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Las muertes de Simón
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2005-12-20  |     | 



El día estaba despejado y frío. El sol ascendía tímidamente en el horizonte y el oleaje golpeaba rítmicamente contra la escollera. Era una mañana perfecta para morir. Y como dicen que unos segundos antes uno revive toda su vida… Simón estaba en pleno proceso. El problema con Simón es que no podía discernir cuáles eran sus recuerdos, y cuáles le fueron implantados. Simón pertenecía a alguna oscura dependencia gubernamental, y por mucho que hubieran cambiado los tiempos estas agencias mantenían la misma modalidad. Organismos que controlaban a otros organismos, organizaciones con tareas e intereses superpuestos. El hecho es que debido a las misiones delicadas que se le encomendaban, para su seguridad y para la de la propia agencia, por medio de un procedimiento quirúrgico se le suplantaban sus recuerdos por otros más placenteros y menos peligrosos. Un microchip recogía los recuerdos de alguna otra persona, y con ellos se reemplazaban los del agente. Algo había fallado con el proceso de Simón. Sus recuerdos, por ejemplo de la madre, se superponían. Es así que veía dos rostros que luego se fundían en uno. Le causaba los mismos espasmos amorosos el arrullo de una, como las canciones infantiles de la otra. Hasta los sentidos que nos remitían a los primeros años infantiles, el aroma de las tostadas recién hechas, inexplicablemente se confundía con el vaho del césped recién mojado por una lluvia veraniega. Un torbellino de evocaciones antagónicas, y convergentes.
¿Cuáles eran realmente sus auténticos recuerdos? ¿Después de todo… quién era él? ¿Él era el individuo que habían marcado sus remembranzas? ¿Tenía existencia en tanto y cuánto su experiencia le dictara quién era y de dónde venía? No tenía mucho tiempo para divagar. Allá en la otra punta del muelle, camino a la cafetería dónde él estaba, avanzaba la muerte. En este caso tres tipos que se separaron en diferentes direcciones. Con solo verlos supo que eran profesionales y que venían por él. También supo que no tenía escapatoria. Cruzó sus manos por la espalda y tocó las cachas de las dos automáticas. Solo tenía que sacarlas, y prácticamente sin apuntar los proyectiles inteligentes buscarían su blanco. Luego el plasma, una vez en el organismo, se disgregaría envenenando y corrompiendo lo que penetrara. La muerte era casi instantánea. Miles de nanobots* atacarían el sistema nervioso central. Paralizando el corazón, los pulmones, la actividad cerebral. Claro… ellos también disponían de esas armas. En una relación tres a uno.
La muerte se paró del otro lado del ventanal, mientras llevaba la mano derecha dentro de su abrigo. Simón no fue lo suficientemente rápido. Una quemazón en el pecho se esparcía por todo su cuerpo, al tiempo que los vidrios volaban hechos trizas. Sintió que caía dentro del humeante pocillo de café. Y caía. Más y más… en una profundidad espesa y pegajosa. Y por fin la quietud y la oscuridad total.
-¡Señor!... ¡Señor!... ¿está bien?
El rostro perplejo de la camarera estaba a escasos centímetros del suyo. Sus ojos grandes y verdosos, el gesto atribulado. Varias personas más lo estaban mirando
-Pero… pero… ¡estoy vivo!-Al ver los rostros asombrados se corrigió- Quiero decir…bien.
-¿Le traigo un vaso de agua? ¿Necesita algo más?
-¡No!... ¡no estoy bien, de verdad!
Se retiraron y lo dejaron solo. De todas maneras varias miradas esquivas lo seguían evaluando. ¿Qué le había pasado? Él pensaba que lo más probable fuera que aquél chip defectuoso, le hubiera hecho revivir la muerte del tipo al que le sacaron los recuerdos. Ahora, parcialmente, volvía a tener el dominio sobre sus propias evocaciones. Estaba tratando de rearmar el rompecabezas, y con ello las memorias de sus misiones secretas. Aún estaba muy confundido, y aterrado por la experiencia que acababa de revivir. ¡Tan real! ¡Espantosamente real!
Salió del local y cruzó la vereda rumbo al malecón. En la entrada del puerto una nave con pasajeros comenzaba a maniobrar para atracar. Las personas se asomaban por la

borda, algunos filmaban, otros saludaban agitando pañuelos de diversos colores. Una bandada de cormoranes paso sobre el navío en dirección de babor y volvió en perfecto círculo por el lado contrario
Aspiro profundamente, mientras se palpaba los brazos y las piernas. A duras penas creía estar vivo aún. Recordó las automáticas. En la cintura no tenía nada. Entonces se palpó el pecho; debajo del sobaco izquierdo tenía el arma. Aún perplejo se rascó la cabeza.

Una niña rubia caminaba por los tablones del muelle, y en sus manos llevaba unos globos de colores. Se lo quedó mirando unos segundos con un gesto de extrañeza. ¡Debería tener un aspecto terrible!
Los cormoranes revolotearon una vez más de un extremo al otro del puerto, y los pasajeros les arrojaron algunas sobras para que comieran.
-Disculpe… ¿Nos acompaña?-La voz del tipo no sonaba a invitación. Más bien era autoritaria y no admitía un no como respuesta.
Al costado derecho otro tipo parecía distraído mirando el paisaje. En el costado izquierdo tenía otro sujeto mirándolo fijamente. Los tres vestían ropas oscuras de buen corte, eran de físicos y rasgos similares. Robustos y altos, con el pelo corto y prolijo. Eran de pocas palabras… preferían la acción. Lo llevaron casi en el aire hasta un vehículo de transporte que estaba estacionado al lado del malecón.
Una vez dentro, pudo ver una especie de oficina móvil, con sofisticados equipos de monitoreo electrónico. El tipo que lo había hablado se sentó detrás de un escritorio y lo examinó con un par de ojos grises inquisitivos.
-¿Qué estaba haciendo en la cafetería?
Era una buena pregunta. En realidad ni siquiera sabía que estaba haciendo en aquél puerto. Recordaba la noche anterior, una salida con un matrimonio conocido. Una velada amable e intrascendente. Luego un deseo irrefrenable de ir hacía el mar, más precisamente al lugar dónde estaba ahora. Se levantó temprano en la mañana, y sin despedirse, salió con su auto a la ruta.
¿El deseo había sido suyo?... ¿O por el contrario, de sus recuerdos implantados?
Actualmente en su mente no quedaban memorias que lo ligaran a aquél lugar.
-¿Está seguro que jamás estuvo acá?-El hombre de los ojos grises seguía interrogándolo.
Ya no estaba tan seguro. Ahora que lo pensaba con más detenimiento el lugar le resulta vagamente conocido. Una sensación como de deja vú.
Trato de enfocarse en las últimas veinticuatro horas. Pero lamentablemente en cuánto a recuerdos y pensamientos la mente no era tan lineal ni estructurada. En un orden sumamente caótico buscaba información de diferentes épocas, referencias cruzadas de los sentidos y las emociones. Luego de alguna manera misteriosa todo ese mare mágnum de búsqueda se unía como un rompecabezas, y ahí estaba su historia de vida.
Lo primero que pudo comprobar es que su madre tenía un solo rostro. Que cantaba canciones infantiles y que le preparaba unas deliciosas tostadas antes de salir para el colegio. ¡Había recuperado su persona! ¡Sus propios recuerdos!
El hombre de los ojos grises no lo demostraba, pero estaba perdiendo la paciencia.
-Mire-Le señaló una de las pantallas que monitoreaban cada rincón del puerto, el malecón, la escollera y la cafetería.
En el muelle pudo ver a la niña que aún tenía el ramillete de globos de colores. La acompañaba una joven mujer de lacios cabellos color miel. El viento agitaba sus vestidos y las cabelleras sueltas. En el otro extremo se veía, ya atracado, el navío y los pasajeros descendiendo por la planchada. La nena comenzó agitar sus brazos presa de gran excitación. Un hombre alto y bien vestido apuró el paso en su dirección. Una sonrisa en su rostro y un oso de peluche enorme en sus manos.
Abruptamente cuatro sujetos parecidos a los que lo habían apresado a él salieron a su encuentro. Algunas palabras. El hombre mira desesperado en dirección de la nena, que es sujetada por la mujer. Las miradas de la mujer y el hombre se cruzan, y el asiente mientras trata de llevar la conversación con los tipos que lo rodean. La mujer se lleva arrastrando a la niña en la otra dirección. La chiquita esta descompuesta del llanto, quiere volver pero no puede con el vigor de la mujer rubia. Salen de plano. Al igual que el grupo de los captores y su presa.
-¿Qué fue todo eso?
-Tal vez esto le refresque la memoria-Dijo en tono monocorde el tipo de los ojos grises.
Se abrió la puerta del transporte y entró uno de aquellos sujetos con el oso de peluche en la mano. Simón hecho a reír con ganas. El aspecto de aquel gorila con un muñeco en sus manos era francamente desopilante. “Ojos grises” lo miró con dureza, y el otro tipo también. Simón dejo de reír. El sujeto tomó el oso con una mano, mientras en la otra relampagueó un arma tan anticuada como una navaja automática. Una pieza de museo… que se hundió en el vientre del osito. Comenzó a destriparlo pacientemente, y entre medio de la estopa surgió a la vista unos pequeños tubos llenos de una melaza rojiza. Extrañamente Simón sabía que era aquello. Dentro de los tubitos, sellados al vacío, aquella jalea era una especie de líquido amniótico. En la cuál flotaban unos pequeñísimos microchips. Su nombre era “biochip”, por su concepción híbrida: silicio, plasma y células humanas clonadas. El tenía algunos de aquellos en su cerebelo, eran los que le habían provisto sus recuerdos alternativos. Pero aquellos eran sustancialmente diferentes. Aquellos “biochips” producían efectos alucinógenos, como las drogas ya pasadas de moda.
De todas maneras, como en la antigüedad, estos elementos se contrabandeaban, los comercializaban las mafias, se mataba y se moría por su lucrativo negocio.
-Creo que ahora tiene las cosas más claras… ¿No?
Si… ahora recordaba que había pasado en el puerto.
Aquel día, ya distante en el tiempo, él con dos tipos más vinieron a hacer su trabajo. Estaba en la punta del malecón viendo como una joven de largos cabellos rubios le compraba unos globos de colores a una niñita rubicunda. El ruido de la sirena de un transporte marítimo lo distrajo. Miró su reloj, ya era hora que el tipo llegara.
Ahora comenzó a caminar rumbo a la cafetería. Con un movimiento de cabeza les ordeno a los dos tipos que se separaran. El siguió por el medio de la acera, y mientras caminaba comenzó a recordar como le habían ordenado aquella misión:
El jefe lo había citado en un estacionamiento. El asunto era que un tipo molesto estaba investigando el negocio de los “biochips”; pertenecía a otra agencia de seguridad. Su tarea era neutralizarlo. Luego de lo cuál él y sus ayudantes debían pasar por la agencia para borrar los recuerdos de aquel incidente desafortunado. Una buena suma de dinero y gratitud, que se podría traducir en un pronto ascenso, eran el pago por la tarea.
En eso estaba. Podía ver al hombre sentado en la mesa al lado del ventanal. Metió la mano derecha dentro de su abrigo de cuero. El otro salto del asiento con las manos en su espalda. Entonces el ventanal estalló, mientras el sujeto caía de bruces sobre su taza de café. Uno de sus compañeros había sido mucho más rápido. A paso veloz volvieron a los vehículos, en tanto el echaba un último vistazo al malecón. Los autos huyeron a gran velocidad. En el muelle una niña besaba a un hombre con una enorme sonrisa en el rostro. Y un oso de peluche más grande aún en sus manos.
-Creo que ahora ya sabe que queremos-El tipo de los ojos grises habló con convicción- Nosotros sabemos que paso aquél día. Él era nuestro compañero. Estaba siguiendo una pista, y había llegado hasta el tipo del barco, o sea el “correo”. Pero nosotros queríamos saber dónde estaban los distribuidores, los clientes, las clínicas clandestinas. También averiguamos dónde estaban los laboratorios y las redes de distribución. Claro que toda esta logística tenía una cobertura no solo política… sino también de nuestra propia gente. O sea ustedes. ¿Quiénes son ustedes? O mejor: ¿Quién es el pez gordo?
Simón movió su cabeza. Estaba confundido. O tal vez no existiera esa confusión. Algo estaba clarísimo: él era de los malos.
-¿Cómo llegaron a mí?- Simón dice.
-Cuándo fue a la clínica para implantarse el “biochip”, nosotros ya lo teníamos identificado. Lo único que hicimos fue reemplazar sus recuerdos por los de nuestro compañero muerto. Y como el criminal siempre vuelve a la escena del crimen… ahí estábamos esperándolo.
¡Ahora comprendía! Por que el microchip resulto defectuoso. La confusión de recuerdos y sentimientos. Esa sensación de rechazo. No era casualidad ni impericia, todo había sido planificado. Aún el fallo del “biochip”.
-Simón… ¿Quiénes son sus superiores?
Él estaba solo e inerme. Lo tenían del cuello. Con un tono de voz apenas audible comenzó a contar absolutamente todo. Reveló en detalles lugares, personas, organigramas y estructuras de logística que el conocía. Siguió largo rato hablando y hablando, y a medida que contaba todo, un extraño alivio lo iba ganando. Luego que detalló fechas y operaciones diversas, cayó en un profundo silencio.
Dos hombretones lo tomaron de los brazos y lo sacaron del vehículo. Caminaron lentamente hasta la acera del malecón. El sabía lo que le esperaba. Tal vez algo peor que la muerte. Podían ponerlo en un estado casi vegetativo. O borrarle su personalidad, y aprovechando sus habilidades lograr que trabajara para ellos en misiones suicidas. Inclusive le podían dar información falsa, y al ser capturado y torturado, revelar esas mentiras al enemigo. Ninguna de las opciones era muy atractiva.
Una bandada de cormoranes paso sobre sus cabezas y se perdió rumbo a un mar de color azul intenso. Miró en su derredor, y le pareció ver a lo lejos un ramillete de globos de colores. Una cabecita con rizos dorados. El viento le azotó el rostro. Era un día perfecto para morir.
Con un movimiento diestro, le aplicó un terrible codazo al tipo de la derecha. El otro se trabó en ruda lucha con él. Mientras el combatía fieramente con el sujeto, el otro estaba de rodillas vomitando su desayuno. Sintió que el tipo le había inmovilizado los brazos con una experta toma. Un cabezazo vigoroso dio con el sujeto por tierra. Del transporte salieron dos más. Echó a correr lo más rápido que podía. ¡Si… no cabía duda! ¡La nena de los globos estaba en el muelle! Y corrió… siguió corriendo… ya estaba más cerca. Un fuego atroz estalló entre sus dos omóplatos. Un ardor inaudito poseyó todo su cuerpo, mientras tropezaba en la entrada de la cafetería. Todo se volvía llamas y oscuridad. Hasta que la oscuridad le ganó a la luz. Una negrura siniestra y definitiva.
-¡Señor!... ¡Señor!... ¿Está bien?
El rostro atribulado de la camarera, y sus enormes ojos verdosos. Y la gente, en derredor, que lo miraba extrañada.

*Nota del autor: robots de tamaño microscópico.



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