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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2012-08-11 | | Tras enterarse por el ferroviario-ranita de que su vecino Ioancoo era estrigoi, Helena no podía conciliar el sueño. Pensamientos extraños ocupaban enteramente su razón, nada ocurría en su mente que no tuviera que ver con este descubrimiento. Se había separado del ferroviario en el tren, antes de que Ioancoo se despertara y desde entonces no lo volvió a ver. Estaba segura de que el anciano en traje azul de paño, sabelotodo y con las señales de los Ferrocarriles en la chaqueta no hablaba en vano y la había vigilado en el Palacio de Cuttyt. De otra forma, no habría podido saber con tanta exactitud cómo se había desarrollado el encuentro, de qué había hablado con la supuesta prima de Viltor y, sobre todo, los detalles sobre la rozalică de ciruela embrujada y sus efectos sobre su memoria. El mayor argumento a favor de la autenticidad del ferroviario-ranita resultaba del descubrimiento que acababa de hacer gracias a él, es decir, que Ioancoo era un estrigoi. Y si Ioancoo era un estrigoi, las cosas se complicaban mucho para ella y su futuro. Al no tener ya con quién hablar sobre Trahan y el mago Cuttyt y sobre todo porque hasta la estación de Ciucea solo faltaban por recorrer unos quince kilómetros, despertó al anciano. −¡Despierta, Ioancoo! –le dijo con desprecio y lo tiró del hombro−. ¡No duermas como un leño, que te mostrabas fuerte donde el mago! El hombre balbuceó algo, se quedó con los ojos cerrados durante unos segundos y luego se despertó del todo. −¿Qué…? ¿Ya hemos llegado? −Casi –contestó Helena, dándole a entender que no por eso le había despertado. −Oye, Helena… Dame, por favor, una manzana, si te queda alguna en la bolsa, ¡que tengo la boca más amargada tras este sueño! −¡Cuando maduren! –le contestó Helena con malicia−. Si quieres manzanas, ¡vete y cómprate! El anciano la miró por unos momentos a los ojos, intentando darse cuenta por sus miradas de en qué se había equivocado y con qué se habría delatado durante el sueño, que provocara en ella un cambio de actitud tan drástico. −¿Qué te pasa, Helena? ¿Por qué te comportas así? –le preguntó después de que el aire respirado le refrescara un poco la boca−. Cuando me puse a dormir no parecía que tuvieras algo que objetar a la excursión. −Excursión, ¿no? –reaccionó Helena−. Me has llevado al hechicero para que me convenza de mandar a mi hijo a la muerte, ¿verdad? ¿Se te ocurrió hacerte el generoso con una familia desdichada, en cuya casa has entrado siempre que has querido? Ya sé quién eres, Ioancoo y el diablo de monja con cruz ortodoxa en el cuello y mi prima Domnița que vive hace diez años en Mogoşoaia y que no ha pisado nunca los Palacios de Cuttyt. Que sepas que voy a mandar a Trahan allí, que no por eso me he esmerado yo en criarlo y he llorado tantas noches con la cabeza en su almohada. ¿A mí se te ocurrió atormentarme, miserable? ¿Has olvidado los sacrificios que hice por ti y cómo me he burlado de mi propio marido para hacerte a ti feliz? ¡Cinco años de infidelidad y un hijo estrigoi, eso me trajeron tus brujerías! ¡No pasa nada, brujo-criminal, de mi furia no te va a librar ni el padre del padre de Cuttyt! Agarró la bolsa de la estantería para maletas y echó a correr por el pasillo. −¡No quiero verte jamás, chucho! –gritó por último y se perdió entre los demás viajeros. En Ciucea, Ioancoo no se atrevió a bajarse del tren. La estación estaba embrujada. Dos mastines se paseaban lentamente, hombro con hombro, en la dársena número cinco. De vez en cuando se paraban y miraban hacia las ventanas empañadas de los vagones. Una gata se había subido y sentado en el tejado de un vagón de mercancía abandonado en la estación. En el otro lado del tren, otras dos gatas examinaban cada compartimento desde la ventana enorme de la oficina del guardagujas. Helena bajó del tren y se dirigió prudentemente hacia el Ford que había dejado aparcado en un rincón de la estación sin edificios. Buscó las llaves y la encontró en el bolsillo derecho de su chaqueta, cerrado con la cremallera. Abrió la puerta y se sentó al volante. Del tren no bajaron más de veinte personas. Sin embargo, una de ellas apareció desde la nada cerca de su coche y le preguntó: −¿Me puede llevar a mí también hasta Cizer? −¡No! –contestó Helena, convencida de que era Ioancoo transfigurado−. Ni me lo pienso… Giró la llave en contacto y como el coche había quedado en marcha atrás, retrocedió furiosa hasta el medio de la carretera, cambió de velocidad y aceleró. Hasta Pectara había que recorrer unos treinta kilómetros. La siguiente parada del Acelerado era en La Piedra del Rey. Allí Ioancoo tampoco tuvo una mejor recepción. En los andenes helados vio perros y gatos, un carruaje con dos caballos vigorosos, un guardabosque y tres vendedores de ollas de barro. −Está claro –murmuró Ioancoo para sí mismo, porque se había quedado solo en el compartimento−. Me están persiguiendo los pitoidas, tengo que transformarme. Abandonó el compartimento, salió al pasillo, abrió la ventana y cuando el tren partió, le hizo una señal con la mano al guardabosque. Este no le contestó con ningún gesto, pero corrió apresuradamente al carruaje y partió como un rayo detrás del tren. Tras menos de un kilómetro, el tren se paró de repente. −¡Alguien ha tirado a un hombre del tren! –gritó un viajero desde la ventana. −¡Yo también lo he visto! Creo que primero activaron la señal de alarma, por eso nos hemos parado. −¿Desde qué vagón? –se escuchó la voz del ferroviario encargado−. ¿En qué lado? −En este –dijo el que había hablado primero−. Tiene que estar en esos arbustos. El ferroviario encendió la linterna desde el tren y la dirigió hacia los arbustos indicados por el viajero, pero no vio ninguna persona herida cerca del sitio. −Un perro como un ternero de grande ha salido de allí y echó a correr por el borde de la carretera de vuelta hacia La Piedra del Rey –gritó un tercero. −Entonces ese ha sido –los tranquilizó el ferroviario−. Por aquí ocurren cosas de estas. Dio la señal de partida al tren, soplando tres veces en el silbato colgado al cuello y agitando hacia arriba y hacia abajo la banderita amarilla, y luego cerró la ventana. Los viajeros se apaciguaron y volvieron a ocupar sus sitios en los compartimentos. Durante el salto, Ioancoo había girado tres veces en el aire y se había transformado en un mastín enorme y cuando el tren se alejó, se detuvo en la cima de una colina, a menos de trescientos metros de la carretera. Se recompuso tras el esfuerzo de la transfiguración, se colocó como para poder hacer un salto considerable y se quedó esperando. Cuando el guardabosque que perseguía el tren llegó delante de él, le saltó detrás. No le dio tiempo a decir ni «¡Au!» al valiente pitoida, ya que Ioancoo le mordió la cabeza. Lo agarró tres veces con sus fuertes quijadas por la cabeza y el cráneo del pobre hombre se despedazó como una piel seca de calabaza. Paró los caballos agarrando los arreos con los dientes, arrastró el cadáver lleno de sangre en un arbusto, gruñendo: −Uno como tú le ha dicho a Helena que soy estrigoi, guardabosque imbécil, ¡y en su lugar, tú pagas con tu vida! De hecho, una vida de pitoida-bantuitor… tampoco es gran cosa. Retrocedió unos pasos, cogió impulso y saltó en la hondonada que se extendía ante sus pies. Unos minutos después, salió de allí transfigurado en hombre, completamente desnudo y helado de frío. La ropa se le había quedado en el arbusto al que había saltado desde el tren, así que cogió una manta del carruaje, se envolvió en ella y subió en la pescante. Cogió el látigo, dio la vuelta al carruaje y partió por un camino forestal hacia Beerk. No tenía reloj, pero por la posición de las estrellas podía ser la una de la noche. Helena había llegado antes que él a Pectara. Aparcó el coche en la callejuela, delante de la casa de Mariza, y de allí fue andando hasta la suya unos treinta metros. Ciubuc la sintió y salió a su encuentro. A Trahan se lo habían llevado las estrajiles unas veinticuatro horas antes, pero ella todavía no lo sabía. Adelantaba por la callejuela como en un mar de oscuridad en el cual las casas, los ciruelos, los manzanos y los nogales, bajo el peso de la escarcha blanca, se habían enturbiado. En su alma, la ascensión del odio que sentía por Ioancoo no podía ser parada, la respuesta a la pregunta que le había hecho al vendedor de billetes acerca de la descendencia de un estrigoi y una mujer normal era el motor que lo generaba. −En este caso… Trahan es el hijo de Ioancoo –pensó en voz alta, acercándose al jardín de flores−, por eso el muchacho salió estrigoi. Y Beerk, la tumba del secreto que Viltor no debe conocer jamás. El precio que no he pagado por mi pasión por un estrigoi adulto, tierno y majestuoso ha vencido ahora. La miseria moral de la que soy culpable va a ser limpiada esta noche… Se paró y le dio un puñetazo al portal abierto. −Si he vivido más o menos fácilmente con la conciencia de la infidelidad conyugal durante dieciséis años –siguió reprochándose−, ¡en la realidad de las consecuencias de esa aventura ya no puedo vivir! Subió al porche, tocó el picaporte de la puerta del zaguán. Mientras permanecía con la mano tendida sobre el picaporte, preguntándose si tenía el derecho de cruzar alguna vez el umbral de aquella casa, en su mente se sucedieron las imágenes de los primeros días de Ioancoo en el pueblo y toda la historia de la familia usurpada por él. Multitud de acontecimientos nefastos encontraban ahora una explicación en el hecho de que él fuera estrigoi y las razones por las que Cuttyt lo había mandado a vivir en Beerk eran obvias. La casa de Ioancoo estaba construida en medio de la finca comprendida entre la Colinilla del Sig y la Colina de Palcău y Viltor podía considerarse familiar de Ioancoo, si admitía que este, el segundo marido de su tía Soraia, era su tío político. Veinte años antes, cuando la tía de Viltor, Soraia, conoció a Ioancoo y lo presentó a todo el mundo como su nuevo esposo, al quedarse viuda con tres niños, este era el hombre más imponente del pueblo. Nacido en una localidad incierta y llegado al pueblo en calidad del hombre de la casa, las mujeres volvían la cabeza tras él sin rubor, aunque los maridos de algunas, como campesinos que eran, las obsequiaban con alguna bofetada cuando las sorprendían. Por entonces, Ioancoo era alto, recto y de espalda ancha, hacía jogging por las mañanas hasta la Colina del Bosque y de vuelta, bebía café y se perfumaba después de cada afeitado, no solo los domingos, como hacían los demás hombres del pueblo. La tierra en la que estaban construidas las dos casas, la suya y la de Viltor, habían sido antes una sola propiedad. El abuelo de Viltor había tenido dos hijos, a Soraia y al padre de Viltor, había separado el terreno en dos partes iguales por el Riachuelo de Valera, y por eso la relación entre las dos familias siguió siendo una de parentesco, incluso tras la muerte de Soraia. En la casa de la tía Soraia empezaron a aparecer fenómenos extraños inmediatamente después de su casamiento con Ioancoo, pero nadie, con la excepción de Mariza, había pensado que tuvieran algo que ver con la llegada de este a la familia. En menos de tres años, la mujer pereció, al igual que sus tres hijos menores. Primero se fue el hijo mayor, que se llamaba Viltor, igual que el marido de Helena. Viltor se ahogó con una sarma, con apenas dieciséis años en la primera Nochebuena que celebraban junto con Ioancoo. Nadie pudo salvarlo, aunque estaban presentes muchas personas y los amigos y los familiares guardaban su imagen fresca en la memoria, porque había sido un buen muchacho. Surgieron muchas voces que decían que la muerte de este no había sido cosa limpia, entre las cuales estaba también la de Ioancoo mismo. Ioancoo, que acababa de casarse con Soraia, llamó a nueve curas a hacer nueve servicios diferentes para alejar a los malos espíritus de la casa. Es cierto que él no estaba en casa durante los servicios de santificación de la casa, de los pozos y de la granja, alegando que tenía otra religión, pero los compaisanos apreciaron su gesto. Un año más tarde, Radu, el segundo hijo de Soraia, se cayó al pozo y se ahogó bajo las miradas de su madre y otra vez hubo en la casa duelo y dolor durante medio año. «Esto no huele bien» escribía entonces el periódico local Las cinco de la tarde, sugiriéndoles a los fiscales de Sim Leusilv que deberían buscar la verdad también en otros sitios. Ioancoo personalmente se dirigió a la policía y solicitó una inspección especial, tras la cual fue multado él mismo por no haberle puesto al pozo un tubo de hormigón más alto. −¡Pobre hombre! –le compadecía la gente−. Tras aceptar ser padre de tres niños huérfanos y quererlos como a la luz de sus ojos, ahora paga también multas injustamente. −Al diablo, ¡que pague! Que se hubiera caído él en el pozo –lo maldijo entonces Mariza, que vivía enfrente de Ioancoo−. ¡Este es un miserable y un diablo mezquino! ¡Y vosotras, las mujeres, sois tontas y se os secan los ojos de tanto mirarlo porque viste unos andrajos de segunda mano para parecer de la ciudad! Instintivamente, sintió que la muerte de los dos adolescentes tenía que ver con la llegada de Ioancoo a Beerk, pero como no pudo justificar su actitud, la consideraron celosa. Más tarde se murió la misma madre de los tres huérfanos, Soraia. Con ella la cosa fue más complicada, porque pisó un clavo oxidado, no fue al médico, enfermó de tétano y agonizó durante un año. Cristuț, el hijo menor de la familia, tampoco se libró de un final trágico, pues se tiró al mismo pozo en el que murió su hermano Radu, en la noche de la muerte de su madre, por el dolor. Así se quedó Ioancoo solo en la casa de siete habitaciones, construida por el anterior marido de Soraia, en los tiempos en que el pobre hombre había trabajado en las minas de Uricani y Lupeni. Los paisanos querían a Ioancoo porque era un hombre tranquilo, discreto y siempre ayudaba cuando se le pedía algún favor. Las mujeres lo cortejaron durante muchos años, pero él no contestaba a las provocaciones más allá de los límites de la buena educación. En cuanto al dinero, era rico, así había venido al pueblo y siempre vestía con elegancia. −¡Es un putero! −lo acusaba Mariza cada vez que salía el tema de la seriedad del vecino Ioancoo−. Yo lo echaría del pueblo con la policía… −Es buena gente –lo defendían otros−. Siempre que lo he llamado para hacer de niñera para mis hijos, porque no tenía con quién dejarlos, ha venido. Y los lavó, un señor como él, y les cambió de pañales ¡y no solo una vez! −A mí también me cae bien –decía Viltor−. Todo el verano pasado me pasó el heno al carruaje con la horca y no quiso recibir un leu, decía que prefería trabajar antes que aburrirse en su casa. −¡Es un miserable! ¡Es un miserable! –lo catalogó en cambio un sobrino de Sogia que vivía en el centro del pueblo−. Yo he observado unas cosas raras en él, pero no puedo hablar de eso, que tengo miedo. ¡Cuidado con él, os digo! Las acusaciones que se le hacían siempre se consideraba que se debían a que no fuera originario de Pectara. Pero la envidia y los celos también eran supuestos factores para la instigación contra él. Los principales instigadores eran sobre todo los hombres que sospechaban que sus mujeres habían estado coladas por él. A Helena nunca le ocurrió que llegara a ser sospechosa de una relación extraconyugal con Ioancoo, precisamente porque, desde el principio, el nuevo vecino había entrado en su casa como un pariente. Considerándolo más culpable que nunca por haber traído a la vida de Viltor un fruto envenenado, decidió asesinarlo aquella noche. Por eso, no apretó el picaporte, aunque escuchaba a Viltor roncando en el dormitorio y estaba impaciente por contarle los detalles de su aventura en Furrya. Miró el reloj. Era la una y media. No sabía por qué, pero conociendo a Ioancoo, estaba convencida de que este llegaría a casa como mucho una hora más tarde. Entró en la cocina de verano y recapituló el arsenal necesario. La estrategia ya la tenía, la había pensado en el camino desde Ciucea: parte de las herramientas estaban al alcance. Conocía bien la casa de Ioancoo. Sabía que a la entrada en el porche, al lado de las cuatro escaleras de hormigón, a la altura de un metro y medio del bordillo de mármol negro con hilos dorados, el constructor había instalado un enchufe. Era un monofásico hundido en el enlucido, con una tapa de plástico transparente, utilizado sobre todo para la motosierra o el sistema de riego. Cerró los ojos, apretó los globos oculares como entre dos cáscaras de nuez para reunir sus fuerzas, después de lo cual quitó el polvo de la bolsa vieja de hule que se encontró por casualidad sobre el cajón de leña bajo el horno. La longitud del cable eléctrico que necesitaba estaba calculada y sabía que tenían que ser al menos dos metros. Desenchufó la televisión, cogió el cable alargador, lo cortó y le quitó el aislamiento del extremo unos ocho centímetros y lo introdujo en la bolsa. Salió al patio. La casa de Ioancoo todavía estaba a oscuras, todavía no había vuelto. Entró en el establo. En el fondo del cobertizo había un cajón grande de madera, en el que tiraban, hacía muchos años, todo tipo de piezas y tornillos que se suponía que podían servir en un momento dado. Sabía que unos años atrás había encontrado en el polvo de la callejuela un clavo roto de una grada de cultivador y que lo había tirado en aquel cajón. Era un clavo de metal acerado, largo, de unos veinticinco centímetros, cuadrado, con la punta afilada en la forja y el otro extremo hinchado por los golpes. Se agachó, rebuscó por entre anillas de acero oxidado, tornillos, extremos de ejes de los carros, tocando con los dedos por el rincón donde recordaba haberlo visto la última vez. Ciubuc dormía en el heno calentado por su propio cuerpo y, sin abandonar su lecho, la miraba con el hocico sobre las patas delanteras. Los guantes de goma que utilizaba cuando frotaba las ollas ahumadas con arena estaban tirados encima del horno. «Este detalle es fundamental −pensó−. Los guantes son lo más importante, para no dejar huellas y las botas de goma igual, para no electrocutarme. Pero no solo ellas, sino también el martillo y los chanclos, si me cupieran encima de las botas». Toqueteó con meticulosidad todos los objetos del cajón y encontró el clavo de la grada. No era de la suya, era un trozo de acero herrumbroso de una de madera, tirada antaño por los bueyes. Pero no de los suyos, ellos hacía mucho tiempo que no utilizaban herramientas acarreadas por animales. Era una reliquia del periodo posbélico, cuando la gente de su pueblo todavía no conocía el tractor. Dio con el clavo de la grada en el polvo grueso de dos centímetros en el fondo del cajón. Viltor no lo había visto nunca, por absoluta casualidad no había visto nadie el clavo de la grapa tirada en otros tiempos por los bueyes y guardado por ello, durante un periodo de tiempo, en la viga del porche. Ahora era de utilidad. −Cualquier cosa es útil si es de metal –había escuchado a su padre decir en su infancia−. En madera puedes esculpir en seguida un arco o un pértigo; pero si no tienes una anilla de metal para tirarla por la boquilla… −¿Qué es la boquilla? –recordaba que le había preguntado. −El cabo del clarinete –fue la explicación y desde entonces, siempre que encontraba en algún lado un hierro oxidado, se acordaba de sus palabras. Ahora también se acordó de ellas, aunque no tenía ganas de recuerdos. Tocó con la yema de los dedos el canto del clavo redondeado por los terrones que había molido a lo largo del tiempo y entendió que había agarrado el extremo más chato del clavo. Mirándolo en la oscuridad, no distinguió más que la imagen de una «coma» gigantesca, como para rematar una idea extraña. Abrió la bolsa que tenía al alcance y lo dejó caer dentro. Al chocar con el martillo viejo, se escuchó un tintineo. No se preocupó, el ruido no había sido tan fuerte como para despertar a Viltor. «¿Qué más me falta? –se preguntó−. Necesito los guantes que ya llevo puestos, las botas de goma de los pies, el clavo, el martillo, la tenaza y el cable eléctrico. Más o menos eso». Salió del cobertizo, miró hacia la casa de Ioancoo y vio la luz encendida en el baño. −¡Ha vuelto el estrigoi! −murmuró. Se dirigió hacia la viña. Apretaba fuertemente los asideros de la bolsa de herramientas, cuyo contenido no dejaba de revisar. Subió por la senda del Gruy, cruzó el riachuelo a unos ciento cincuenta metros cuesta arriba desde su casa. Por encima del pozo pasaba un sendero desde el bosque hacia el pueblo y las huellas podían provenir de cualquier dirección. Esperó un rato acurrucada en las faldas de una colinilla, a cincuenta metros de distancia de la casa de Ioancoo. El perro de Ioancoo la percibió, pero no ladró. Estaba acostumbrado a verla por las noches entrar a hurtadillas en la casa de Ioancoo. El frío le llegaba a los huesos, pero su deseo de poner su plan en aplicación era mucho más fuerte que la helada. «Espero que se apaguen las luces –se dijo−. Irá a dormir al fin y al cabo». Beerk estaba desierto a esas horas, en las fincas de la gente nadie había olvidado ninguna luz encendida. Aunque acomodados, los habitantes de Pectara eran conocidos por su avaricia. Por eso, tras el anochecer, en las callejuelas de Beerk, pero también en las de toda Pectara, los estrigois se transfiguraban tranquilamente bajo la protección de la oscuridad tradicional. Finalmente, los rayos blancos del tubo fluorescente del baño de Ioancoo se apagó y la entera propiedad se hundió en la oscuridad. «Tengo que esperar al menos una media hora más −calculó−. Hasta que esté durmiendo profundamente como en el tren, hasta que esté soñando que está paseando por palacios de Cuttyt, que está bajando con el Ascensor de la Montaña y andando por el camino sin regreso, hacia los muros donde quería enterrar a mi hijo. ¿Tiene poderes mágicos? –se acordó−. No pasa nada, yo tengo poderes maléficos, quiero verlo contorciéndose en las garras de la muerte, en las garras de una muerte definitiva, tras la cual no pueda ser resucitado jamás allí, debajo de la tierra tirada por la gente en su tumba». Permaneció así un rato. Miró de nuevo la hora. Había pasado casi un cuarto de hora del tiempo reservado a la espera. Bajó por la senda que rozaba el nogal enorme, pero no entró en el patio. Un murciélago voló cerca de ella, a punto de enredarse en su cabello. Se imaginaba que podía ser un espía de Cuttyt, pero no quería pensar en cosas que pudieran hacerla retroceder. Estaba impaciente por llevar a cabo su plan, volver a casa, meterse en el lecho al lado de Viltor y dormir hasta el día siguiente a mediodía. «No debería tardar más de cinco minutos −calculó−. Lo mando al otro mundo y me voy». El murciélago volvió, esta vez distrayendo su atención por el atrevimiento de las acrobacias que hacía delante de sus ojos. −Vuela todo lo que quieras –le dijo−, con tal de que no te me metas en los ojos… De mis manos no lo libra ahora ni Cuttyt, ni Choon, ni su amigo Demonio. ¡Nadie puede librarlo de la furia de Helena esta noche! Hasta llegar delante de la casa de Ioancoo faltaban cincuenta metros. Conocía cada detalle del patio. En el lado que daba al jardín tenía que pasar por un pequeño portal de hierro forjado con una inscripción soldada en la que ponía una fecha: «1973». Era el año en que el minero se había jubilado. Sabía cómo abrirlo, hacia la derecha. Tenía una cerradura con las plaquitas fundidas en bronce, con picaportes amarillos y cobrizos. «Vale –pensó−. Me he acercado bastante, tengo que llamar al perro antes de que empiece a ladrar». Llamó al perro. Era un perro de tamaño grande, negro, de diez años, de pelo rizado, rebosante de salud. El animal se le acercó y se sentó a sus pies. Lo ignoró. Cuando llegó a las escaleras, sacó el cable eléctrico y ató uno de los hilos al picaporte lustroso de la puerta metálica de la entrada. Conectó el otro extremo al enchufe situado a la altura de su hombro y llamó a la puerta. −¿Quién es? –se escuchó la voz de Ioancoo. −Soy yo, Helena, he venido para que nos reconciliemos. ¡Ábreme! No me sienta bien que estemos reñidos… El anciano reconoció su voz y se levantó. La creyó. Muchísimas veces habían discutido por a saber qué motivos durante el día y se habían reconciliado por la noche de la misma manera. −¡Vale, voy! –dijo Ioancoo−. Un momento. Lo escuchó cómo salía de la cama, abría la puerta del dormitorio, se ponía los zapatos y se acercaba. Cuando la llave giró en la cerradura y la puerta empezó a abrirse, Helena pegó el segundo hilo del cable eléctrico a una bisagra. Un cortocircuito seguido por una llama blanca iluminó el patio y el brazo del estrigoi se volvió negro. Ocurrió tan rápido que, si el gemido corto de Ioancoo no hubiera sido seguido del ruido de una caída, se podría jurar que este no había hecho más que «¡Sssst!». −¡Eso ha sido! –dijo Helena−. Se acabó. Sacó el cable eléctrico del enchufe, lo recogió, sacó de la bolsa que sujetaba bajo el brazo la tenaza y desmontó los picaportes quemados por el cortocircuito. Los introdujo en la bolsa, junto con el cable y la tenaza y entró. En el pasillo, Ioancoo todavía respiraba tendido en el suelo de baldosas, la mano derecha que humeaba olía a carne humana quemada. Se agachó sobre él, sacó de la bolsa el martillo y el clavo de grada y se lo hincó en el corazón. Con tres golpes, el clavo oxidado entró en el pecho del estrigoi hasta el fondo. Una gran mancha de sangre se imaginó Helena bajo su albornoz, pero no se quedó para verlo. Tiró el martillo a la bolsa de la que lo había sacado, arrancó el clavo de grada del pecho del viejo para que no quedara ninguna huella de él, lo dejó caer también a la bolsa, miró el cadáver una vez más, cerró la puerta detrás de ella y se dirigió hacia el bosque. El murciélago se hizo de nuevo presente, pero mientras no la estorbara para nada, no le hacía caso. Enterró la bolsa de herramientas muy profundamente en una madriguera de zorros abandonada, al borde del Bosque del Oso, a quinientos metros del pueblo. Sobre las tres y media estaba de vuelta en la callejuela. Arrancó el coche y lo llevó al garaje. Ningún movimiento en su granja o en los campos. Ningún ruido en el cielo o en la tierra. Solo Trahan, en su apartamento lujoso del Castillo de los Pitoidas, soltó un grito. |
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