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El viejo y el alba
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2014-08-03  |     | 



El viejo no dormía como cuando era joven. Al sueño profundo y tranquilo de otras épocas, le había sucedido la inquietud de cortos espacios de ensoñaciones desasosegadas. Tal vez los dolores de su cuerpo maltratado fueran las causas. Sobre todo en las rodillas que habían recibido las esquirlas de un obús en la Primera Guerra Mundial. O las quemaduras producto de un accidente de avión. Quizá dolían los recuerdos que se le colaban en sus sueños.
Se levantaba de madrugada, cuando aún no clareaba, y limpiaba las escopetas de caza. Sus preferidas eran una Boss calibre 12 repujada en delicados arabescos y otra de W&C Scott & Son con la que había cazado en la sabana africana.
El viejo se sirvió una copa de vino español mientras se acariciaba la barba blanca. Se sentó en el porche, en su sillón preferido. El clima de montaña a esa hora aún era fresco. Pese a que en Julio las temperaturas podían llegar a poco menos de 30 grados, soplaba una fresca brisa desde la dirección donde debía estar Sun Valley. El vino español le causaba una dulce modorra al viejo. Cuando era mocetón el alcohol le producía alegría y excitación. Incluso mucho de lo mejor de sus escritos lo había pergeñado en estado cercano a la ebriedad. Ahora, a su vejez, tenía lo que en Pamplona llamaban el vino triste. Una melancolía, una añoranza de las aventuras vividas.
¿Pamplona? ¡Ah! ¡Pamplona!
Recordaba (¿soñaba?) los sanfermines. La tensa espera mientras se demoraba el chupinazo, dando saltitos para calentar el cuerpo. Rodeado de tipos ataviados con camisa blanca y pañuelos rojos al cuello, tal como estaba vestido él mismo. El diario apretado en su mano derecha. Luego del estallido el rumor de las bestias al final de la calleja. La carrera a través del laberinto empedrado hasta el encierro. La sangre latiendo por todo el cuerpo. El corazón palpitando al galope. Y la muerte pisando los talones.
La muerte era una vieja conocida para el viejo. Una compañera de juegos. Una acompañante de juergas. Una camarada de toda su vida.
Ahora, ella, se limitaba a custodiar sus últimos días. A la hora de dormir lo seguía sigilosa y se sentaba en un oscuro rincón de la estancia. A esperar. El viejo conocía a la sombría dama. Sabía que lo que mejor hacía era esperar pues no tenía ningún apuro. Al final ella siempre se llevaba lo que había venido a buscar. Allá estaba al otro extremo del porche, esperando.
El viejo apuró otra copa de bebida. Las sombras lo rodeaban. El bosque traía sus sonidos. El viento entre las ramas. Algún grillo trasnochado. Sólo faltaba el susurro del oleaje. Como aquella noche al noroeste de la Habana.
La canoa se deslizaba en mar abierto. Ya no podía distinguir ningún otro pescador cerca de él. El pez lo había remolcado durante más de un día hasta donde ya no se veía el resplandor de la ciudad. Le ardía la espalda por el roce del sedal. Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para luchar con aquella bestia de vientre violáceo. Tenía el cuello y los brazos ardidos por el sol y la sal. La fresca brisa nocturna brindaba algo de bienestar a su martirizado cuerpo. Sólo necesitaba un mojito de los que servían en la Bodeguita del medio, para que la placidez fuera completa. En ese instante de calma el pez aceleró sus movimientos. Era una huida frenética. Algo lo había asustado. El viejo bien pronto supo de qué se trataba. Ojalá hubiera tenido las fuerzas de cuando estuvo todo un día pulseando con el negro de Cienfuegos hasta doblarle el brazo. Ojalá, tan siquiera, tuviera 10 años menos. Pero, aún sin ver el peligro, supo que su suerte y la de su pez estaban echadas. Los tiburones, como él mismo, jamás daban por perdida una batalla hasta el final. Y esta recién comenzaba.
El viejo se sacudió el sopor acariciando su rostro. Pasó la mano por la cicatriz en el medio de la frente. Sus ojos estaban cansados y sus movimientos algo torpes. Casi había tirado la copa desde la mesita al costado de su sillón. No quería hacer ruido. No quería despertar a Mary.
La dulce miss Mary. Dios lo había bendecido con su compañía hasta el final del camino. Pero él no quería ser motivo de pesar para ella. Siempre pendiente de sus medicamentos, sus internaciones y sus miedos.
¿Por qué de joven no sentía miedo? O si, lo sentía pero lo podía controlar. En su vejez todo le daba un miedo incontrolable. Los impuestos, las cuentas bancarias, los hospitales, las salas de espera, los editores, la dictadura de Batista, el régimen de Fidel, los amigos que se habían ido, los amores truncos, los hijos lejanos (¿alejados?), el F.B.I., Hoover, la enfermedad, la decadencia y la soledad.
De joven los miedos eran otros menos abstractos. No eran simples aprensiones.
Conducir una ambulancia entre la metralla enemiga, juntando lo que había quedado de los combatientes. Volar un tramo de vías camino a Andalucía. Ver el miles de muchachos caer arrasados de metralla en una playa de Normandía. Conducir a los partisanos en un ataque en los bosques de Francia. Aquello si era de temer.
El viejo soñó con un safari al pie de las eternas nieves del Kilimanjaro. Ni siquiera aquella bestia acorralada entre los pastizales lo había paralizado. Caminó cauto pero decidido hacía el ronquido oculto en los pajonales. Apuntando con su escopeta de caza al blanco sin que le temblara el pulso.
Se levantó y se acercó al barandal. A lo lejos se veía un tenue resplandor sobre los árboles. Miró al rincón más alejado del porche. Donde esperaba la vieja dama. Entró en la finca y bajó al sótano.
¿Cuál era la escopeta que había usado en África, en aquel safari?
¡Ah, sí! La misma que había usado miss Mary para cazar su primer león. El viejo recordó que la noche anterior ella no había podido dormir por la excitación. Se escuchaba el ronquido del animal como si estuviera dentro de la habitación. De todas maneras antes de las cuatro de la madrugada ya estaban en el campo buscando la fiera. Un par de nativos iban por el costado agitando unas ramas en la espesura para que el animal viniese a ellos. Miss Mary iba delante de él con la escopeta preparada. Se acercó un poco a la mujer y le susurró unas últimas instrucciones. Después se alejó un poco y amartilló su arma para auxiliar a la mujer en caso que fallara el tiro.
Acarició la culata de la Scott & Son. Pasó la yema de los dedos por los bajos relieves del arma. Eligió de una caja de cartuchos para caza mayor unos pocos. De esos que no tienen perdigones si no un solo bolón hueco de acero. Luego subió pensativo hasta la cocina.
En la botella quedaba algo de vino. Lo apuró de un trago. Dejó la copa en el fregadero.
Allá, en la sabana africana, entre los pajonales se agitaba una sombra. Un rugido de advertencia precedió al ataque.
El viejo abrió la recamará de la escopeta. Puso un cartucho para cada cañón. Con un golpe seco cerró el arma. Probó el peso apuntando al techo. Sonrió satisfecho mientras bajaba la escopeta.
El animal no les había dado tiempo para nada. Lo único que pudo entrever en la oscuridad fue unas fauces babeantes arrojándose sobre la mujer. Luego el estampido, el fogonazo y el humo, los gritos de algarabía de los nativos, el cuerpo ensangrentado del león a los pies de miss Mary y él lanzando un suspiro, por fin, de alivio.
Colocó la culata del arma firmemente contra el piso mientras la apretaba entre sus rodillas. Se inclinó hacia adelante en el asiento. Apoyó la mandíbula cuadrada sobre los cañones del arma. Sus dedos tantearon el gatillo.
Otro león lo esperaba entre la enramada y una mujer tenebrosa en un rincón de la casa.
Lo pensó mejor. Puso los cañones dentro de la boca. Gatilló.
Aquel león aún pasea invicto por la soleada planicie africana.
La dama sombría a nadie espera.

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