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Navegando sueños
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2007-06-23  |     | 



Escuchaba la canción: “Hacé de cuenta que estuve navegando/es casi lo mismo, sólo cambia el paisaje: / abajo el mar que nunca se ve, arriba el cielo - el cielo raso-/y tu foto en la pared.”
Estaba tirado en el colchón. Desnudo e impregnado de sudor. El calor era insoportable. Incluso el destartalado ventilador arrojaba de a ratos un vaho tórrido. Pero tenía la extraña sensación de estar flotando. No en el aire, sino en un enorme océano sin horizontes.
Sentía el suave bamboleo. Hasta el aire tenía aroma a sal. No quería romper la ilusión, por eso no abría los ojos.
¿Qué podía haber debajo de la cama? Un par de zapatos. Eventualmente, otro par femenino. Y alguna otra prenda íntima. Un cenicero cargado de colillas. Una copa de champagne volcada. Un revista de actualidad, algunos periódicos, un par de libros y literatura erótica, por aquí y por allá. Una caja con restos de pizza. Y por supuesto, un cocodrilo. ¿Por qué no podía haber un mar? Siempre me atrajo el océano.
Si era posible recordar en una ensoñación, me remonté a una de mis primeras vacaciones en Mar de Ajo. Tenía un baldecito color amarillo de latón, y una palita y su correspondiente rastrillo haciendo juego. Juntaba dentro del balde algunos caracoles que desenterraba de la arena. O si no, ya aburrido de hacer castillos, tapaba las aguas vivas con arenisca.
En lugar de short tenía puesto una especie de bombacha con pechera que odiaba. Los chicos más grandes se reían de esa ridícula vestimenta. Y mi madre insistía con unas sandalias plásticas que me lastimaban mis pies transpirados. ¿Los padres no se dan cuenta cuándo los hijos no desean hacer el ridículo? ¿No entienden que no son muñecos de porcelana a los que hay que cambiarles su ropita?
Así y todo, era feliz. Yo. Pero el gato no.
Teníamos un gato atigrado de ojos somnolientos. Se parecía a Robert Mitchum ¿Cómo se llamaba? Paco o Pepe. Pongámosle Pepe.
Bien, resulta que el pobre Pepe se había topado con un salvaje. O sea: yo. Mi diversión predilecta (no entiendo como no terminé con un ojo de menos) era tomarlo por la cola, y luego de revolearlo un par de veces, lo arrojaba por encima del techo a dos aguas de nuestra casita de fin de semana.
Debe haber sido un gato muy manso. O muy viejo. O bastante boludo. El asunto es que yo siempre lo atrapaba y ¡Zas! ¡El gato volador!
¿Por qué me estaba acordando de esto? ¡Ah! ¡Si! El aroma a mar. El bamboleo de mi colchón navegante. Y el ardor en mi piel y mis arterias. Como aquella vez que me insolé. No solo me tuvieron que poner cremas en mi piel llagada, si no que por una semana me metían debajo de una sombrilla con un sombrerito de paja. Envuelto en unas túnicas aún más ridículas que aquellas bombachas que odiaba. Ni al mar. Ni a jugar con mis amiguitos. ¿Amiguitos? ¡Flor de turros! Pasaban y me hacían burla. Me invitaban. Decían:
-¡El agua está bárbara! ¡Vení gil!
-¿No querés jugar bobo?
-¡No podés jugar! ¡No podés jugar!
De todas maneras era bastante salvaje. Y muy vengativo.
A uno de ellos, el que más se había reído de mí, lo enterré vivo. Con su consentimiento. Después de todo era un juego. El asunto es que me había olvidado de desenterrarlo. Creo que los padres lo encontraron con su carita tan quemada como había estado yo cuándo se burlaba. Igualmente no me salve de un par de cintazos de mi viejo harto de mis travesuras recurrentes. Debo decir, en su descargo, que yo ya era un criminal en potencia hecho y derecho.
El correctivo del cinto no surtía efecto. Al contrario era como que me incitaba a ser más y más audaz. Una vez casi la había matado a mi madre. Escondido detrás de una puerta me le aparecí por detrás y dije: ¡Buh!
Mi mamá era cardiaca. Se puso blanca y estuvo por desmayarse. Unos cuántos minutos.
Mi padre no dijo nada. Simplemente se sacó el cinturón de su cintura y me señaló el cuarto del fondo. Creo que si olvidé aquello es por algún proceso de autodefensa de la psiquis.
¿Dónde habíamos empezado? ¡Claro! En mi habitación calurosa y el mugroso colchón flotante.
Me puse de pie sobre el colchón. Pese al balanceo. Tenía puesto mi piloto de gabardina oscuro, mis zapatos de gamuza azul, un pantalón de lanilla y un sombrero que parecía heredado de Frank Sinatra. No estaba errado. Todo en derredor era agua. Un océano inconmensurable. Lloviznaba, pero no sobre mi. Llovía alrededor. Sobre aquel extraño piélago.
¿Dónde estaba la mesita de luz? ¿Dónde las pastillas?
Durante un buen rato estuve surfeando aquellas aguas espumosas.
El surf. Ese fue otro verano. Ya era un adolescente de hormonas rebeldes. Tan sediciosas como las de Veronika. Así con “k”. Era una rubia pecosa de ascendencia gringa. De ojos de un azul translúcido. No fue un amor de verano más. Fue mi primer amor.
Ella adoraba el surf. Yo le enseñé el lugar dónde se formaban las mejores olas. Las más altas y excitantes. Los mejores vientos. Pero… una fue demasiado peligrosa. Nos golpeó de lleno. Yo desperté tirado en la playa. A ella el mar no me la devolvió nunca. Solo me quedaba su recuerdo y este sentimiento de culpa.
¿Por qué ella y no yo?
Me dejé caer en el agua que me rodeaba. Me hundía lentamente. No podía respirar. Ya no podía aguantar la respiración. Cada vez que abría la boca me entraba agua. Trataba de patalear pero un peso sobre mis hombros me impedía subir. Me estaba muriendo. Después de todo no merecía otra cosa.
Una mano me tomó de los pelos, mientras los ramalazos de agua seguían en mi rostro. Tomé una bocanada de aire. El tipo que me tiraba de la cabellera habló:
-¡Hijo de puta! ¿Cuántas veces te dije que no tomés más esas porquerías?

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