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Castigo II
prosa [ ]

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por [Jesús Ademir ]

2008-01-05  |     | 



Dijeron mis compañeros que encontraría algún alivio a mi dolor, visitando la tumba de mi amada.

EBN ZAIAT ( Edgar Poe, Berenice)


I

Huyendo de sus demonios, Raskolnikoff embarcó rumbo a América.
Arribó a Baltimore, y permaneció allí largo tiempo, pugnando por sobrellevar la desaparición de Sonia, embotándose de trabajo en los muelles, y de licor barato en las sucias cantinas del lugar.
En una de esas tabernas, el joven pronto conoció a un célebre ebrio vestido de capote negro, un poeta desgraciado por el vicio y la melancolía, que mendigaba tragos y a cambio, ofrecía recitar oscuros poemas y elevadas teorías cosmogónicas.
Los borrachos comensales, primero tomaban a gracia el momento en el que el poeta demacrado se ponía en pie, vacilante, y con chocante solemnidad, comenzaba sus discursos rimbombantes. Pero luego, incapaces por su zafiedad de intuir la altura de aquellas exposiciones, le mandaban callar a base de mofas, inmundicias arrojadas a su rostro, y oprobiosos empujones.
Durante una de esas humillantes escenas, Raskolnikoff rescató al poeta de aquella turba feroz, utilizando un bastón que, desde sus tiempos lejanos de estudiante en San Petersburgo, llevaba siempre consigo.
Los beodos concurrentes al lugar, atemorizados por el talante feroz de aquel ruso loco, dejaron en paz al maltrecho poeta. Pero cuando ambos salieron de aquel tugurio, Raskolnikoff sintió sobre su espalda el peso de muchas miradas saturadas de odio.
Y así, el joven criminal ruso, y un tambaleante y agotado Edgar Allan Poe, salieron hacia la fría noche, que presagiaba tormenta.





II

Raskolnikoff acompañó a Poe hasta su humilde morada: era una choza destartalada a las afueras de la ciudad. Allí, el poeta y su esposa Virginia padecían una miseria extrema. Hasta hace unos días la madre de ella vivía con ellos, pero una noche había salido a intentar conseguir fiadas, unas medicinas, y ya no había regresado. Y es que la esposa de Poe, una niña apenas, prima suya, estaba gravemente enferma: agonizaba. Poe le mostró a su amigo ruso, a la jovencita postrada en su catre destartalado. El frágil cuerpecillo se estremecía, convulsionado de fiebre. Raskolnikoff pocas veces había visto a una persona, sufrir de tan aguda manera su enfermedad. Se preguntaba cómo era posible que Poe tolerara tal situación. Le manifestó su inquietud. La chica necesitaba un médico, para que la asistiera en ese último y doloroso trance. Por qué no ayudarla en eso. Pero Poe le respondió de una manera que sorprendió a Raskolnikoff. Le manifestó el poeta, de la belleza que encerraba toda muerte. El cese infinito de toda posibilidad virtual de existir. Era una paradoja extraordinaria: teóricamente un agonizante nunca podría ser capaz de culminar su sufrimiento. Tal proceso guardaba el secreto de la perfección del cosmos. La muerte infinita era el trasfondo de una vida imperecedera. Por cada ser agónico, un campo de flores crecía hermoso en alguna parte del mundo.
Raskolnikoff, al escuchar tales ideas manifestadas con tan mórbido y elocuente arte, sintió exacerbado su singular intelecto. Imaginó una realidad potencializada, en donde cada ser llevado sabiamente a una continua consumición de su existir lograría, junto con muchos otros seres llevados a una circunstancia idéntica, un monto de energía enorme, que alcanzaría cotas divinas. Serían las células del cuerpo de Dios. Y por supuesto, haría falta quien se encargase de resguardar el orden de todo el proceso: un auténtico Guardián del Ser; el encargado de someter a un largo e interminable fenecimiento a todos los seres posibles, a fin de guardar el orden del universo. Era lógico y justo, además. Él mismo bien podría ser ese admirable cuidador, ese ultrahombre consciente de la vida de muerte sin fin, que precisaba el Todo, para darle oportunidad de manifestarse y dominar, a Lo Trascendente.
Así, ambos hombres contemplaron al pie del catre de la casi muerta Virginia, el sufrimiento atroz de la joven durante largas horas, cada uno sumido en sus propios, y poco comunes ideales.
Cerca de alba, una mirada implorante que la pobre víctima dirigió a Raskolnikoff, hizo al joven reaccionar. Pensó en Sonia, y se estremeció de asco por sí mismo. Entonces le pidió a Poe que fuese por papel y tinta para registrar sus propias consideraciones ante el evento que estudiaban.
Poe, aún con expresión perdida, aceptó el encargo. El poeta salió del cuartucho. Raskolnikoff se acercó entonces a Virginia, le acaricio con una mano la frente húmeda, y con la otra le sujetó el cuello. Comenzó a apretar.
Cuando Poe retornó, Raskolnikoff le dijo que era demasiado tarde. Virginia había ya partido. Poe contempló el bello cadáver, casi etéreo, aún en su rigidez inmutable, y cayó al suelo presa de un ataque de éxtasis conmocionante.
Raskolnikoff lo dejo así, y partió.


III

Algunos días después, desesperado de añoranza por Sonia, Raskolnikoff acudió a derrochar su paga de estibador, a un prostíbulo. Amó con distante fiereza, a una preciosa mulata. Ella, agradecida, le tomo confianza y quiso relatarle la loca anécdota de la visita de su anterior cliente. Se trataba de un inescrupuloso editor, de una mediocre publicación de la zona. Había planeado deshacerse de un escritor que colaboraba en su diario, porque en secreto lo odiaba a muerte por su carácter excéntrico, pero genial. De tal suerte que se había organizado junto con algunos maleantes de taberna para hacer beber al poeta hasta el delirio, y así orillarlo fácilmente a un suicidio bizarro, suceso que al ser cubierto eficientemente y en exclusiva por su publicación, le ganaría cientos de lectores.
Para la mulata, sin embargo, esto no había sido más que la bravata compensatoria, ante ella, de un cliente que no fue capaz de satisfacerse. Pero Raskolnikoff no lo consideró así. La dejó, y apresuradamente se dirigió al cementerio local. Llegó hasta la tumba de Virginia. La tierra aparecía amontonada, junto a la fosa con el féretro expuesto. El vigilante del cementerio, sin duda obedeciendo las órdenes de un buen soborno, trató de impedir que el joven intentara abrir la caja. Raskolnikoff se lo quitó de encima, a fuerza de bastonazos. Prosiguió de inmediato, su tarea interrumpida. Casi extenuado, presa también de una gran agitación y un espanto creciente, pudo por fin abrir la tapa. Poe estaba allí, demente y agónico, abrazado a los restos de la que fue Virginia. El poeta le susurraba versos al cráneo putrefacto. Raskolnikoff fue presa de un ataque de nerviosas carcajadas, mientras sacaba al trastornado escritor del hoyo funesto.
Nunca le había parecido tan desnuda, la verdad última del mundo.


IV

Dejó a Poe, a la entrada de una clínica. Fue allí donde falleció unas horas después. Dicen que en sus últimos momentos clamaba por un tal Reynolds: la verdad es que buscaba el auxilio, de su camarada ruso de apellido impronunciable.
Antes de partir de la ciudad, Raskolnikoff le hizo una visita de cortesía a aquel mentado editor, en la mansión que éste tenía, en la exclusiva calle de la Morgue, en el barrio francés de Baltimore. Al día siguiente los diarios locales, en su sección policiaca, estarían de acuerdo en que aquella visita fue realmente memorable.
(En especial por el detalle de aquel cofrecillo, que contenía las ensangrentadas piezas dentales del editor).
También visitó Raskolnikoff, disimuladamente, la tumba de su amigo Poe. Mientras permanecía allí, un cuervo enorme se posó en la gris lápida y lo miró extrañamente, como si esperara algo. Pero Raskolnikoff en ese momento se distrajo con la sombra de Sonia, que le sonrió ambiguamente, para luego extraviarse entre las criptas. Raskolnikoff fascinado, la siguió ansiosamente, y se perdió en las tinieblas.
El cuervo por su parte, aún permanece allí,
esperando…


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