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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2008-06-19 | |
“Janet Cooke es una hermosa y vital negra con aire dramático y un extraordinario talento para escribir. También es la cruz que el periodismo -especialmente el Washington Post y en particular Benjamin C. Bradlee- llevará a cuestas para siempre. A los 26 años escribió una vívida y dolorosa historia sobre un heroinómano de ocho años a quien el concubino de la madre inyectaba periódicamente. La información se publicó en primera plana el domingo 28 de septiembre de 1980 y tuvo en vilo a la ciudad durante semanas. El 13 de abril de 1981 ganó para Cooke el Premio Pulitzer.
“En las primeras horas del 15 de abril de 1981, Janet Cooke confesó que era una invención: Jimmy no existía, y tampoco el concubino. Desde ese momento la expresión ‘Janet Cooke’ se hizo sinónimo de lo peor en el periodismo norteamericano, tal como la palabra ‘Watergate’ significó lo mejor.” Así inicia Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post, el capítulo de su autobiografía dedicado a otro de los grandes escándalos periodísticos del siglo, antecedente en línea directa del “caso Jason Blair” aquí abordado hace unas semanas. Bradlee fue uno de los héroes de mi generación. Después del estreno de Todos los hombres del Presidente pedíamos a la Virgen un director como él, bajo cuya batuta pudiéramos emular, así fuera un poquito, a Woodward y Bernstein. Pero ese director nunca nos llegó. Y luego supimos de Janet Cooke. William Faulkner dijo que el novelista puede ser amoral y no vacilar ante nada que le impida completar su obra, pues en la literatura el fin justifica los medios. Mas en el periodismo ni el mejor de los fines justifica la inmoralidad de los medios. Evidentemente, la Cooke no sabía de Faulkner, como tampoco Blair. Y, para ser justos, muy pocos de a quienes hoy leemos en la prensa local. Janet fue, en palabras de Bradlee, “el sueño del periódico”: una negra con inigualables credenciales académicas, políglota, vital, elegante y, por si fuera poco, gran escritora. A mediados de los setenta el Washington Post estaba rezagado en su meta de aumentar el porcentaje femenino y de minorías raciales en la redacción y ella sola llenaba dos huecos. Una bendición. “¡Contratémosla antes de que la ganen el Times o Newsday!”, fue la consigna entre los mandos que la entrevistaron. En sus primeros ocho meses en el Post firmó 55 notas, hazaña no menor. Proporcionalmente, cuando su falsificación fue descubierta apareció un rosario de mentiras: no se había graduado en Vassar, no había estudiado en La Sorbona, no hablaba más que inglés, no... vaya, aparentemente lo único cierto de su currículo es que era negra, y que escribía muy bien. ¿Qué sucedió? En 1982 en una entrevista de televisión dijo que había inventado a Jimmy como consecuencia de la terrible presión interna del Washington Post, en cuya redacción se seguía viviendo el ambiente de competencia generado a principios de la década anterior con los éxitos periodísticos del affaire Watergate. Al parecer algunos informadores le habían insinuado la existencia de niños drogadictos, pero al no dar con ninguno decidió inventar a Jimmy para aplacar a los editores del periódico que la presionaban para escribir sobre esos casos. Janet se equivocó. El dramático artículo sí merecía el Pulitzer, pero de literatura. Tiempo después de que la verdad quedara al descubierto para la eterna vergüenza del diario y de su director, Janet se casó con un diplomático y se mudó a París. En 1996 vendió su historia a la revista GQ y los derechos cinematográficos por un millón y medio de dólares. Como lo haría el Times 15 años después con su propio tropiezo, el “caso Blair”, el Post ordenó una investigación interna que se publicó con entrada en primera y cuatro planas interiores. En su libro, Bradlee recuerda que tomó la decisión de que nadie revelaría más del asunto que el propio periódico. “De mis años en la marina aprendí que para salvar a un buque lo más importante es el control de daños.” Y el único control de daños era decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Cooke y Blair nos dejan una gran enseñanza a todos los periodistas. Y a los cuentistas que se sienten reporteros. |
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