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El Accidente
prosa [ ]
Cuento breve de Gocho Bersolari

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por [Gocho Bersolari ]

2004-12-13  |     | 






A mis dieciocho años me permitieron ir al café de la esquina, al que siempre había observado desde lejos. Me fascinaba pasar la noche y esperar el día con una copita de ginebra, sentado en la mesa de madera despintada, llena de arañazos, con leyendas de otras épocas; la mesa por la que habrían pasado tantos solitarios. En las paredes leía con devoción, letras de tango y contemplaba largamente fotos de los cafés más prestigiosos de Buenos Aires.

Así habían sido los años anteriores al accidente: si bien el café me atraía, despreciaba los viejos alcohólicos, blancos y gordos que más allá jugaban al billar, bebiendo copa tras copa, ocultando sus vientres enormes debajo de suéters descoloridos. Yo, en cambio, me asomaba desafiante a la vida: alcanzaba a ver la cabeza del gorrión en el árbol de la vereda; escuchaba los diarieros, veía los camiones de la basura, los policías que cambiaban de ronda... Solía deleitarme con imágenes de mi futuro: había dejado tres carreras, pero tenía claro que "iba a ser alguien" como me instaban en mi casa desde mi infancia.

No sé cuándo la vi por primera vez; durante aquellos años, hubo temporadas lluviosas y frías, pero también llegaron las primaveras con sus días más largos y los estallidos de sol en los veranos. Mi recuerdo de ella, sin embargo, es siempre bajo un cielo gris oscuro; como si perteneciera a un universo donde la llovizna lustrara fatalmente los cantos rodados del asfalto.

Después de lo ocurrido, pienso que podía tener la facultad de modificar el clima; sea cómo fuere, no puedo evocarla sin asociarla a la lluvia y a la niebla. Del mismo modo, tengo la inexplicable certeza de que sólo en ese paisaje tenía sentido su ropa: vestido de una pieza, hindú, propio de los sesenta; una chaqueta de un rojo pastel que le ajustaba el torso y cubría su talle; la falda hasta más abajo de las rodillas, y los zapatos negros con una hebilla que cruzaba los empeines. Después su caminar de costado, con la cabeza apuntando hacia el este de la ciudad.

Durante algún tiempo la miré indiferente, hasta que sus ropas me llamaron la atención; con el gallego - el mozo - hice una broma sobre "una mina que se vestía raro"; el se rió y me dijo que no la había visto. Fue a partir de entonces cuando su cruzar apurado se convirtió en una rutina diaria, como las picadas, el café, la ginebra y el rumor de los viejos obesos que no dejaban el billar.

Desde entonces la esperé día tras día, mirando atento el reloj, temeroso que se retrasara, pero apenas la aguja marcaba las siete y cuarto, aparecía sorteando siempre las mismas piedras, los mismos charcos, y cuando estaba en la mitad de la calle, bajo la luz del cielo nublado, sin la sombra tenue de los edificios, podía ver parte de su rostro: su perfil, su nariz curva y uno de sus ojos que parecía oculto en el fondo de un lago.

Aquello no alcanzaba para decidir si era hermosa o no; además el saco sobre el vestido no me dejaban ver los pechos ni las nalgas; la falda amplia que cubría generosamente sus muslos ocultaba la forma de sus piernas. Sin embargo me atraía la cadencia de su andar, su gesto casi imperceptible; el movimiento de sus caderas que apenas se sugerían...

Pasaron los meses y cada vez estaba más atento a su llegada, hasta el punto que cuando se perdía detrás de la esquina, el corazón me latía con fuerza y las manos me temblaban; me sentía como después de un gran esfuerzo y tardaba un rato en reponerme.

Empecé a calcular su trayectoria: la calle por la que doblaba era una avenida; en alguna época estaba flanqueada por empresas de costura, pero ahora quedaban muy pocas: era posible que trabajara en una de ellas, ya que el vestido hindú y el saco que parecía de hombre, no irían con una tarea administrativa. También era posible que llegara a un lugar y se cambiara de ropa... entonces llenaba servilletas de papel con planos sobre el destino de la desconocida. También tomaba apuntes conjeturando su posible vida: mujer casada que iba a ver a su amante. Madre que le llevaba la comida a su hijo en la cárcel de Caseros (a la vuelta paraba un ómnibus que iba hasta allí); prostituta que bailaba desnuda para un viejo baboso que no hacía otra cosa que tomarle fotos....

Entre los que jugaban al billar había un solo flaco, aunque con un vientre prominente: se dedicaba a entrenar a niños para competencias de atletismo y le pedí prestado el cronómetro. Durante dos días calculé en segundos y en décimas el tiempo que tardaba en cruzar la calle: era exactamente el mismo Pensé que había un error, que no podía repetir la misma marca. El tercer día también lo hizo; advertí entonces que los coches eran siempre los mismos: una rastrojera despintada, un polo blanco, un regata azul, y un par más que no pude identificar. Los mismos vehículos en el mismo lugar, mientras ella cruzaba demorando siempre el mismo tiempo.


Por primera vez decidí no ser un espectador, y esperarla en la vereda donde debía aparecer: la cabecera de una diagonal. Mi reloj estaba ajustado con la hora oficial y medía los segundos con el cronómetro del flaco; el semáforo aún estaba en verde: según mis cálculos, cuando cambiara a rojo cruzaría yo, y en el rojo siguiente lo haría ella. Me instalé cerca de la esquina y miré los transeúntes uno por uno: dos ancianos, una mujer de mediana edad y un par de adolescentes: ella aún no había llegado y lo haría en unos segundos. Quizá intentara cruzar en aquel rojo, pero al advertir que no podía, regresaría a esperar el nuevo cambio: con eso completaba el glorioso minuto 46 segundos dos décimas, ese record inamovible del que no se entararían jamás los muchachos del "Guiness" ni los diarios ni nadie...

El día que decidí esperarla lloviznaba: de ese me acuerdo como si fuera hoy: crucé y puse el cronómetro: pasó el minuto 46; debía darle un cierto de tiempo de ventaja: unos segundos que era lo que debía demorarse en el semáforo.. pero ya iban cinco seis segundos completos. Cuando la aguja marcó diez me asomé: un grupo de personas cruzaban y se dirigían hacia mí, pero ella no estaba. Los coches también habían cambiado.

Vagamente pensé que algo debía andar mal, ya que aquello me produjo una profunda depresión y permanecí dos días en cama: sentía que todo se había acabado, que el universo se detendría de un momento al otro, ya que ella no había cruzado. Finalmente acepté el caldo que diariamente me traía mi madre y me sentí mejor. Me levanté y me miré al espejo: demacrado, con muestras de haber sufrido; sentí que no debía volver al café: esa desconocida me obsesionaba. En el cuarto día almorcé con mi familia y anuncié sonoramente que volvería a estudiar Derecho, pero sólo recibí miradas escépticas.

La imagen de la mujer volvió a mí una y otra vez. A la noche soñé con ella, desperté a la madrugada y decidí volver al bar. Mientras caminaba se me ocurrió algo más contundente para abordarla y al entrar me dirigí a los viejos que, como siempre, se reunían alrededor del billar.

- Che, Braulio, vos tenés una camioneta ¿no?

- Tengo una chatita

- Dale no seas anticuado, chatas eran las de antes las que arratraban caballos. Vos tenés una camioneta, vieja, hecha mierda, pero camioneta. Necesito que me hagas un favor

- ¿Algún flete?

- No: necesito que estés a las siete de la mañana en el semáforo de esta calle. Una mujer va a cruzar y la vas a reconocer enseguida: viste ropas muy raras, una pollera hindú y un saco...

- ¿Pollera hindú? ¿Qué es eso?

- Bueno, un vestido largo y un saco de hombre

- ¿Qué? ¿Te buscaste una mina medio rara?

- No Braulio, lo que tenés que hacer es parar al lado, como si no la hubieras visto. Tu camioneta tiene buenos frenos. Ella se asusta, te dice algo; a lo mejor te putea; entonces intervengo yo. Digo que no te conozco: soy un desconocido que la ayuda, ¿me entendes?

- Ya veo, te la querés levantar...

Braulio no estaba convencido: tenía miedo que pasara algo; admitía que la camioneta tenía buenos frenos, pero era un riesgo... en fin, le di veinte pesos y con eso lo persuadí.

Al otro día estuve en el bar a las seis y media. Braulio era alcohólico, pero cumplía puntualmente con sus citas de trabajo. Antes de empezar, coordinamos nuestros relojes.


- Yo voy a estar en la vereda, y cuando ella cruce vos avanzás y le frenás al lado, justo al lado ¿me entendés? ¿te animás?

Cantidad de veces le había repetido la pregunta, y Braulio abría grandes sus ojos y movía las orejas cuando me respondía que sí.

Esa noche no dormí y antes que amaneciera ya estaba vestido, temblando de excitación. Estuve en el bar a las seis y para entonarme tomé dos cinzanos y comí ansiosamente un salamín picado fino y queso en trocitos. A las siete menos cuarto estuve en la vereda, a una distancia discreta de la senda peatonal, el lugar por el que ella cruzaría. Mi corazón latió con fuerza cuando vi a lo lejos la camioneta de Braulio y escuché el ruido traqueteante de su motor.

Entonces llegó ella y se detuvo a unos diez metros de donde yo estaba: recuerdo la escena como lo dije antes, con el cielo cargado de nubes, incluso con una leve llovizna; curiosamente, el calor del sol corría por mis manos y mi cara. La miré fijamente, con atención, sin disimulo: el vestido era el mismo, sólo que había cambiado de calzado: sandalias de cuero marrón en vez de los zapatos cerrados con hebilla. Era delgada; su nariz formaba un ángulo extraño y sus labios gruesos, apenas estaban delineados con carmín. Esperaba junto a los otros en la vereda, a la altura del semáforo: lo único que había cambiado del resto de la escena era la trompa de la camioneta de Braulio junto a la rastrojera

De pronto ella levantó la cabeza y me miró; pareció asombrarse ante mi mirada insistente, sin disimulos; de pronto me sonrió: sus dientes eran perfectos y su sonrisa enorme pareció llenar mi sangre. Yo también sonreí, levanté la mano y ella me contestó el saludo. De pronto se volvió: el semáforo estaba en verde y se dispuso a cruzar

- ¡No! - grité, pero no me escuchó y caminó apurada inclinada hacia un costado repitiendo el movimiento de siempre

- ¡No...!

Braulio había arrancado su camioneta con el semáforo en rojo, marchó hacia ella, debía detenerse pero no lo hizo. La golpéó y la arrojó hacia adelante y hacia arriba. La vi volar como un globo de gas con forma humana. Subió hasta ser un punto entre las nubes grises y después bajó lentamente, planeando al compás del viento, para golpear con violencia contra los adoquines en punta del asfalto. Rebotó tres veces, hasta quedar inmóvil.

- ¡No!


Otro automóvil pasó por encima de ella y sus huesos crujieron y se rompieron; la gente iba y venía sin advertir nada. La camioneta de Braulio siguió y se detuvo en la esquina, como esperando. Los demás coches continuaron, hasta que el semáforo volvió a cortar. Corrí hacia el cuerpo que se agitaba torpemente en el asfalto. . Me incliné sobre su rostro: sus ojos estabn abiertos y un hilo de sangre caía por su comisura; había perdido una de sus sandalias y su falda hindú estaba sucia. Me incliné y la tomé de la espalda; escuché que Braulio me llamaba, pero no le presté atención. Ella abrió sus ojos y me miró fijamente

- ... No tengo tareas que cumplir... - la interrumpió un estertor - Vos tenés de sobra, aún para guardar. Yo soy una nena que no sonríe todavía; siempre desamparada como quien no tiene un hogar...

- No digas eso... - murmuré. Escuché el chirrido de unos frenos a pocos centímetros de mí. La gente se agitaba a mi alrededor - Quedate tranquila - agregué; mi voz sonó hueca - no es nada, están llamando a la ambulancia.

Aquello no tenía sentido: ella se estaba muriendo y no habían llamado a una ambulancia ni a nadie.

- Yo soy pobre. Tengo la mente de una loca, estoy confundida, oscurecida. Vos sos claro y brillante. Yo sólo soy como una sombra. Vos sos agudo, seguro de vos mismo. Yo estoy decaída; me muevo como se mueve el océano; voy a la deriva, sin rumbo...

Sentí que las puntas de mis dedos atravesaban la tela del vestido y la carne de la mujer, como si perdiera consistencia. El cuerpo vibró y se deshizo: en mis manos quedó el vestido y la casaca que se convirtieron en líquido y se escurrieron por el declive de la calle, hacia la abertura de las cloacas. Levanté la vista: junto a mí había un policía

- ¿Se siente bien muchacho? Está hablando solo y cortando el tránsito...

Me tomó de un brazo: al levantarme vi que en el lugar del cuerpo, una mancha húmeda y verde con su contorno, desaparecía con la llovizna que no terminaba de caer.


- No había nadie - aseguró Braulio después - vos me dijiste que era una mina al lado de la cual tenía que frenar, pero no había nadie en la calle... mejor dicho había unos chicos pero estaban lejos

- La hiciste mierda, Braulio, la golpeaste la tiraste para arriba y cuando cayó otro coche le pasó por encima

- ...después te arrodillaste y le hablabas y hablabas a un montón de ropa que no sé de dónde salió; casi te matan los otros autos hasta que vino el cana...

La discusión siguió durante días y amenazó con hacerse interminable: en el café, aunque lo pensaran, nadie iba a decir que yo podía estar loco. Locos eran los de afuera, los "yuppies" trajeados que pasaban por la vereda, los que trabajaban más de doce horas para ganar una miseria, los que se casaban y se iban del bar...

A partir de entonces no quise asomarme por el ventanal a las siete y cuarto: ella no volvería y de hacerlo sería un fantasma cargado de cosas terribles para decirme.

Algo se distendió en mí y día a día, una indiferencia creciente me ganó los miembros y todo el cuerpo; me inscribí en la facultad y nunca inicié las clases. En el café, poco a poco me uní a los otros, jugué al billar y tomé ginebra con ellos. El primer día que lo hice tuve una inesperada sensación de alivio, y al mes de juego y alcohol ya mi vientre mostraba una hinchazón creciente.

En dos oportunidades y sin muchas ganas, estuve a las siete y cuarto junto al ventanal: como lo había previsto, ella no apareció; el paisaje tampoco era el mismo y los autos se sucedían unos a otros: ya no estaban el polo blanco ni la rastrojera. Con el accidente, el mundo había roto un dique y ahora seguía su curso, ajeno a mí: como si formara parte de una caravana y me hubiera apartado para descansar eternamente a un costado del camino. A veces pensaba que me había correspondido liberar lo que encerraba aquel cruzar diario, inocente en apariencia para qaue el río de las cosas y de la gente corriera con más fuerza. Aquello fortalecía más y más una convicción: mi misión en la vida había terminado; sólo me quedaba pasar el tiempo con los otros.


De tanto en tanto, dormido o despierto, la sueño en la vereda un momento antes de cruzar, con su enorme sonrisa, con sus ojos brillantes y sus labios gruesos; entonces pienso que ese instante fue el punto culminante de mi vida; mi mayor emoción.


Gocho Bersolari

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