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La voluntad de amar
prosa [ ]

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por [Jesús Ademir ]

2008-01-05  |     | 



“El convencimiento de que el mundo, y por consiguiente el hombre, son tales que no debieran existir, es de naturaleza a propósito para llenarnos de indulgencia unos con otros. ¿Qué puede esperarse en efecto, de tal especie de seres? A veces me parece que la manera conveniente de saludarse de hombre a hombre, en vez de decir señor, sir, etc ; pudiera ser: “Compañero de sufrimientos o compañero de miserias”. Por extraño que parezca esto, la expresión es justa, y recuerda la necesidad de la tolerancia, de la paciencia, de la indulgencia, del amor, y de que por consiguiente, cada uno es un deudor de algo.”
Arthur Schopenhauer

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Volvía Schopenhauer a su espaciosa residencia, tras haber sido homenajeado por parte de sus editores, en la Universidad de Francfort, por mérito de las altas ventas de su última obra: un volumen compilatorio de aforismos.

Mientras su carruaje le llevaba conducido, a través de bosquecillos nevados, el filósofo pensó con amargura en cómo solamente, ya en el ocaso de sus días, comenzaba a ser escuchado con atención.

Tal pareciera que la aciaga verdad de la existencia, esa dolorosa certeza que le había costado una vida entera para poderla manifestar por medio de un planteamiento sistemático fundamentado; esa misma verdad de vida, sí, era sólo tolerable para las masas, asumiéndola de reojo, como disfrazada en la cómoda y elegante simplificación de lo aforístico y de lo anecdótico.

El conductor de su transporte hizo detener a los caballos momentáneamente para permitir el paso de una fila de niños inmersos en una lúdica excursión de bolas de nieve y risas. Schopenhauer al contemplarlos meditó en su propia infancia gris, aislada y tensa. Vivida en salas oscuras, atestadas de libros sofocantes y de tutores fríos y eficientes. Supervisada por un padre muy estricto, aunque justo, y una madre que nunca aceptó a Arthur, verdaderamente.

¡Cómo le habían zaherido a él, las burlas y los rechazos de los chicuelos, debido a su anormal madurez de carácter, a su inexperiencia en los juegos y tratos de niño!
Pero ya desde esa temprana edad, la semilla de su perspectiva del mundo, de ese mundo configurado por una ciega voluntad y sus falaces representaciones, germinaba en su atormentada conciencia.

No fue muy diferente su juventud, pensó un poco después, cuando su carruaje se había internado en la ciudad y pasara en su recorrido junto a un gran salón de celebraciones colmado de galanes en traje de etiqueta y sus núbiles acompañantes, que irradiaban sonrisas, enfundadas en lujosos vestidos de fiesta.

“De qué manera los ciega su falta de perspectiva, su escasez de sinceridad con respecto al reconocimiento de lo vano de sus acciones. ¡Si acaso aceptaran, que es una sorda vorágine de pulsiones la que los moviliza unos hacia otros! Que todos esos afeites y ornamentos, música y maneras, no son sino accesorios de una función meramente biológica…”

Schopenhauer ya se los había explicado ampliamente con argumentos, con pruebas.
¿Y qué había sucedido con “El mundo como voluntad y representación” su obra capital? Pues que había sido ignorada, y de esta suerte, todo su esfuerzo teórico, las fatigosas revisiones, las consultas, las lecturas, de nada le habían valido para un público zafio, ansioso de dialécticas y de fenomenologías. ¡De qué manera había sido marginado! Qué vacías habían estado las aulas, durante sus lecciones en la Facultad; mientras que en cambio ese burdo de Hegel, y su auditorio colmado de jóvenes sonrientes y esperanzados; comprometidos con ese discurso acerca de una razón totalizadora, en realidad, pensó Schopenhauer, autocomplaciente e inútil. Joven auditorio, joven, como esos enamorados ilusos que sonreían gallardamente a sus parejas y se entusiasmadas con la inminencia del baile próximo. Schopenhauer pensó en su particular mocedad, marcada por la timidez y los besos nunca obsequiados a muchacha alguna. La altivez de su espíritu elevado nunca le permitió prestarse a la charla común, a la jovial ocurrencia, a la broma galante. Su único acercamiento posible hacia las mujeres, casi se llevo a cabo cuando una vez, cuando ese joven discípulo suyo de la Facultad, Friedrich … , por ganarse su aprecio, lo había invitado a un sucio burdel. El púdico profesor Schopenhauer, no había aceptado (aunque en el muy fondo le habría encantado asistir) y guardó desde entonces un mayor recelo a ese brillante, pero excéntrico discípulo, que deambulaba por las áreas solitarias de la Universidad monologando sobre la tragedia y sus orígenes, sobre ultra-hombres y otras quimeras de pensamiento.

El amor de las mujeres simplemente no estaba a su nivel, pensó Schopenhauer, por eso él podía ser capaz de analizarlo con precisión científica, como quien disecciona una silvestre criatura para estudiar su estructura interna. “Un mero proceso, de la manifestación de la voluntad oculta del mundo, sólo eso y nada más.” Sentenció mentalmente.

Arribó por fin a su casa en Francfort. Descendió del carruaje sin agradecer al cochero. Ingresó a la vivienda. Un recado del ama de llaves Henrietta le comunicaba acerca de que había terminado sin contratiempos sus labores domésticas, y que al día siguiente estaría de vuelta puntual. Arthur Schopenhauer dobló el papel y lo arrojó a un cesto. Así prefería él conducirse con la servidumbre, y con todos los hombres si acaso fuera posible: relacionándose lo menos, hablando poco, viviendo apartado cultivando su sabiduría y su reflexión constante.

De pronto algo fuera de lo común lo sobresaltó. Buscó algo en varías habitaciones, al parecer infructuosamente. Nils, su perro pastor-alemán, no estaba a la vista. Era el único ser a quien Schopenhauer estimaba. Su compañero de soledades y de silencios. Nils no parecía dispuesto a responder a sus llamados. Schopenhauer revisó durante largo rato en el jardín cubierto de nieve. Finalmente localizó al animal: en su caseta con el hocico puesto sobre su almohadón, yacía muerto, por el frío.
Schopenhauer quedó pasmado ante el suceso; lo quiso corroborar, inspeccionó el cuerpo rígido una y otra vez, esperando un síntoma de vida, una esperanza olvidada, pero no hubo tal. Tomó entonces la cabeza inanimada del can, entre sus manos temblorosas. Un hondo dolor le taladró el corazón. En su interior se llevó a cabo una gran batalla. Algunas lágrimas cayeron por su rostro agotado, senil; pero luchó por recomponerse, se esforzó en ello.
“Nada de esto sucede como tal, es sólo una cortina de humo, las deducciones nos llevan al resultado evidente, ¡No puedo flaquear!”
Pero ¿cómo llevar lógica al recuerdo de esos ladridos de tierna dependencia, cuando Nils se llenaba de júbilo al verle arribar proveniente del mundo hostil, y lo ingresaba animosamente a su refugio de sencilla quietud, por medio de locas carreras a su alrededor y húmedas caricias, brindadas con lengüetazos apresurados a sus manos trémulas de anciano?
¿Cómo transmutar en silogismos esas tardes calmas, en que Schopenhauer estudiaba en su sillón notando el cuerpo tibio de Nils acurrucado en sus rodillas, feliz simplemente de acompañarlo, en un dócil reposo?

Su rostro se crispó. Estrechó el cuerpo frío del perro inerte, hizo una última tentativa desesperada por comprender, por asimilar racionalmente esa perdida, ese dolor inmenso que le abrumaba.
“No sentir, no pensar, no desmoronarse ante el contacto directo de esa voluntad imparable que tanto he estudiado. Me he preparado mucho para tomar conciencia de este momento, del instante en el que por fin sintiera toda la fuerza de su empuje imperioso, abrazando mi alma hasta la extenuación.”
“¡Oh Nils, mi fiel Nils…!”

Luego, sin más, la voluntad rompió el dique de su entereza y su resistencia de razones y pensamientos. Se abandonó a una libre tristeza, a un sentido lamento sin trabas, a la corriente de esa singular voluntad que ahora le expresaba su verdadera intención incomprensible, imposible de teorizar, sólo presta asumirla en el dolor de la pérdida, del arrebato del ser querido.

Sin importar la nevada feroz que comenzaba a caer, buscó largamente un lugar adecuado donde enterrar el cuerpo de su perro. Permaneció allí durante mucho tiempo, buscando hacerle llegar, su propia voluntad entregada, a su leal compañero, atravesando la nieve y las piedras húmedas que ya le cubrían.

Llegó la noche.

***

A la mañana siguiente arribó temprano Henrietta a la residencia silenciosa. Halló a Schopenhauer muerto en el diván. En el rostro quieto del filósofo advirtió una suave sonrisa. Llevaba abrazado entre sus manos frías el almohadón de su perro, mismo que resbaló cuando lo retiró Henrietta, y que cayó sin hacer ruido alguno, y se quedó quieto en el piso alfombrado.
Se quedó allí en paz.


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