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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2010-03-11 | | La expropiación de las empresas petroleras extranjeras que operaban en territorio nacional desde finales del siglo XIX fue un momento clave en la construcción del Estado mexicano post revolucionario. Por su carga simbólica propició la cohesión ideológica en el proceso de formación de una nueva identidad nacional anclada en los postulados de la Revolución y la Constitución de 1917. En el orden político, fortaleció al cardenismo al ser la vuelta de tuerca de un proyecto de independencia basado en el control de las riquezas nacionales y consolidó los avances logrados en materia de reforma agraria, política laboral y relaciones internacionales. En lo económico, proveyó una fuente de ingresos fiscales que habría de ser clave para el desarrollo del país y su inserción en la modernidad del siglo XX. La expropiación precipitó una crisis que por momentos puso a México y a los Estados Unidos al borde de un conflicto armado. Las repercusiones de la medida configuraron uno de los episodios de mayor tensión en una relación históricamente difícil y como una sacudida trepidatoria, lanzó ondas expansivas a los mercados financieros y prendió focos rojos en las cancillerías de un mundo que se aprestaba a una guerra mundial. En paralelo al conflicto económico y político derivado de la expropiación, se desató una intensa guerra de propaganda, quizá la faceta menos estudiada de aquella colisión. En esa guerra los contendientes tenían objetivos muy claros: las empresas petroleras, aliadas con sectores poderosos de la economía y la política de sus países de origen, buscaban debilitar y eventualmente derrocar al gobierno del general Cárdenas, para sustituirlo con un régimen favorable a sus intereses. Por su parte el cardenismo buscaba ensanchar el apoyo político interno al régimen mediante una estrategia de combate al imperialismo extranjero y la salvaguarda de los recursos nacionales. La petrolera norteamericana Standard Oil de Nueva Jersey organizó lo que hoy llamaríamos un “cuarto de guerra” en sus oficinas corporativas del Rockefeller Center de Nueva York y contrató para dirigirlo a uno de los publicistas más hábiles y aguerridos de la época, Steve Hannagan. Desde ese cuartel se diseñaron y ejecutaron campañas de propaganda anticardenista y se organizó el cabildeo en el Congreso, en la Casa Blanca y entre grupos de presión mexicanos e internacionales adversos al gobierno de Cárdenas. La inglesa Royal Dutch Shell tomó por su cuenta promover el desprestigio de México en Europa y fue cabeza de lanza de acciones legales para incautar el petróleo mexicano en los mercados internacionales bajo la acusación de que se trababa de un producto robado. Además de hundir al cardenismo, las campañas buscaron la derogación del decreto de expropiación, ya fuese mediante presiones políticas y económicas, o por la vía de la intervención armada. Para impulsar tal propósito compraron plumas, espacios y prestigios en la prensa de Estados Unidos, en la de México y en la de naciones europeas. Numerosos diarios norteamericanos, ingleses, francés, alemanes y de otros países daban por cierta la movilización de una fuerza expedicionaria para meter en cintura a los volátiles mexicanos, al estilo de la campaña antivillista del general Black Jack Pershing en 1916 o como una reedición de la toma del puerto de Veracruz por el almirante Fletcher en 1914. En el escenario internacional, las empresas expropiadas buscaban crear la idea de que en México operaba un régimen confiscatorio (pro-comunista o pro-fascista según el caso) que al tomar los campos petroleros había comprometido el abastecimiento de combustibles de los Estados Unidos y sus aliados en vísperas de la guerra y por lo tanto era una riesgo para la seguridad nacional de estas potencias. Otra vertiente fue que el país estaba en vías de convertirse en un enclave del fascismo en América, en donde el nacionalsocialismo construía una plataforma bélica para atacar a Estados Unidos. Al interior de México, las campañas tuvieron por meta persuadir a la población de que el general Cárdenas y su gobierno eran notoriamente incompetentes y estaban destruyendo la economía del país y colocándolo en riesgo de una invasión. Pero la verdadera preocupación de las empresas petroleras no eran las pérdidas económicas –con el tiempo se revelaría que el valor de las instalaciones industriales era en realidad una fracción de lo que reclamaban y la producción del hidrocarburo había descendido notablemente- sino la posibilidad de que el ejemplo de México cundiera en la región, se exacerbaran el nacionalismo y el antiimperialismo y se desatara una ola de expropiaciones en América Latina. Como ha observado el profesor de la Universidad de Texas Jonathan C. Brown, autor de Petróleo y revolución en México, “en el escenario internacional las petroleras eran los árbitros supremos del mercado” y nunca antes ningún país había logrado imponer su soberanía sobre sus propios hidrocarburos sin haber sufrido graves consecuencias internas e internacionales. Era entonces una lucha ideológica la que el cardenismo libró. El gobierno mexicano operó contracampañas que fueron particularmente exitosas si se considera el contexto político de la época y la desigualdad de recursos de que disponían las partes. El presidente Cárdenas tenía una sólida experiencia en la movilización de masas y en 1938 había concretado la corporativización de las diversas fuerzas sociales mexicanas. Para la contraofensiva propagandística, tenía a su servicio un aparato de comunicación bien estructurado: el Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad, organismo con rango de secretaría de Estado, dotado de fuerza política y recursos técnicos, si bien no de medios económicos equiparables a los que disponían las petroleras. La Standard Oil y la Royal Dutch Shell tenían bolsillos muy profundos, en tanto que México era un país al borde de la quiebra. Tuvieron a su servicio expertos formados en las escuelas de propaganda de la primera guerra; en México los operadores se habían formado en la práctica del activismo político. Las petroleras pudieron financiar campañas internacionales; México tenía problemas para enviar personeros a buscar apoyo social y político en Estados Unidos y en Europa. Las petroleras subvencionaron publicaciones importantes en ambos países; México imprimió unos cuantos folletos que se distribuyeron selectivamente si bien en varios idiomas. Las petroleras insertaban sus mensajes en producciones de cine de amplia distribución; México produjo no más de quince películas de propaganda con algunas copias en inglés y francés. ¿Cómo explicar, en este contexto, que la propaganda de las petroleras no hubiera logrado generar amplias corrientes populares de opinión pública ni en Estados Unidos ni en México mientras que las campañas mexicanas fomentaron movilizaciones masivas que el propio Embajador norteamericano en aquella época reconoció nunca haber visto antes? No hay una respuesta unívoca ni sencilla. Existe una multiplicidad de factores que deben analizarse para arrojar luz sobre la pregunta. Pero un hecho clave radica en la diferencia intrínseca de la propaganda de las partes. La mexicana estaba basada en una ideología y en una visión de nación, en tanto que las petroleras nunca pudieron apelar a nada más que la defensa de sus intereses económicos. Estudiar la propaganda mexicana en este escenario es fundamental para comprender la naturaleza del régimen cardenista. El cardenismo no pudo haber trascendido en ausencia de su aparato de propaganda. Cárdenas fue un propagandista en el más amplio sentido de la palabra y un eficaz agitador, seguramente el más capaz en una generación de caudillos notables por sus habilidades en la movilización de masas. Ciertamente, hay una discusión y puntos de vista encontrados sobre la equivalencia de los términos “propagandista” y “agitador”. Plekhanov escribió que “un propagandista presenta muchas ideas a una o a pocas personas; el agitador presenta sólo una o unas pocas ideas, pero lo hace a una gran masa de personas”. Lenin abunda en esta distinción, al igual que Michels: “El propagandista opera principalmente mediante la palabra impresa; el agitador, mediante la palabra hablada”. En realidad, como apunta Kenez, es una discusión fútil que no arroja luz sobre la materia ya que es imposible diferenciar en la práctica al agitador del propagandista. En consecuencia no tengo reparo en utilizar ambos términos indistintamente y me parece que con justicia se pueden aplicar para describir esta faceta del Divisionario de Jiquilpan. Cárdenas sin duda destacó de entre sus pares porque de todos fue el más preparado políticamente y el que mejor entendió las necesidades del momento y la naturaleza de la lucha en la que el país estaba inmerso. Desde muy joven comprendió que el éxito de la lucha política pasa por la organización y dirección de la energía social de las masas. A este fin aplicó su notable disciplina y fuerza de voluntad. Es cierto: una persona que durante años se ha empeñado en la lucha política entenderá con mayor claridad la necesidad de generar apoyo popular que otra que sólo se haya dedicado a dar órdenes, como fue el caso de otros caudillos revolucionarios (continuará). Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla. 10/3/10 Si desea recibir la columna en su correo, envíe un mensaje a: [email protected] |
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