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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2009-10-23 | | Para Froylán Flores Cancela y todo el equipo de Punto y Aparte. Las discusiones que provocó y el ambiente que generó el presupuesto para 2010, crisparon a la nación. Primero los pobres fueron sacados del olvido y con su miseria se tejió un estandarte que el Presidente enarboló con bizarría hasta que las negociaciones del martes 20 y la sustitución del 2% por el IVA de 16% obligaron a arriar el blasón y a depurar el discurso oficial: los pobres regresaron al olvido en que se encuentran. Ciro Gómez Leyva (Milenio, 22 de octubre) recogió un sentir generalizado: “Nada. Ganaron los burócratas. Los demás, a pagar impuestos a cambio de nada. Los burócratas se burlarán y dirán que, claro, a nadie le gusta pagar impuestos y que sin su paquete las cosas se pondrían peor. Cuánta mediocridad. Lo dicho: con esta generación de políticos no se puede ir lejos. Son la generación del fracaso.” En 1914 apareció Introducción a la política, obra temprana y notable de Walter Lippmann. El prólogo de este ensayo, 96 años después, parece el espejo del recién vivido episodio mexicano. A quienes Gómez Leyva llama burócratas, Lippmann denomina “reformistas”. La frialdad con la que 480 diputados aprobaron las alzas a los impuestos -sin un guiño a “los pobres”- dice que algo está podrido en Dinamarca. Leamos: “El más acerbo juicio que hoy se endereza a la política es la indiferencia. Cuando los hombres y mujeres comienzan a sentir que ni las elecciones ni las legislaturas importan mucho y que la política es una suerte de ejercicio pasajero y sin importancia, el reformista debiera hacerse una introspección. La indiferencia es una crítica que sobresee a las oposiciones y a las controversias al llamar a cuentas al mismo método político. Los dirigentes sociales reconocen esto. Saben que no hay un ataque tan demoledor como el silencio, que ninguna invectiva es tan devastadora como la sabia e indulgente sonrisa de los ciudadanos indiferentes. Ávidos por creer que todo el mundo tiene un interés semejante al suyo, llega el momento en que incluso los reformistas se ven obligados a aceptar la extendida sospecha del hombre medio de que la política es un espectáculo en donde hay mucho ruido vano. Pero tales momentos de iluminación son raros. Se dan en escritores que comprenden cuán amplio es el público que no lee sus libros, en reformistas que se atreven a comparar el padrón de afiliados de su organización con el censo de los Estados Unidos. Quienquiera que haya sido beneficiado con tal instante de luz sabe lo exquisitamente doloroso que es. Para sobreponerse a él las personas por regla general recurren al antiguo alivio de la autodecepción: se quejan de la inmovilidad de las masas y de la apatía popular. En tono más intimo, dirán que el ciudadano común es ‘una persona irremediablemente ensimismada’. “El reformista mismo no carece de insensibilidad cuando da credibilidad a la ficción de una masa popular que se abarrota en torno a los servicios cablegráficos y exige las noticias del día antes de que sucedan, que se agita al borde del pánico ante el discurso descarnado del financiero y establece una nueva religión más o menos cada mes. Pero a poco la autodecepción deja de reconfortar. Esto sucede cuando el reformista se percata de cómo la indiferencia hacia la política comienza a anidar en algunos de los espíritus más alertas de nuestra generación, y se integra a la conducta de hombres tan capaces como cualquier reformista de amplios y originales intereses. Pues entre las mentalidades más agudas, entre los artistas, científicos y filósofos, hay una notable inclinación a hacer virtud de la indiferencia política. La adhesión demasiado apasionada a los asuntos públicos se percibe como conducta algo superficial, y al reformista se le trata con la condescendencia de un individuo bien intencionado pero más bien aburrido. Esta es la crítica de hombres ocupados en labores legítimamente creativas. Con frecuencia no es exteriorizada y más que ocasionalmente el artista o el científico se unirán a un movimiento político. Pero en las profundidades de su alma vive, sospecho, un sentimiento que dice al político: ‘¿Por qué tanto afán, hombrecito?’ “Nada además es tan revelador que el doloroso afán con el que muchas personas se allegan un conocimiento de la cosa pública porque tienen conciencia y desean cumplir con su deber ciudadano. Luego de leer un número de artículos sobre asuntos tarifarios y abrirse paso entre la metafísica de la cuestión monetaria, ¿qué hacen? Se vuelven con mayor energía hacia algún interés humano espontáneo […] Pero hacia los asuntos del Estado […] su interés es más bien tibio, nacido de un sentimiento del deber y pronto abandonado con una sensación de alivio. “Tal reacción podría no ser tan deplorable como parece. Tome su periódico, lea la crónica parlamentaria, repase mentalmente los ‘temas’ de la política y luego pregúntese si el hombre promedio es de culpar si lanza una mirada divertida al desastre anunciado y se rehúsa a dar al político el beneficio de su propia evaluación retórica. Si los hombres no encuentran interesante a la cosa pública, ¿no será que la cosa pública no es interesante? Tengo más o menos un interés profesional en los asuntos públicos; es decir, he tenido oportunidad de estudiar la política desde el punto de vista de quien intenta captar la atención popular para llevar a cabo alguna reforma. Al principio era una confesión difícil, pero entre más vi de la política a primera mano, lo más que respeté la indiferencia pública. Había algo fastidiosamente trivial e irrelevante en nuestro entusiasmo reformista, y una dolorosa justicia en la crítica semiconsciente que se rehúsa a colocar a la política entre las actividades humanas genuinamente creativas. La ciencia es válida, el arte es válido, el más humilde ayudante de laboratorio desempeña un trabajo válido, quienquiera que se haya expresado a través de la belleza tiene valía. Mas la política es un drama personal carente de significado o una vaga abstracción sin sustancia. “Sin embargo está el hecho, incontrovertible como siempre, de que los asuntos públicos sí tienen una gran e íntima consecuencia en nuestras vidas. Nos construyen y nos desarman. Son el cimiento del vigor nacional mediante el cual las civilizaciones maduran. Lo urbano y lo rural, las fábricas y el recreo, la escuela y la familia, son poderosas influencias en cada vida, y la política está directamente conectada con ellas. Si la política es irrelevante, ciertamente no es porque los asuntos que trata lo sean. Los asuntos públicos gobiernan a nuestro pensamiento y a nuestras acciones sutil y persistentemente. “Llegué a la conclusión de que el problema radica en la manera en que la política se ocupa de los intereses nacionales. Si los asuntos públicos parecen divagar sin rumbo, sus resultados, no obstante, son de la mayor consecuencia. En la cosa pública las penas y las recompensas son tremendas. Quizá la aproximación esté distorsionada. Quizá suposiciones acríticas han nublado la verdadera utilidad de la política. Tal vez se pueda generar una actitud que logre acaparar una atención nueva. Pues existen, creo, errores de nuestro pensamiento político que confunden la actividad vana con los logros legítimos, y dificultan que las personas entiendan en dónde deben participar. Quizá si pudiéramos ver a la política bajo una nueva luz, atraparía a nuestros intereses creativos.” Quien tenga oídos… etc., etc. Amén. Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla. 22/10/09 Si desea recibir la columna en su correo, envíe un mensaje a: [email protected] |
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