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Sabor a menta
prosa [ ]

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por [Espartako ]

2005-09-18  |     | 



Aquella noche fui a acostarme no muy tarde, ya que la jornada había sido extenuante. Estaba despierto desde muy temprano, habiendo hecho una importante cantidad de cosas, y eso se traducía en un pronunciado agotamiento, mucho más mental que físico. Puse un poco de música y apagué la luz. Mientras escuchaba a John Mayall & the Bluesbreakers, noté que mi cabeza ardía en pensamientos y que el sueño no llegaba nunca. Cuando niño mi abuela me decía que cuente ovejitas, pero esto no daba resultado con el fondo de Black Magic Woman de los Fleetwood Mac. De todas formas suponía que el despertar de la mañana me iba a sorprender, verificando el hecho de haber dormido, pero los blues ya habían sido muchos y algunos hasta interminables.

Cuando vi en el reloj que la medianoche había quedado lejos, decidí vestirme y salir a vagar por la ciudad, ya que el insomnio estaba decretado. Me abrigué bastante bien, acorde a una típica noche de invierno. Las calles estaban completamente desiertas, y en mi corteza cerebral seguían repicando los fraseos de Clapton, cuando vi abierto un pequeño bar. “La Deriva” era un sitio que yo había visto siempre, pero al que nunca le había prestado la suficiente atención, como para que quede guardado en el registro de mi memoria. Teniendo en cuenta que hacía mucho frío, y que no había muchas alternativas, pensé que iba a estar bueno refugiarme ahí, sentándome a tomar un café. Había un suave aroma a incienso que emanaba de unos sahumerios encendidos y la melodía de flauta traversa de Jethro Tull ocultó a los blues que venían sonando en mi cabeza. La pregunta por la causa de mi insomnio, perdió en ese momento la relevancia que tenía hasta antes de entra en el bar. Si bien algo de ella persistía, mi atención se desvió hacia los que estaban en ese lugar. Un grupo, que no se porqué, yo supuse que eran artistas, hablaban calurosamente entre ellos y brindaban con gruesos chops de cerveza. Una pareja de enamorados, muy acaramelados ellos, se besaban y acariciaban mutuamente, de forma excesivamente cariñosa. Sinceramente, esto no dejó de causarme una ligera envidia, cuando más allá, encontró mi visión a la causante de este relato.

Ella estaba sentada en un rincón y su sola presencia me impresionó demasiado bien. Tenía puesto un gorro de lana, mientras una bufanda le cubría el cuello hasta un poco más arriba del mentón, y sino fuese porqué estaba fumando, pensé que hasta su hermosa boca habría estado cubierta. Con una lapicera en su mano, escribía y escribía, casi como si no hubiese nadie a su alrededor. Sumamente abstraída, ella gesticulaba y se rascaba la cabeza. Sus muecas y lo dicho anteriormente, comenzaron a maravillarme en gran forma. Se había convertido en mi punto de concentración y absorción, y obviamente que aquello del insomnio era capítulo pasado, cuando noté que ella se sintió observada. Creo que hasta ese momento ni se había percatado de mi presencia, pero a partir de ahí la historia fue otra. Dejó que cayera el bolígrafo de su mano, se quitó el gorro de lana, y soltándose el largo cabello, su bufanda cesó de ocultarle el mentón. Intempestivamente paró de escribir, y también a cruzar sugestivas miradas. Sus hermosos ojos celestes eran muy vivaces, y creo que hasta capaces de hipnotizar a un ciego. En un momento, me pareció que me había esbozado una sonrisa, aunque luego no dejaba de mostrarme caras de fastidio, que por lo contrario, no me resultaban para nada desagradables, y de eso creo que se dio cuenta inmediatamente. Tomó el papel en el que escribía, haciendo un bollo, y con actuada bronca lo arrojó al piso. Pensé que si hubiésemos estado ahí, ella y yo solamente, me lo hubiera tirado en la cara, a pesar que de hecho, el único atento a sus movimientos era yo. Me levanté de la silla y me dirigí a recoger el papel arrollado, casi como ignorando su existencia. Lo desplegué y me encontré con que había estado escribiendo un poema que había titulado “Sabor a menta”, y leyéndolo me maravillé mucho más aún, ya que esas letras eran mágicas. Entonces no pude más que mirarla y decirle:

-Esto es hermoso… ¿Porqué lo tiraste?

-Porqué no pude encontrarle un final -me respondió con cierta indiferencia- Y además porqué tuve ganas de hacerlo…

Le devolví sus palabras con un gesto de cierta decepción, y cuando comenzaba a volver a mi sitio, con voz dulce oí que me decía:

-¿Puedo sentarme en tu mesa?

Acepté su propuesta, obviamente. Tenía muchas ganas de estar cerca y conocerla. De todas formas traté que no se note tanto, que no se de demasiada cuenta, que yo estaba totalmente embobado con ella. Cuando comenzamos a hablar parecía que las palabras se habían convertido en un flujo que iba y venía, desde su boca hasta mis oídos, desde la mía hasta los suyos, con una vibrante melodía que se hacía sentir en la piel. Entre los dos se produjo una incesante química, y en un instante llegué a pensar que el universo éramos solamente, ella y yo. Tengo la certeza que para ella, la sensación había sido la misma.

Con Catalina hablamos de nuestros gustos literarios. Ella me hablaba de Neruda y de Borges, y yo de González Tuñón y de Cortazar. Yo también le hablé de mis pasiones revolucionarias, y creo que eso la acercó mucho más. Comenzó a decirme versos improvisados que me hicieron sentir en el Walhala, ese paraíso que los germanos le destinaban a sus guerreros, y donde estos eran agasajados por hermosas valquirias. Viendo su belleza interminable, y esa dulzura que le brotaba por todas partes, no podía no pensar otra cosa, que ella no fuera una diosa de aquella mitología.

A pesar que en ese instante sentía que una cápsula de cristal nos cobijaba a ambos y que el resto del universo se hallaba sumergido en un eclipse fatal, mi racionalismo, ese que siempre me acompaña, hasta incluso cuando le pido que no lo haga, me explicaba eso que los mitos, más que ser relatos extraviados en vaya a saber que topos, son realidades que se viven. De todas formas si esto hubiera sido un mito, habría sido en verdad uno extremadamente singular e irrepetible, y tal vez el más hermoso y trascendente. Ella era la valquiria más bonita y dulce de todo el paraíso, y eso me hacía sentir un guerrero de gran envergadura.

Cada palabra que ella emitía, cada mirada, cada sonrisa, me producían unas irresistibles ganas de abrazarla y de comerla a besos, pero quiero que se entienda que esto ante todo era producto de la sublime ternura que ella me producía. Ya no tenía ninguna duda, estaba en el Walhala, y cada sorbo de café lo sentía como al néctar de la eternidad.
Una voz interrumpió nuestro ensueño:

-Amigos -nos dijo el mozo- Disculpen, pero ya estamos cerrando… Son las siete de la mañana…

En ese instante, ambos nos percatamos que estaba amaneciendo, y que a su vez éramos los únicos dos que quedábamos en el lugar.
Cuando salimos del bar, la incipiente mañana mantenía el frío de la noche. Catalina me pidió que la acompañara hasta su casa, y entonces caminamos por las veredas semidesérticas, cuando la abracé y le robé el primer beso. Este, fue incomparable; de nuevo me sentí en el Walhala. A los dos nos embargaba una gran emoción, esa que siempre es preludio de un gran amor.

Ella me comentó que estaba parando en el hogar de sus padres, luego de su frustrado matrimonio, y es por esto que no pretendiera yo, ir más allá de la puerta, pero que si fuera por ella, de ninguna manera me iba a permitir volver solo. Luego de un beso tremendamente tierno, pero no menos apasionado y prolongado, quedamos en encontrarnos por la noche en el mismo sitio donde nos conocimos.
Cuando regresaba para casa, mi alegría era extremada, casi rayando con la manía. Pegaba grandes brincos, como queriendo alcanzar las ramas de los árboles con mi cabeza.

A pesar de no haber dormido la noche anterior, que si recuerdan había comenzado con insomnio, igualmente me costó bastante pegar los ojos. Tenía mucha ansiedad, quería que rápidamente llegue la noche para volver a encontrarla. La verdad es que soñé con ella infinidad de veces.

Faltaba aún para que sea la hora de la cita, pero mi impaciencia me llevó al bar. Pedí un café y me puse a esperarla. Pasaron las horas, habré tomado como cinco cortados y me habré fumado casi un paquete de cigarrillos, cuando me percaté que eran las tres de la mañana, y Catalina sin aparecer. Me empezó a invadir entonces una agria tristeza, y fue ahí cuando me di cuenta que no nos habíamos dejado ni teléfonos, ni correos electrónicos, y ella, ni siquiera sabía donde yo vivía.

Aquella noche regresé a casa bastante desanimado. Si bien siempre me dormía con música, esa vez no soportaba escuchar ninguna. Lo único que me preguntaba a mi mismo era porqué la fortuna me había abandonado, que tanto había hecho mal, para que así fuera. Entonces decidí que al día siguiente, iba a comenzar a rajatabla un proceso de corrección de errores y defectos míos, que seguramente eran los causantes de toda la desdicha que me venía aquejando en el último tiempo, salvo aquella noche de insomnio en la que conocí a Catalina. De todas formas, teniendo en cuenta lo sucedido, su no presencia a la cita, se me ocurría que hubiera sido mejor no haberla encontrado nunca.
Me preguntaba también porque ninguna mujer terrestre, era capaz de entusiasmarme y de poder capturar mi atención, porqué, eso sólo me sucedía con las diosas, si yo quizás algo así no me merecía. En los días subsiguientes, me fui autoconvenciendo que si ella me había fallado, dejándome de plantón, era seguramente porque se habría dado cuenta que no era yo ningún príncipe azul, sino tal vez un simple ilusionista, cosa que en realidad me preocupaba bastante, ya que muchas veces me parecía producir ciertos efectos, que por lejos me sobrepasaban. Este, era para mi, uno de esos defectos que tenía que corregir, aunque me daba cuenta que era una empresa extremadamente difícil, y no se hasta donde tenía ganas de hacerlo. Teniendo en cuenta experiencias pasadas, sabía que ciertos encantamientos sólo se sostienen cuando uno no recuerda ciertos datos, ciertos elementos, que debieran permanecer siempre ocultos o censurados para que la fascinación no se derrumbe, y es a partir de ello, que llegué a suponer que en el diálogo con Catalina, seguramente yo habría dicho cosas que a posteriori, a ella le hicieron ver lo que le había sucedido conmigo, sólo había sido una vana ilusión, un simple castillo de humo, que la brisa supo disipar.

De esta forma, con estos pensamientos dando vueltas, acomodándose de una forma y de otra, cual caprichoso rompecabezas, pasaron varios días terriblemente fríos de un invierno al menos soleado. Fue un miércoles, cuando entrando a casa, descubrí debajo de la puerta un sobre perfumado. Lo abrí con suma curiosidad y pude leer:

“Mauricio
Vine a decirte que no me fui, que ando por ahí, que estoy entre la confusión y la vaguedad de mis pensamientos. ¡Ay! Que loco, no te dije que los vagos como yo, son un poco excéntricos, y sufren de dolores extraños, que se alejan de repente, y que son ermitaños, que se van a un bosque para estar solos, y se sacan toda la mugre que cargan sobre los hombros, y que la ropa la cuelgan en los árboles, y caminan desnudos para mirarse el alma, para ver si se la encuentran por alguna parte. Me ha costado encontrar la mía, y es por eso que demoro en volver contigo. Sin alma soy nadie, no soy. Por favor, espérame que ya regreso. ¿Si?
Un beso enorme. Soy tuya. Catalina
PD: No me preguntes como hice para saber donde vivías. Cuando me propongo llegar a lo que quiero, siempre encuentro el camino. Te quiero mucho.”

Esta epístola, obviamente que me devolvió la alegría, me hizo recuperar cierta confianza, me llenó de entusiasmo, y me provocó muchas ganas de seguir haciendo algunas cosas que en los últimos días había abandonado.

Tres jornadas después, cuando regresé a casa, encendí la estufa a leños. Siempre me gustó eso de ir encendiéndola de a poco, desde la madera más fina hasta la más gruesa, hasta que la temperatura ambiente se vuelve agradable, mirando como se van constituyendo las primeras brazas. Me disponía luego a proseguir con la lectura de Walter Benjamin, cuando sonó el timbre. Acudí a la puerta, y al abrirla, era ella quien estaba allí. Con una muy dulce sonrisa me tendió sus brazos, la tomé de la cintura apretándonos en un abrazo que a mi me llenó de emoción. No pude resistir las ganas de besarla a más no poder. Casi no cruzamos palabras. Nos enredamos en caricias, en mimos, en miradas llenas de sensualidad, y casi sin darnos cuenta nos fuimos quitando la ropa, cobijados por el calor de la leña, e hicimos el amor sobre la alfombra, de una forma que tengo la certeza que será inolvidable, ya que un momento tan maravilloso como aquel, estaba yo seguro no haber vivido antes.

Los días subsiguientes acontecieron de manera sumamente maravillosa, compartíamos mucho tiempo juntos, demasiado acaramelados y en una especie de simbiosis muy romántica. De adolescente yo había utilizado muchas veces anfetaminas, para mantenerme despierto estudiando, y si bien esta era la excusa, a uno eso le termina gustando debido a la hiperactividad que genera. Con el tiempo abandoné ese vicio, aunque en momentos como aquel, el del romance con Catalina, me parecía sentir la misma euforia y el mismo entusiasmo como los que se sienten bajo el efecto de un estimulante. En aquellos días me olvidé del Walhala, porqué en realidad estaba viviendo el paraíso terrenal.

Es indudable que todos los hombres tenemos idealizado un modelo de mujer, que quizás no sea otra cosa que nuestra misma imagen especular, pero en versión femenina y a su vez corregida. Al menos para mí, en ese ideal, están contempladas todas las partes en una única totalidad. La belleza no puede ser sólo externa, ni sólo interna. Es difícil explicar esto, pero me parece encontrarla en los gestos, en los movimientos, en las actitudes, en las formas que ellas desarrollan para lograr encantarnos. En todo esto Catalina era ella, la mujer de mis sueños y no dejaba yo de agradecérselo, al hecho de haberse cruzado en mi camino. Era sin dudas lo que denominaba una diosa. Ella sentía toda esa veneración que le profesaba, y me lo retribuía con tanto amor, que a veces me hacía sentir que no podía correspondérselo con la misma intensidad, aunque mi sentir estuviera desplegado hasta sus propios límites. Ella me decía que me amaba más que lo que yo a ella, y ante esto tenía que sugerirle el empate. Catalina era extremadamente admirable, y yo no podía dejar de adorarla, rindiéndole todo el culto que se merecía solamente por existir.

Estoy hablando casi exclusivamente sobre lo que a mí me pasaba con ella, ya que me parece bastante difícil hablar de lo que al otro le pasa con uno, sin que ello parezca una desmedida vanidad, De todas formas, son los hechos los que en definitiva corroboran el sentir de quien nos acompaña. Demasiados mimos, caricias, besos, y palabras bonitas como aquellas:

- Soy toda tuya.

Y si bien uno por convencimiento intelectual reniega de la propiedad privada es hermoso no solamente que nos lo digan, sino que a la vez nos lo demuestren en actos, y mucho más cuando uno mismo comienza a sentirse la propiedad del otro.

Una de esas noches fue inolvidable, en verdad todo con ella era inolvidable, pero esa vez tuvo un plus especial. Fuimos a bailar tango a una milonga del bajo. La idea había salido por la tarde y no pudimos postergarla, era imperioso que ese mismo día se cumpliera nuestro deseo. En ese tipo de cosas, los dos éramos tremendamente impacientes, y cuando algo se nos ocurría lo llevábamos adelante cuanto antes. Esa actitud también me sumergía mucho más en Catalina. Esas son las pruebas en las que uno verifica la exacta y mutua pertenencia. En el amor el otro siempre está disponible, al menos siempre creí eso y lo sigo afirmando como premisa liminar y necesaria.
Su vestido de raso ajustado con un tajo sobre su muslo derecho y sus tacones altos, hacían resaltar la belleza de sus esbeltas piernas. El abrazo mágico que se mantenía a pesar del movimiento propio a la música acompasada en dos por cuatro, y nuestras miradas estampadas recíprocamente me hicieron recordar a Narciso fascinado frente al estanque de agua inmóvil. La sensualidad nos brotaba hasta por la última y recóndita célula de nuestros cuerpos, mientras parecían estallar los acordes del bandoneón. No pude contenerme y la abracé muy fuerte, besándonos de tal forma que me pareció sentir que me había disuelto en su propio aliento. El apasionamiento mutuo era inigualable, estábamos totalmente perdidos uno en el otro, y la lujuria crecía sin medida. Como no estábamos solos, nos fuimos a sentar para reservarnos todo ese ardor para la vuelta. Mientras bebíamos unos añejos vinos, jugueteando con los botones de mi camisa, ella me dijo:

-Mauricio, ya no puedo más, estoy completamente enamorada y no puedo seguir ocultándote un secreto, que no se como lo vas a tomar. Por favor sólo escúchame y después dirás…

Ahí me di cuenta, que siempre había notado que un terrible enigma, se cobijaba dentro de tanta hermosura.

Observando la expresión de su rostro, sentí que la necesidad por contarme aquel secreto, para Catalina, era imperiosa y vital. Decidimos pues, marchar hacia otro espacio, para que pueda hacerlo cómodamente. Entonces, ella me propuso ir a “La Deriva”. Llamamos un auto, y nos dirigimos hacia aquel bar bohemio, donde nos habíamos conocido. Este, era ya para nosotros, casi como un lugar santuario, hacia donde marchan los peregrinos.

Nos sentamos en la misma mesa donde habíamos conversado la primera vez, como cumpliendo con cierta ritualidad obsesiva y religiosa, que hiciera que nuestro amor se preserve por toda la eternidad. Quitándose el abrigo, me dijo:

-Pide café, mientras voy hasta el baño.

Me quedé entonces, suspendido en los acordes de flauta traversa que bien sabe hacer Ian Anderson, mientras ella acudía a hacer sus necesidades, cuando vi que estaba aquella parejita de enamorados que cierta envidia me habían causado la vez anterior, aunque en esta, ese sentimiento había perdido totalmente sentido, ya que yo, estaba con mi diosa. También estaba el grupo de artistas, o que al menos suponía así, brindando en el mismo lugar que la primer noche que yo había entrado a este bar. Parecía que todo estaba en el mismo sitio que en aquella oportunidad, incluida la música de Jethro Tull.

Catalina demoraba un poco en volver, cuando levanté mi vista y la vi sentada en aquel rincón donde yo la había descubierto. Me pareció un gesto muy dulce e ingenioso, recordar nuestro encuentro, actuándolo de esa forma. Arrojó de la misma manera el bollo de papel en el que escribía, y clavando sus ojos en mi, repitió el gesto y la expresión de aquella vez. Me acerqué a ella, y cuando la quise tomar de la mano, mis dedos acariciaron un inesperado y sorprendente vacío. Su imagen desapareció, como lo hace un espejismo en el desierto. Ella allí ya no estaba. Ahí me di cuenta que solamente había sido un bello producto, el más bello y logrado tal vez, de mi afiebrada y acalorada imaginación, en una noche de insomnio, y de un invierno extremadamente gélido. Para mi sorpresa, levanté del piso el papel arrollado, lo desplegué y volví a leer las mismas letras mágicas que suponía haber leído anteriormente. Esto no se había esfumado, como lo había hecho la mirada de quien supuestamente lo había escrito. Con un dejo grande de tristeza, y con lágrimas humedeciendo mis ojos y mis mejillas, regresé a casa, ya que estaba sintiendo que el sueño comenzaba a llegar.

A pesar de todo, tengo la certeza, que tarde o temprano, en algún lugar, vaya a saber donde, quizás de forma inesperada y sorpresiva, la encontraré nuevamente y seguramente vuelva a caer en sus redes. Sino fuera así mi vida ya no tendría ningún sentido.

Volvieron a invadir mi cabeza los acordes de ese impresionante blues que tiene por nombre: Black Magic Woman.

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