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■ Tierra baldía
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2004-12-14 | |
Sabíamos que había llegado la temporada porque el aire se tornaba friolento. Los atardeceres se llenaban de una espesa niebla que bajaba de las montañas, cubría la ciudad y hacía que las luces cobrasen un aire más festivo
Las Navidades de mi temprana infancia en Caracas, Venezuela, estuvieron misericordiosamente libres de influencias angloamericanas. Ni arbolitos de Navidad ni castañas asadas, nadie deseaba ver nieve, y en cuanto a Santa Claus, no era un santo católico pero una figura extranjera, importada, políticamente incorrecta. Además, todo el mundo sabía que el Niño Jesús, cuyo nacimiento cada familia celebraba a través de la hermosa y ya perdida costumbre de montar un pesebre, traía los regalos. Vivíamos en una antigua casa colonial de la parroquia La Candelaria, a una cuadra del parque Carabobo. La sala abría sus enormes ventanas a la calle, para que pudiéramos conversar con vecinos y transeúntes. Tres semanas antes de Navidades papá removía todos los muebles, que se redistribuían por toda la casa. Las mesas se pegaban contra la pared del fondo. Papá y mamá teñían de verde innumerables bolsas de estraza que cubrían de cola y regaban con aserrín, también teñido de verde. Con ellas, sobre cajas, construían un paisaje de montañas y valles que ocupaba la mitad de la habitación. Luego mamá sacaba más cajas conteniendo el nacimiento hecho de cerámica italiana envuelto en papel de seda que había estado guardado cuidadosamente por un año. Mi hermana y yo corríamos de un lado para otro ayudando a colocar los pastores y las ovejas, los majestuosos tres Reyes con sus camellos, el espejo que servia de lago a patitos y cisnes, los arbolitos y el villorrio suizo anacronísticamente colocado a un lado del pesebre, cuyas casas, por un milagro de papá, se iluminaban por dentro. Completaban la escena. ángeles suspendidos sobre todo el conjunto por cordones casi invisibles, y en la pared, un cielo de papel azul cobalto cubierto por diminutas estrellas rutilantes. Cuanto todo se encontraba en su santo lugar, mamá desenvolvía al Niño Jesús y lo colocaba en el pesebre entre la mula y el buey, mientras inclinábamos la cabeza y murmurábamos una plegaria, llenos de anticipación, sabiendo que en unos cuantos días recompensaría nuestras atenciones con regalos. Se abrían las ventanas y los vecinos admiraban nuestros esfuerzos, comentándole a mis padres que cada año nos quedaba mejor el nacimiento. Una segunda costumbre navideña consistía en la misa de gallo. La semana antes del 24 cada iglesia de cada parroquia celebraba misa a las cinco de la mañana, a la que asistían las familias con los niños y amigos, todos cargando sus patines. Después de la misa, los grupos se dirigían a los Caobos, otro extenso parque, donde se patinaba hasta que era hora de salir para el trabajo o la escuela. A veces no asistíamos a la misa, pero entonces los estudiantes de mis padres y sus familias nos tocaban a la puerta cantando aguinaldos a eso de las seis de la mañana, y mi madre corría a informarle a doña María, cocinera, nana y su mano derecha, que había que alimentar a toda la tropa. Otras veces desayunábamos en el parque: fragantes arepas rellenas de requesón o chicharrón de cerdo, asado de solomo con yuca y guasacaca, y el mejor café con leche del mundo, apuntalado con un chorrito de ron para el frío. Porque el virtuosismo gastronómico era parte esencial de la estación. Mi madre cedía la cocina a papá, quien dirigía las más complejas operaciones culinarias. Toda la familia participaba en la manufactura de nuestros puertorriqueños pasteles, bollos rectangulares de plátano verde y yautía amasados con manteca de achiote y un poquito de calabaza, según papá, para suavizar la masa. Mientras se pelaban y rallaban los kilos de verduras y mi madre nos aplicaba yodo en las cortadas y raspaduras que la operación nos producía, el olor a cerdo guisado que constituía el relleno, con almendras, pasas, aceitunas, alcaparras y garbanzos, se filtraba por todo el vecindario. Finalmente, se ensamblaban los pasteles, envolviéndose en hojas de plátano pasadas por el fuego para hacerlas flexibles y luego en un papel especial. Recuerdo el número mágico: 144 pasteles, suficientes para regalos y el consumo doméstico. Los primeros se hervían inmediatamente para que disfrutáramos del producto de la labor familiar, siempre acompañados de un buen vino tinto. Y también teníamos hallacas, la versión venezolana de los pasteles pero con masa de harina de maíz, que Doña María traía de su casa. Papá viajaba por todos campos que rodeaban la ciudad hasta encontrar los elusivos quinchonchos, herencia de nuestros comunes ancestros africanos y palabra venezolana para gandules, sin los que no se concebía una cena navideña. El arroz con gandules acompañaba al lechón asado que papá había ordenado desde el mes anterior. Y pavo, una concesión a las lecturas que hacía mi madre de House Beautiful, pero no asado. Mi padre lo cortaba en pedazos, lo sumergía en vino tinto con cebollas y especias y lo dejaba en la nevera par de días antes de hornearlo hasta que la carne se tornaba púrpura y se desprendía de los huesos. Y los postres, quesillo de piña, torta de guanábana, cortesía de “La perfecta ama de casa,” arroz con leche, tocino del cielo, merenguitos, crocantes por fuera y suaves por dentro, polvorosas, y otras exquisitas galletitas alemanas con exóticos condimentos que eran el regalo anual de una amiga. Si mi padre imperaba en la cocina durante la temporada navideña, mamá era la experta indiscutida en el arreglo de la casa, pero sobre todo de la mesa del comedor, que resplandecía como sacada de una fotografía en las revistas que tanto amaba. Los muebles eran de lustrosa caoba, mostrando las arquitectónicas proporciones masivas asociadas con las postrimerías del estilo conocido como Deco. Mi hermana y yo limpiábamos con aceite de limón cada ranura y recoveco de cada silla, el inmenso bufete, y brillábamos la platería italiana. Papá derretía cera en una lata y lustraba los pisos de madera. Mamá sacaba sus mejores manteles: encaje holandés, bordados portugueses, seda china, lavados a mano, almidonados y planchados cuidadosamente por Doña María. La vajilla inglesa y las copas de fino cristal, adquiridas en el Bazar Caracas, completaban el cuadro. En el medio de la mesa, un enorme ramillete de flores de la estación daba el toque final. A pesar de haber participado arduamente en las preparaciones, aquel comedor siempre nos parecía un milagro de belleza creado por manos ajenas. Papá conducía el brindis inicial, recordándonos que, así como una mesa no se podía sostener sin una de sus cuatro patas, la fortaleza de nuestra familia se encontraba en sus cuatro miembros, todos igualmente importantes. Y para demostrarlo, mi hermana y yo compartíamos el brindis, bebiendo vino mezclado con agua. Las lecturas de mi madre fueron responsables por la aparición del primer arbolito de Navidad. Era, claro está, artificial, y se quemó debido a una falla en los cordones eléctricos de las bombillitas. De hecho, si no recuerdo mal, esto sucedió más de una vez hasta que mama decido comprar un árbol a prueba de fuego. Llegó a la casa con un mamotreto que no tenía ningún parecido con nada natural, hecho de aluminio plateado. Nuestros vecinos se encantaron con el arbolito, que les parecía tan modernamente vanguardista, decorado con lazos de colores y brillando bajo las luces. Pero mantuvimos el nacimiento hasta que nos mudamos a un apartamento en un último piso donde no había espacio. Para consolarnos, papá nos llevó a ver el maravilloso “nacimiento mecánico,” en el que los ángeles volaban, el agua corría en cascadas y el Niño Jesús movía los bracitos y las piernitas. La noche antes de Navidad íbamos a la iglesia y cenábamos temprano, ya que era esencial que estuviéramos dormidos mientras papá y mamá esperaban al Niño Jesús para informarle que habíamos sido muy buenos todo el año, y le entregaban las cartas con nuestros deseos. Y de ahí cómo descubrí quién era el Niño Jesús en realidad. Unas Navidades yo había pedido un piano y mientras papá lo arrastraba a nuestro cuarto, sonaron las teclas. Desperté y, entornando los ojos, lo observé colocarlo al pie de mi cama. Al lado de la cama de mi hermana colocó una inmensa muñeca que literalmente era más grande que ella, y cuya sombra la cubría amenazante. Poco después ella despertó y, asustada, comenzó a llorar. Para calmarle le conté lo que había visto. Mis padres nos regañaron por estar despiertos y nos dijeron que el Niño Jesús había dejado los regalos con ellos, y lo que habían hecho era colocarlos en nuestro dormitorio. Aceptamos la mentira piadosa, pero ya el encantamiento de la ficción se había roto, al menos para mí, aunque no la magia de la temporada. Quedaban las visitas de amigos de la familia, y la llegada de los Tres Reyes, cuyos camellos consumían el agua y las yerbas que les dejábamos debajo de la cama a cambio de más regalos. Hoy en día, no me siento con el mismo ánimo de celebrar las Navidades. Todavía la percibo como una fiesta de carácter religioso, y más que religioso, mítico. Las Navidades actuales se han convertido en una fiesta secular pervertida y corrompida por los excesos del consumismo, una orgía de compras innecesarias, la única manera en la que esta sociedad celebra cualquier evento. Siguiendo las doctrinas de la psicología jungiana, creo que a través de la celebración de rituales aportamos al Opus de la construcción de nuestra identidad espiritual al sentir y actuar la presencia de lo Divino en nuestras vidas. El sentido verdadero de las Navidades consiste en celebrar la llegada de un dios en cuyo nombre compartimos nuestras esencias con otros, algo que debe ocurrir cada día de cada año y no unos cuantos días en diciembre. Alfredo Villanueva-Collado Nueva York, 2003 |
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