, el guardatrén y el estafetero; en verano, sofocados por el polvo y el calor; en invierno, arrecidos por el continuo y helado viento.
-¿Qué tal, Deolindo?
-Aquí'stoy, nomás, como fierro.
-¿Novedades?
-Ninguna.
-¿Y cuándo te vas de aquí? En Kilómetro 899 ya no los perros quedan...
Deolindo defendía débilmente a los poquísimos pobladores que todavía no habían emigrado:
-Alguien hay, no crea: ta doña Rosa n'el almacén, y la viuda'e López, y...
Los otros se reían y le palmeaban la espalda:
-¡Qué Deolindo este! Si llegás a faltar...
-¡Se acabó el ferrocarril!, completaba él, siguiendo la vieja broma, y todos se iban a tomar unas copas y a comer algo en el almacén, porque ya no fonda quedaba.
El jefe que lo había criado a medias se jubiló y se fue; sus cartas, muy pocas, acabaron por llegar sólo para Navidad, hasta que una de ellas, escrita por un pariente, le avisó de su muerte y, algún tiempo después, también la de su mujer. Deolindo quedó huérfano por segunda vez.
Quizá por eso se aferró todavía más a ese trocito del mundo, el único que conocía: la ya escasa gente que quedaba en Kilómetro 899, buena y amistosa; la estación, cada vez más perdida, más aislada, más rodeada por los médanos y donde el tiempo sólo se mostraba en el paso de los veranos y los inviernos.
De pronto el orden invisible y poderoso que gobernaba el ferrocarril -para Deolindo sólo corporizado en el inspector que venía de "adentro" (este "adentro" era un adentro paradojal, porque estaba al lado del mar, en Buenos Aires, asomado hacia el mundo) o en la de algún ingeniero que llegaba a aquella punta de rieles como por curiosidad- suprimió también aquel tren fantasma que ya no llevaba a nadie a ninguna parte.
-¿Y ahora? -preguntó Deolindo, desconcertado, y el maquinista José, que le había dado la noticia, le explicó:
-El tren llegará sólo hasta el kilómetro 860. A mí me trasladan a Carhué... Y a Pedro -Pedro era el guardatrén- lo jubilan...
-¿Y yo?
-No sé. Algo te dirán, sin duda.
Se lo dijo, en efecto, el inspector, unos días más tarde. Trenes no habría más, ni de pasajeros, ni de carga, porque aquéllos eran tan pocos y éstas tan escasas que la superioridad los estimaba inútiles. Y mientras esa remota y todopoderosa superioridad -Deolindo se la imaginaba con entorchados y galones, como los de un oficial del Ejército que había visto una vez-, él se quedaría allí encargado del cuidado de las instalaciones.
Trabajan en los ferrocarriles ciento cincuenta mil hombres, miles de estaciones jalonan ocho mil leguas de vías, algunas más grandes que catedrales y recorridas día a día por cientos de miles de pasajeros, otras tan perdidas, pequeñas, solitarias como el propio Kilómetro 899... Fue, pues, casi natural que nadie se acordara más de aquella punta de rieles que hacía años había gozado de una fugaz prosperidad y ahora clausurada e inservible, hundida entre pedregales y médanos vivos. Ni de ella ni de Deolindo, que seguía revistando en la última categoría del escalafón. Y ya sólo cayó por allí de tanto en tanto, en la "zorra" a nafta o en alguna locomotorita de maniobras, algún inspector que ni siquiera miraba: todos sabían que Deolindo despejaba de yuyos las vías muertas, pintaba con cal el corral, las "mangas", libraba de arena el andén, reparaba como podía las tejas que se llevaba el viento, ataba con alambre lo que se iba viniendo abajo.
-¿Qué tal Deolindo?
-Bien, señor. Hace falta una pala, y también un balde, y si me mandara porlan yo podría...
El inspector tomaba nota, esperando la pregunta que tarde o temprano habría de venir, y que sin duda sería: "¿Señor, cuándo viene de nuevo el tren?"
Y era.
-¿Y señor, cuándo viene de nuevo el tren?
El inspector le decía cualquier cosa, que Deolindo creía como un niño, aunque ya andaba por los cincuenta y tantos, y se alegraba, también como un niño, porque siempre esperaba la vuelta de los "tiempos lindos" y el hombre cree firmemente en aquello que quiere creer.
-¿Así que güelve, nomás?
-Así parece...
-Pero es cosa'e la superioridá, ¿no?
-Sí, aunque no sabemos bien cuando. En fin, veo que todo está bien y en orden...
El inspector le daba la mano. Deolindo volvía a quedarse solo; cruzaba el ancho y desolado espacio que separaba la estación del almacén y allí le decía a la señora Rosa:
-Dice'l ispetor que güelv'el tren, doña Rosa...
La mujer se encogía de hombros,
-Ah, ah...
Desde que se fue el jefe y trasladaron a los demás, él ocupaba lo que había sido la casa de aquél: un amplio y abrigado cuarto, con contraventanas en las aberturas que caían al Sur y el Oeste, de donde venían los vientos y las polvaredas, una amplia cocina y un retrete. Deolindo sabía que nada de esto era suyo, ni el resto de la estación, ni el andén, ni el gran galpón que se venía abajo irremediablemente, ni la torre de agua, pero sabía también oscuramente que su deber era cuidarlos como si lo fueran, para el día en que volvieran los trenes. Y así lo hacía, inútilmente, con firmísimo empeño, a conciencia, como si en ello le fuera la vida.
Y en verdad ésta se le fue yendo un año tras otro, en esa punta de rieles rodeada por el desierto, y donde acabaron por quedar como empecinadas sombras o fantasmas sólo diez o doce pobladores que ya no esperaban nada: viejos cuyos hijos habían emigrado, el estafetero postal y su gente, doña Rosa en el almacén al que acudían desde largas distancias los ralos habitantes del páramo. Sólo Deolindo esperaba. Esperaba desde luego la vuelta del tren. Su pensamiento oscuro y lento como una raíz, y también su corazón, se rehuesaban a aceptar la definitiva ausencia de las alegres locomotoras y los cabaceantes vagones, la clausura sin término de Kilómetro 899. Alguna vez, alguna vez...
-Un día tendrá que ser, doña Rosa. Hoy vino otro inspector y me lo dijo...
La mujer se encogió de hombros por milésima vez.
-Si yo encontrara un comprador para el almacén, me iría de aquí al día siguiente...
Sólo un milagro hará volver al tren.
Y el milagro ocurrió. Pero, como no fue dispuesto por Dios, sino por los hombres, resultó tan inesperado como imperfecto.
En una de sus visitas, el inspector -otro inspector- se lo dijo al apearse de la "zorra":
-¿Sabes, Deolindo? Ahora va en serio: ¡alargan la vía!
Deolindo no entendió. Para él no podían terminar sino allí, donde habían terminado siempre: antes, algo más al Oeste y ahora rodeando ese punto final, estaba el páramo, la árida pampa seca, la nada.
-¿Alargar? ¿Y pa'dónde, señor?
-Para el Oeste, desde luego...
-¿Y pa'qué, si ahí no hay que piedra?
-Es largo de explicar -dijo el otro, mientras buscaba la forma de hacer entender a Deolindo lo que él mismo tampoco sabía bien-, allá, al Oeste hay canteras, ¿comprendés?
-¿Canteras?
-Sí. Cerros de donde se sacan piedras. Y también yeso, creo, y caolín... Bueno: además levantarán allí una fábrica de cemento portland... Vendrá una gran empresa italiana. Estos "tanos" tienen más plata que los ladrones...
Deolindo seguía sin entender.
-¿Y pa'qué quieren tanto porlan ahí?
-Sos el mismo animal de siempre, Deolindo. Lo fabricarán allí, pero después lo llevarán a las ciudades. Con eso harán casas, caminos, puentes... Tenderán setenta kilómetros de vía..., hasta un lugar que llaman Cerros Blancos.
-Ah, ah... ¿Y Kilómetro ochocientos noventa y nueve?
El inspector también se encogió de hombros.
-No sé. Parece que seguirá clausurado...
Los días que durante años se habían sucedido sobre aquella punta de rieles como un pausado gotear del tiempo cambiaron bruscamente. En un convoy que quedó allí detenido en Kilómetro 899 como campamento rodante, llegaron ingenieros con extraños aparatos, capataces y cuadrillas, y después más hombres, y trenes cargados con rieles, durmientes, balasto, máquinas que arrasaban la tierra arrancando los espinillos como si fueran pajas y que abrían en dos los médanos arrojando furiosamente a un lado chorros de arena amarilla. Pronto los recién llegados advirtieron la empeñosa voluntad de Deolindo.
-Che, andá al almacén y comprá fósforos...
-A ver, Deolindo, denos una manito aquí...
-Agarrá esa pala, Deolindo, y abrí una zanjita hasta allá...
-Deolindo: prepara un asado para el ingeniero Peñalver, que llega hoy.
-Deolindo, andá...
-Deolindo, vení...
Y a pesar de sus años y de su pelo gris, ni "don", ni nada, y menos "señor", tratamiento que nunca tuvo y en el cual jamás soñó, Deolindo a secas, incluso sin apellido, que hasta él mismo casi había olvidado.
Aquel torbellino pasó también. En un par de meses las vías avanzaron hacia el Oeste hasta perderse de vista, escaparon por el horizonte por el lugar desde donde ahora el lejano bocineo del convoy que se acercaba, en busca de aquellas canteras cuya utilidad Deolindo no había acabado de entender. Aunque alguna vez había visto en alguna revista cómo eran las grandes ciudades y las anchas carreteras, eso, y yodo el mundo fuera de Kilómetro 899 era para él como un sueño improbable, cosas inexistentes de las cuales hablaban los demás.
Y Kilómetro 899 ya ni siquiera fue punta de rieles; el extremo de las vías había quedado doce leguas hacia el Oeste; fue simplemente una estación clausurada, un punto en el mapa ferroviario frente al cual los convoyes pasaban sin detenerse, cargados de piedras, de bolsas cubiertas por gruesas lonas, compuestos a veces por decenas de vagones, cuando iban para "adentro" y trayendo grandes bultos y raros artefactos cuando corrían hacia el Oeste.
Cuando Deolindo cumplió la edad reglamentaria lo jubilaron de oficio. Le explicaron que ya no tendría que ocuparse de la estación, ni de los yuyos, ni de nada; que podía descansar, en fin. El preguntó quién lo reemplazaría.
-Nadie, Deolindo.
-¿Y la estación, entonces?
-Kilómetro ochocientos noventa y nueve ha sido suprimida. Ya ni figura en los mapas del ferrocarril, le dijo el inspector.
Deolindo pensó un momento, y luego contestó con esa desesperada e irrevocable firmeza de los humildes y los débiles contra la cual nada vale la violencia de los fuertes, porque ni siquiera la muerte la hará ceder:
-No importa, señor. Yo cuidaré lo mismo la estación, aunque ya no nos quieran ni a ella ni a mí. A lo mejor, ¿quién le dice?, algún día la güelven a abrir y será mejor que esté cuidada...
El inspector arqueó las cejas y no dijo nada.
Deolindo se quedó allí, en la casa del jefe, con sus dos perros, y nadie le molestó porque a nadie molestaba. Cuidaba la estación ya irremediablemente inútil, gastando incluso de su retiro para comprar algunas cosas -cal, alambre, ladrillos- para reparar lo que se iba deteriorando despacio, sin apuro, sin pausa. Ya ni siquiera podía cruzar hasta el almacén para tratar de compartir con doña Rosa su vana esperanza porque también la mujer se había ido, cerrando su tienda y sin esperar a ningún comprador imposible.
Las maquinistas lo conocían por su nombre; él a ellos sólo por sus rostros, pero todos le avisaban desde lejos su paso con un largo bocineo. Deolindo entonces recogía su vieja bandera de señales, como en los lindos tiempos, se paraba en el pelado extremo del andén, más allá de la torre del agua, y cuando el tren estaba a la vista la agitaba en señal de vía libre, como si ello fuera necesario en esa soledad infinita donde los únicos que las cruzaban eran el viento y el polvo.
Los otros lo saludaban con la mano, y él los seguía con la mirada hasta que se perdían de vista hacia el Este, como ocurría, o hacia el Oeste, como sucedía cuando viajaban hacia las misteriosas canteras.
-Ahí'stá -dijo en alta voz.
Venía el tren. Era, como todos, un largo y pesado convoy del cual tiraban dos locomotoras Diesel-eléctricas -no aquellas alegres y encopetadas de vapor y humo de los hermosos tiempos viejos-, cuyo paso hacía temblar sordamente la tierra.
Agitó la bandera, saludó con ella.
¡Chau, Deolindo!, le gritó el maquinista, un mozo rubio y desconocido, al que seguramente los otros le habían contado ya la simple historia de Deolindo y lo que sin duda creían su mansa locura.
Cuando todo el convoy pasó frente a él, el guardatrén, que viajaba acodado en la plataforma trasera del furgón de cola, lo saludó con la mano, y luego él mismo y el furgón, y el tren entero se fueron empequeñeciendo despacio y desaparecieron del todo en la dorada luz de la tarde de los médanos.
-Si no estuviera yo... -murmuró Deolindo, mientras envolvía con cuidado la viejísima bandera sobre su asta.
Después caminó lentamente por el andén, o por lo que quedaba de él, seguido por sus dos peros, a lo largo de aquellas vías que durante toda su vida lo habían unido misteriosamente a un mundo también misterioso, distante y lejano, que no había conocido, ni conocería nunca, ni deseaba siquiera conocer.


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