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Fragmentos de la novela AMARAR EN PORTO MATANZAS…
prosa [ ]
amarar

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
por [Lamarga ]

2008-12-26  |     | 



Fragmentos de la novela AMARAR EN PORTO MATANZAS….


Se mece en el butacón. La cabeza en una niebla dulce, mezcla de recuerdos y de dolor. Una bruma que le impide ver la gravedad del día. Meciéndose, y a la vez, parapetada en el borde de un camino.
Marina reposa sus manos en el vientre; tiene las piernas fláccidas, los dedos se aferran a las usadas chancletas; la boca entreabierta y la mirada perdida. Parece una barcaza semidestruida y varada al capricho de un temporal, en un río inundado de cañas bravas y líquenes, donde flotan renacuajos sobresaltados por la falta de aire.
El vértigo le impide levantarse. La columna vertebral cruje cuando reposa los ojos en las sabanas. Hace viento en ese patio interior. Viento y ruido de viento exiliado y prisionero en una casa. Viento escapado de rendijas, zumbador. Entre sus manos, unas pastillas azules.
Faltan escasos segundos para que arriben. De un golpe seco avala los calmantes. Es el comienzo de una noche cualquiera, de un dolor visceral en el bajo vientre. Espera que los calmantes le adentren a una zona prohibida, donde dejo su vestido sin remiendo.
Escala una montaña de tiritas e hilos, hasta llegar a una niña delgaducha que borda, con ansiedad, cierto rostro conocido. Los hilos son finos, y cada vez que debe cambiarlos pierde tiempo en ensartar la aguja. Solo conoce el punto en cruz. Sobre los ojos ha colocado unos botones en carey, pero el resultado es feo.
“Recomienza”, le ordena Marina, “deshace todo, no es la buena combinación”. La chiquilla le mira de reojo, escupe y se marcha maldiciendo: “no es mi problema, hazte como puedas, no voy a pasarme las horas, tejiendo tu esperanza”.
Extenuada sale de la habitación, se enreda con las banderolas que se secan bajo una bombilla amarilla. Marina cae sin fuerzas en el sillón, y dormita hasta que llega una ambulancia destartalada con los faros encendidos.
El primero en descender de la maquina, muy apurado, con gotas de sudor en el rostro, tiene bordado en la camisa, bajo la cruz roja, su nombre: Auden. Con gestos precisos de medico, le toma el pulso, y le obliga a beber un vaso de agua.
_Huguito, ¿qué me cuentas, vienes en doctor o en poeta?
_ Si me dices la frase para agradar a los guardianes, te saco de este pantano.
_No tengo nada que opinar, me robaron el alma.
El hombre se limita a mirar un cuaderno que reposa en la mesa. Entreabre las páginas en blanco y afila la punta a lo que queda de dos lápices mordisqueados. Los deposita con cuidado y, toma por la mano a una mujer muy delgada, empapada de sudor, quien coloca piedras en los bolsillos de la muchacha.
_Nathalie, no lo hagas más_ grita, mientras tira los seborucos a la puerta._ Arriba, pon los relojes en hora, abandona esa manía de detener el tiempo.
_Perro_ le responde la mujer, subiéndose al asiento de atrás del auto, que en breves segundos trota desaforado la escalinata de la Universidad de la Habana , y se pierde en los pasillos, dejando un fumadero y olor a quemado, bajo el ulular y los lamentos.
Hasta la caída de la tarde, Marina acaricia el cuaderno en blanco, sus dedos no han perdido la ligereza frente al papel. Cada vez que ensaliva el índice pasa diez paginas vírgenes. Es un día parco, ningún otro amigo ha venido.
Recuerda cuando estaba rodeada de conocidos, como se sentaban a la mesa y tomaban té, mientras largas volutas de humo ascendían a la lámpara de la sala. Con las cucharitas hacían música, en las tazas y botellas de vino, mientras contemplaban en una enorme pantalla de cine, la muerte de un hombre, de pelo y barba rala, canoso, esquelético, muy contrariado, que protestaba: “¿Quién se equivocó?, ¿Quién es el responsable? ¿Quién? ”
En la proyección, una dama retira sus guantes y, con una simple caricia, hiela la mirada del viejo que ha defecado en la cama, se ha consumido en su esencia: una pestilente caca verdosa, pegajosa. La señora se dirige luego a los ventanales abiertos al mar caribe, y hace señas a la multitud, reunida en la avenida del Malecón, junto al mar.
Una horda de tótems ocupa la pieza y ramaza la mierda en frascos, jarras, cartones. Tienen el rostro y las manos sucias. Están apurados y es vana la labor, el cadáver desahoga medio siglo de constipación y parece interminable. Un último y fétido gas suena como el cañonazo de la Cabaña y abarca la pieza, desconcertando a los guardianes que se apresuran a abrir ventanas y huir por las escaleras de servicio.
El pedo se expande como una nube narcótica sobre la Ciudad de la Habana. Denso y abrumador, inunda la isla, se incrusta en las fachadas, seca las plantas, desfallece a las montañas. En la confusión, los más valerosos se arrojan al agua, muchos tótems se tiran pistoletazos en la cabeza y ciertas mujeres alborotadas se desgreñan. Todo es confuso, ese aliento final del muerto, impredecible, lóbrego anuncia que al reinado de los Tótems le queda muy poco. Con negligencia, algunos creyentes ramazan el olor en botellitas y con veneración de deidad presente, las conservan en los bolsillos, quizás las expongan en un museo, o las vendan.
Marina lo imagina o así pasó. Un pequeño papel cae al suelo. Marina no se agita a recogerlo. En la pieza entran, salen hombres uniformados, con los gestos precisos, seguros, de quienes no serán tocados, le abren la boca y le inyectan un líquido amargo en el paladar.
No sabe dónde se encuentra. La lluvia golpea las persianas. Ve rostros conocidos: su madre tiene los ojos claros, casi verdes; su abuelo le sonríe mientras anuda canastas con junquillos del río; la abuela afirma con la cabeza y teje, teje vestidos, manteles, pañuelos; su padre entra orgulloso de un pescado atado a un hilo de su pantalón.
La bruma del pueblo de la colina, su pueblo acostado junto a la bahía de Matanzas, baja a su cabeza. Es de noche y nadie ha venido.
_Otro día más _piensa, mientras parte al descanso, y una niña, las manos posadas en la puerta, le murmura: “nos han matado”
El muerto es otro. Es un hombre que expira entre sus brazos, como un toro entre ronquidos y escupitajos de sangre, desgarrando el último poema de aire.
El muerto tiene el cuerpo inflamado de versos; manchas de pintura en las uñas y un bigote de conquistador de nalgas redondas. Dos años ha estado dando brinquitos delante de la pelona, salvándose de a poco de un cáncer sin bochorno, ramificado entre el cuello y sus pelotas.
Veinte y cuatro meses despreciando lo que no hizo, tratando de reconquistar a los enemigos, como si ellos supiesen como evitar la enfermedad, o tuvieran el remedio, o hubiesen ganado: le verán como él jamás sabrá.
El muerto mato sus rencores desde que supo que su hora andaba cerca. Ha perdido la batalla.
Marina le ve enfardar en momia. Envuelto en una sábana como si fuera un bulto de ropa sucia, por lavar, sin la inmortalidad de la poesía, le conducen, solemnemente, a la sala de autopsias.
Dos hombres pálidos del servicio funerario, maquillan a Tamis: un simple hombre muerto, con la afección y delicadeza de quien va a recibir un premio literario en el infierno.
Unas heridas convierten la piel de su frente en un trapo arrugado, y la cabellera negra reposa como un falso pastiche en la raíz de la nuca. Horror de sentir la osamenta del cráneo hueca de toda masa pensante, de todo recuerdo. Un hombre que jamás fue habitado; maldito en su vacuidad, sin entrañas.
Otro corte bárbaro, de soldado de estepa, destripado tras una cabalgata, después de injuriar a los mongoles, nace en el centro del pecho y se prolonga a lo largo del vientre, como una geografía de los países del este de la Europa.
“Tú no eres nada, no fuiste nada, no te salvaron los testimonios, tu eras el cuerpo 21 de la sala de autopsias. El picador de turno jamás leyó tus poemas, jamás los leerá, tú eres solo un muerto que apesta a amarillo.
No fuiste nunca para el picador, aquel muchacho que en las madrugadas descubría Paris, mientras abrían las panaderías, empapado del rocío de las calles húmedas tras el carro de la limpieza; sólo un pobre tipo muerto, carne aún caliente, fresca, por cortar ».
Descansando a unos centímetros del sexo, ahora recogido, apenado, como una miseria, la herida muere, seca.
La imagen le recuérdale calvario, de Malouel. El cuerpo blanco, con trazas de amarillo y un hilo de sangre en el costado derecho, bajo la tetilla. Un hilo imaginario de la sangre que ya no existe en sus venas, y que desciende, corre e inunda los pies de un grupo de amigos cabizbajos, tristes, anonadados.
Marina se debate, si hubiese menos banderolas en su interior, podría ver ese cuerpo extendido, aunaría los fragmentos. A tijeretazos destroza el recuerdo.
_A nadie pedí que me regalaran una muerte.
Se ha herido el dedo y con la sangre dibuja en los cristales. Afuera llueve. El ciruelo se inclina bajo el peso del granizo.
Tiene un granero a su disposición. Si abriera las cajas acumuladas, si pudiera, sabría la historia de ese lugar donde cayó accidentalmente tras huir de una muerte no deseada. Quizás fue ella quien murió, y eso justifica el silencio de la casona, los olores de barro y paja en los muros, los árboles sin hojas, o su cuerpo que tiembla.
Las nubes que uno puede dorar cuando viaja en los aviones, están creciendo en el patio. Como malas hierbas borran el trillo. En el fondo, sobre la pared en ladrillos su abuelo sonríe desde la mecedora. Su madre se ha puesto un vestido con un pájaro bordado, y sonríe segura que evitara el desmayo. La abuela camina sin rostro, de todas formas ninguna arruga de más mejorara su aspecto.
Es su último día en la isla ……


Fragmentos de cuando volví…..

Descender a tierra. A su espalda, una ráfaga de aire helado borra las trazas. Los dedos contractados en las botas, se adentran en el blando suelo y dejan agujeros para los conejos que inundarán la pradera en la próxima primavera. El talón tambaleante deja enormes cráteres, como si ella tuviera un peso descomunal o fuera de una profundidad de abismo.
Marina se funde con el hielo. Si abriese los ojos sabría que está encerrada en un cuartito pestilente a cigarro negro, en un edificio de bajo alquiler, postrado en la esquina de una ciudad con las aceras cagadas por perros.
Ha transcurrido un cuarto de siglo y comienza a desperezar. Una mirada al igloo convertido en colina del horizonte y Maola decide acercarse a la temida aglomeración de casitas en madera donde cazadores, buscadores de pieles raras, exportadores de mujeres blancas, aduaneros cabreados, abortadores del planeta, muertos endomingados, regidos por el espectro de un Tótem defecador, juegan una partida interminable de cartas, junto a hombres y mujeres que zurcen retazos de piel.
Maola entreabre sus ojos rasgados y se arranca la epidermis de la mejilla. Indiferente al dolor, abre los ojos, desmesuradamente abiertos a las luces de las casas. Maola está aterrada de miedo, pues poco a poco es habitada por Marina, quien cobra forma ante el insistente zurcido de los inuitas.
La noche comenzará en breve y los abrigos, las capas de pieles pesan, no corresponden al clima más suave que le invita a penetrar en la civilización, esa que Marina abandono unos quince años atrás para convertirse en silencio.
No recuerda como marchar sobre tierra y menos sobre un lecho de piedras, que rápidamente se aplana en una calle de asfalto negro, extendido en línea recta más allá del apreciable horizonte.
Los árboles espaciados, empercudidos de siena, en escasez de hojas, se agrupan en un bosquecillo. Apenas ha marchado unos veinte metros y las rodillas le flaquean bajo un pánico abrupto.
Maola se detiene jadeante y se esconde en los arbustos. Bastante ha andado,

demasiado ha andado, para salirse de esa marea de noches, meses, lunes o sábados
idénticos, de no ser, pero aún no esta preparada para escuchar voces humanas.
Quizás la noche le aconseje. Inútil de desvestirse de todas las pieles. No sabe si
llegara a empuntar la callejuela o si volverá al país de las tinieblas, si volverá sin desearlo a pasar la frontera de ese lugar llamado depresión.
-Tengo miedo – dice, mordiéndose las manos hasta sangrar.
Como una loba chupa el hilillo de sangre que corre a su muñeca. Alimentándose de su sangre, de ella, la única persona a quien hace confianza, pues sabe que es capaz de abandonarla sin darle una explicación.
La idea de partir a Groenlandia se instaló muy rápido. Marina estaba en abstracción. Jamás podría regresar a su tierra, los tótems le habían borrado definitivamente como ser nacido, los calmantes le volvían hilillo de baba en la comisura de los labios, nadie aparecía, el muerto se podría, el ángel había dimitido y su hija se defendía en una lengua desconocida.
Maola merodeaba con aire salvaje, en su interior se retorcía, y lanzaba arpones a su cervical, su nuca horadada provocaba un zumbido agudo en los oídos. Marina tiembla frente a su mirada. Si amansa su desesperación y espera que amaine el temporal, podrá llegar hasta un lugar civilizado.
Hieve agua y delante del humillo esta la soledad sin muros, el vacío total de una existencia sin manuscritos, el antártico puro. Fue entonces que Maola se impuso y desbarato las neuronas que la ligaban a cierta esperanza. La salvaje mujer loba acuchilló las ideas, las esperas, los pedidos, la infancia, a la mujer, y gritó su poderío. El reinado de Maola comenzó.
Tenía treinta años y un cansancio de mujer. Solo Maola, la no amansada, le permitía sobrevivir.
Marina ha regresado con la misma rapidez que se fue. Un golpe seco la expulso del abrigo. Ningún humano fue capaz de tentarla a que volviese, nadie le ha podido cazar. En el bosquecillo Marina suelta sus cabellos untados de orine y sonríe. Se ha salido, ha renacido, aún no sabe que su piel se ha arrugado, sus mejillas caen desgajadas y si no define sus uñas es porque su vista habituada al blanco ha mermado, al punto de volverla ciega a los colores.

Si un aviador holandés no hubiese extraviado la correspondencia, jamás Maola hubiese pensado que su país cambiaba después de su ausencia, y sus conocidos habían publicado libros, emigrado, tenido hijos, mientras el salón del té de su puerto en Matanzas desaparecía, dejando sin patio de conversación a los afiebrados.
Marina no ha estado lejos. Ha estado simplemente de espaldas. Parapetada en la esquina de la última calle del mundo, con el corazón ocupado por un glaciar, rodeada de abedules enanos, musgos, líquenes que impedían el ascenso de las ambiciones de sus contemporáneos, y el inusual estancamiento de aquella isla donde todo se desmorona para dar paso a un derrumbe mayor.
En dos enormes huesos de ballena ha dejado que la ventisca transcriba su destino. Marina dejó la poesía, dejó la palabra por obscena, por no aliviar sus ardores, ni encontrar la justeza al denunciar la violencia de su patria.
Acostada en la tundra, habitada por caribúes, recogía champiñones, avándanos, preparaba pedales, tallaba anzuelos y pescaba y el sol reluciendo en lo alto del cielo, a medianoche.
En esta zona de desproporcionada belleza, cuando a alguien le agarra un espíritu maligno o se siente perseguido por el mal ojo, opta por cambiarse el nombre. Maola está segura de despistar el maleficio y le da los ojos de los pescados crudos a su hija, quien los come como caramelos.
Pero el tiempo ha pasado. Maola no está contenta de encerrar en su cuerpo a una mujer loca. Quiere partir, quiere mostrar su recorrido por pasajes inhóspitos. Los perros comienzan a ladrar y la piel, el hígado de foca se deshacen. La niña en la travesía, en el kayak nombra a Marina, la interpela por aquel nombre antiguo, enrareciendo el aire purísimo.
Un bloque de hielo se resquebraja con resonancia de hierro. El frío exterior ha mermado, considerablemente, el fuego de su alma hacia el extenso glacial del miedo.
Miedo, miedo de caer entre los Hombres apresurados de llegar a cierto lugar. Miedo de perder la dirección del igloo. Miedo de contar la deshonra que la llevo a esos parajes.

Miedo a escuchar a su paso, ahí va la loca. Miedo a los harapos, miedo a su miedo, a las miradas, a las palabras. Miedo a un poeta quien le regalo su muerte.
Miedo al temblor anunciador del vértigo. A la ventana entreabierta y al sol desvergonzado acariciando sus hombros. A las aceras en sombra; a los pasantes que ríen despreocupados, cuando algo puede acecharles…
…a los relojes suizos; a los relojes eléctricos que parpadean cuando se va el flujo; a la televisión que adormece el tiempo, al canapé confortable con su lienzo mal acodado y sus tripas sangrando por las pezuñas de los gatos… a la frase común deshabitada; a la insinuación, al desvarío. Miedo de escuchar, escuchándose.
Al monologo ignorante del susto. Al suicida que aplaza el día hasta que perfeccione al extremo el cierre de la cuerda. Miedo a la cuerda que amarra los pies, a la metáfora de los lazos del zapato que le recuerdan las cárceles donde no son permitidos.
Miedo a las escupías que dan sed y deshidratan. Miedo al vomito, a la sangre, a la esperma, a la orine, a la mierda que conoce mejor que ella los conductos, recovecos, interacciones entre el exterior y ese interior decorticado por los médicos, y los aparatos de resonancia magnética. Esa inmensa mierda en forma de nostalgia y ausencias de los exiliados.
Miedo al ciclón, no por el destrozo, miedo a su ojo calmado que cubre como un techo la cabeza asustada. Miedo al después cuando se aglomera, se acelera el movimiento, la reconstrucción.
Miedo a pasar por las aduanas donde extraños, desde peceras, te visualizan al revés en documentos de poco estima planetaria, de poca narración de causas. Miedo a esos cuadros de aduana que suenan, chillan las llaves de la casa que has dejado atrás, a la que nunca regresarás y te dan la bienvenida al nuevo infierno.
Miedo al mediodía que se va rápido en la cena presta para cuando lleguen los humanos que incursionan oficinas, durante el santo día, entre inútiles recetas.
Miedo al ruido de una palabra que condene, juzgue, que marca.
Miedo al dentista disfrazado de mudo, espejo en mano, atareado en desenmarañar de la úvula las palabras, la lengua ensalivada y su asfixia de apestar a ajo. Miedo al líquido mentolado que transforma el aliento en cachorrillo domesticado, mientras el médico exige un cheque.

Miedo al beso que entrechoca los dientes, miedo a la mordida que no sangra y envenena los labios, quizás la última antes de que pase un tren expreso por tu mente y todo sea olvido, polvo de olvido, olvido de muerte.
Miedo a la muerte por la sorpresa de que no sea atroz ni enigmática. Solo un sueño y desilusiones permanentes. Este enorme miedo a padecer de miedo, tanta tarea, agobio, incertidumbre vana. Tanto cuento, como un dejarse ir, un partir a dormir en el vientre de la madre y poco a poco abandonar el ruidoso, ambicioso, estremecido corazón que se va apagando hacia la noche silenciosa, infinita, plena de estrellas.
Miedo al día, nunca a la noche. Miedo al reflejo, nunca al puñal. Miedo de no contar con un tributario ángel de este mismo mal llamado vida. Miedo a ser como todos y serlo e irse padeciendo la mediocridad como si fuese una fina espuela en la lucidez.
Miedo al comentario sobre el cáncer y no al humo que asciende, a la nicotina que amarilla el índice. Miedo a la escasez de tabaco en un día feriado, todos los estanquillos cerrados, o al bolsillo vacío.
Miedo a la tinta que gotea de la pluma y traza dibujos y presagios en la carta temblorosa de las verdades.
Miedo a borrar el olor a macho de cada amante inoportuno, de cada bandido que te arrebató un minuto. Miedo a confesar, públicamente, que es mejor la penetración osada de un dedo en cierta vagina hambrienta de golpes secos. Miedo al falo, casi temor a su ausencia y denunciarle por ignorante de las letras que acompañan a los ovarios.
Miedo al café del alba, a las llamadas telefónicas, al conocido que pregunta ¿qué haces el sábado? Y es para empantanarte durante horas con un sinnúmero de conflictos tribales de los que huyes a diario con una soledad importante.
Miedo a que se vea que tienes miedo o que tendrás en el minuto siguiente. Miedo al desespero, a la espera, a las filas de espera, a los grandes comercios. Miedo a las luces blancas de los hospitales, sobre mercancía humana, bien empaquetada para los trepanadores de cráneo de todas las ideologías. Miedo a los aparcamientos subterráneos, al metro, a la caída en los rieles, al túnel que te traga.

Miedo a la cabeza que da vueltas. A las piernas que flaquean, a la flojera de la angustia, al mal de cabeza, a la orden, el autoritarismo, a la sed que se extiende a la garganta.
Miedo al oculista, al proctólogo y su dedo, a mojarse en la consulta del ginecólogo, a que se vea que tiemblo, que vas a desmayar en la avenida, en el transporte común, ordinaria en la marea.
Miedo a las corridas de toro, donde corre la sangre. Miedo a los viajes, nunca a ir, más bien a no querer regresar. Miedo a la emoción que mueve arrítmicamente el corazón .
Miedo a la vejez, a la carencia, a la letra recomendada, a la falta de papel, tabaco, filtro para hacerme un cigarrillo donde chuparé el deshacer de los recuerdos.
Miedo a llamar a mi madre lejana y saber que ha muerto otro en la isla. Miedo a los mendigos que juzgan, a sus respiros que matan. Miedo a decir, a callar. A las buenas personas, a ser, a no ser, a ganar, a perder. Un miedo totalizador que me hace invalida.
Miedo a los amigos que se acercan y se pierden de forma violenta. Miedo a mi vientre que se infla de aire, de agua, de excesos, de grasa, de semen, de embarazos vitales.
Miedo a la pulsión de muerte en cada balcón de un cuarto piso, en cada andén…y caer en la vida.
Maola está profundamente decepcionada de que Marina no se acoja a la vida y con odio le rasga el abrigo, la abofetea y se va.
La Antártica roza las mejillas de Marina, cuando emprende la marcha. La carretera, junto a los acantilados, bordea el barranco y una tierra sin fin. Demasiado grandes sus manos, demasiado rebelde su pelo, demasiada respiración de poros dilatados. La agreste costa, frente al Mar de la Mancha le lacera. Gaviotas, gavilanes marinos anuncian que su hija le espera, junto a un ángel que ha envejecido…




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