Llegó llorando, lloraba como nunca la había visto llorar. El cuerpo se le estremecía, los delgados labios le temblaban de rabia, sus ojos rasgados brillaban de indignación.

-¿Qué pasó? le pregunté.

Me han derrotado, -dijo- y calló.

Una infinita tristeza se dibujo en las sombras de su rostro. En él pude leer el dolor de perder 16 años de ejercer el periodismo libremente, de decir las cosas “al chile”, como decimos acá.

Tenía meses enfrentando las presiones del gobierno para obligarla a dejar su puesto en el diario local donde trabajaba, era una de las pocas que quedaban firmes luchando hombro a hombro con su jefe ante el abuso del poder.

Un nuevo sollozo detuvo mis cavilaciones, y de nuevo le pregunté qué fue lo que sucedió.

Nada, -dijo- Me llamaron por teléfono de gobierno

¿Y?

-Me dijeron que me acordara que tenía familia...

Entonces fuimos dos las que lloramos.