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El Delta Jazz Club
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2005-07-15  |     | 



Era un sitio improbable cerca de lo que se conocía como Rincón de Milberg. Toda su ambientación remitía a lo que había sido la cuna del jazz, un estilo bien Dixieland. Era como si un pedazo del Delta del Misispí se hubiera trasladado a nuestro Delta del Tigre. Hasta en su bien provista bodega se podían encontrar algunas botellas de buen bourbon. A un costado una barra con taburetes, más allá algunas sillas baqueteadas y unas cuántas mesas en círculo a un mínimo escenario. En este había un piano blanco que parecía rescatado de la película “Casablanca”, unos atriles con sus sillas y descansando sobre el otro costado un enorme contrabajo. El lugar cumplía múltiples funciones. Era cita obligada para todo amante del jazz, pero también en el se llevaban a cabo turbias transacciones, operaciones políticas, encuentros de gente pesada y, por supuesto, funcionaba un lupanar y el salón de juegos.
Detrás del escenario había una pieza grande, dónde se realizaban algunas que otras partidas de póquer, truco y pase inglés. Más al fondo, otra habitación era depósito, oficina y sala de reuniones de gente de avería. Y en algunas otras dependencias, las muchachas que merodeaban entre las mesas, llevaban a los mocetones a conocer el placer.
No era nada sencillo pertenecer al lugar. No solo se debía tener una cierta erudición sobre jazz, sino que también había que demostrar actitud para defender cierta postura ideológica. Aunque parezca mentira las discusiones sobre estilos musicales dividían a más de uno. Por lo cuál no era raro de ver algunos fanáticos agrupados bajo el nombre de “Los pibes del Conde”, y a otros como “La barra del Duque”. Lejos, en “La Gran Manzana”, sin saber los ardores que despertaban por estas tierras Count Basie y Duke Ellington seguían haciendo buena música. Por supuesto que estás divisiones no llegaban a mayores, pues los que morían, por ejemplo, por Ella Fitzgerald eran antagónicos de los adoradores de Sara Vaughan, pero encontraban un punto de equilibrio en el arte incomparable de Billie Holiday.
Yo había llegado al club apadrinado por un conocido puntero de la zona de Beccar, perteneciente a un partido hegemónico por aquellos años. Esa noche la discusión giraba en torno a guitarristas de jazz. La cosa estaba sumamente pareja entre Eddie Condon y Django Reinhardt.
-¿Y usted que opina?-Yo trataba de no opinar, era el novato.
-Yo opino que el mejor guitarrista de jazz es nuestro-Tuve que tomar partido.
-¡Pero diga, hombre, de una vez!
-El mejor es Oscar Alemán.
Varios pares de ojos me miraron en una gama de sentimientos que iban de la comprensión, pasando por el asombro y llegando a la más feroz reprobación. Lo que pasaba con Oscar es que tenía ciertas actitudes circenses que molestaban a los puristas. Por ejemplo tocar la guitarra a sus espaldas, arrancar sonidos de las cuerdas con sus dientes o imitar el ruido de un avión en caída, por supuesto con la guitarra. Ahora cuándo el tipo tocaba… ¡Cuándo tocaba el jazz!... ¡Por Dios! Tenía el swing, el rhymt y el blues. Tenía todo el ritmo a flor de piel.
Pero la cosa se puso tensa. Los detractores eran más que los admiradores… y yo estaba en problemas. Se acerco “El Armenio”, y con su rostro bruñido en mil pleitos me miro como quién va aplastar una mosca. Era el dueño del tugurio. Me apoyó su mano callosa sobre mi hombro y me preguntó:
-¿Dijiste Oscar Alemán…pibe?
-Si… si… Oscar Alemán-Tartamudeé.
-Oscar Alemán-Me palmeó el hombro, antes de perderse rumbo a la oficina-Está bien… ¡Muy bien! Desde ese día mi opinión tuvo un cierto peso en el club.
Otra noche ocurrió algo tan irreal como raro. Solo posible por el respeto de ciertos códigos ya fenecidos. Un mítico asesino de fines de los cincuenta, oriundo del barrio de Caballito conocido como “El Pibe” Langoni, estaba disfrutando de la actuación del elenco estable del local. Estos eran un rubio altísimo que tocaba el piano, para todos “El Polaco”. El baterista: “El Colo”, por su subido tono rojizo. En guitarra “El Manco” Gutiérrez. “Faty” Spinoza en la trompeta, y tocando el contrabajo un negro ciego que parecía provenir del Harlem, solo que este era del Cerro, Montevideo, Uruguay. Por siempre “El Oriental”.
En ese momento llegó al lugar un reconocido jazzman, y hombre de acción. El comisario Meneses. Ambos contendientes se saludaron. El pibe con una inclinación de cabeza, el comisario tocando con la punta de los dedos el ala del sombrero. Luego de disfrutar del espectáculo, ambos salieron a dirimir sus diferencias. Cuentan los vecinos memoriosos que se escucharon algunos estampidos de calibre 45, y luego se hizo el silencio. Esa noche “El Pibe” Langoni escapó a su destino. La próxima y ya no tendría tanta suerte con el implacable comisario.
La estrella indiscutida del Delta Jazz Club era el trompetista Faty “Spinoza”. Venían músicos de diferentes lugares a desafiarlo. A ver quién era el Rey del Lugar. Esa noche cayó un sujeto, que según los comentarios era imbatible en la zona Oeste del Gran Buenos Aires.
El tipo desafío a “Faty” por el honor y algo más. El algo más quedo en custodia en la caja fuerte del “Armenio”.
El hombre comenzó su solo en forma majestuosa. Todos los músicos, en especial los trompetistas, tratan de encontrar la nota diáfana… la nota perfecta. “La blue Note”. Aquél sujeto remató su solo con una nota aguda y limpia.
“Faty” Spinoza comenzó su actuación como temeroso… dubitativo. El sudor coronaba sus despobladas sienes. Apretujó el pañuelo en su mano derecha, y sacó toda su garra y talento. El sonido fue creciendo, y llego a una cumbre de perfección y belleza. Una “Blue Note” como jamás había escuchado, y como jamás ya volvería a escuchar. La amplía sonrisa satisfecha en su cara de luna llena. Lo había hecho de nuevo. El gesto de felicidad se mezcló con el de sorpresa. “Faty” puso sus ojos en blanco y cayó pesadamente en el escenario. Y aunque parezca cosa de cuento, El Delta Jazz Club no lo sobrevivió mucho tiempo más. Solo conviven aún en mis brumosos recuerdos el viejo Club, la sonrisa de “Faty” y la “Blue Note”.





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