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Pequeñas delicias de un viaje en tren suburbano
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2005-09-24  |     | 



El reloj barato coreano comenzó a emitir el zumbido desagradable de cada mañana. A tientas tiré un par de manotazos sobre la mesa de luz, y lo apagué. Me levanté tambaleante, tratando de no despertar a mi mujer, ni a los niños. Entonces me dirigí a la ducha. El agua estaba un poco menos que helada, señal que tendría que juntar algunos pesos para reparar el maltrecho calefón. Me vestí y le hice algunas caricias al montón de pelo negro babeante que me hacía fiestas. Mientras tomaba algunos mates amargos, revisé los neumáticos de la bicicleta. Todo estaba en orden, pero por las dudas acomodé la cajita de herramientas. Un par de llaves fijas, un destornillador multiuso, parches, solución y el inflador.
Al salir al jardín me di cuenta que había caído helada. El pasto crujía y se veía una fina escarcha sobre los charquitos de agua que había formado la lluvia del día anterior. El cielo estaba diáfano y se podían ver las estrellas relumbrando junto a una luna llena refulgente. Las noches en invierno eran mucho más largas, faltaba un buen rato para que clareara. Al salir en la bicicleta, un tropel de perros ladradores me siguieron un trecho.
A lo lejos se escuchaba un gallo, y luego el siseo del viento. Las fosas nasales me dolían por el ingreso del aire helado. Al llegar a la estación pude corroborar que los trenes circulaban como de costumbre. Con atraso. Una muchedumbre se amontonaba en ambos andenes, tratando de adivinar por dónde haría su aparición la formación. Estaba en la delicada tarea de acomodar mi cuerpo y mi rodado al gentío, cuándo este se abalanzó en mi dirección. Era una lucha estéril por acomodar los vehículos y sus propietarios. Para ocupar menos espacio, todos teníamos nuestros rodados sobre la rueda trasera, sosteniendo el manubrio y la rueda delantera en el aire.
-“Señores pasajeros, se ruega dejar descender de la formación, para evitar accidentes personales. Una vez descendido el pasaje podrá ascender sin inconvenientes.”
El aviso por los altavoces sonaba, en el mejor de los casos, de una ironía cínica impecable.
Los que ascendíamos no teníamos el menor de los miramientos, la cortesía y la educación la habíamos perdido en algún andén de aquellas estaciones hacía muchos años. Era la ley de la selva. Los que querían bajar se encontraban con una especie de pack de forwards de Los Pumas jugando contra Los All Black. Los que subían, ya ni pensaban en un asiento, se conformaban con un lugar en el atestado vagón. En el furgón las cosas no eran mucho mejores. Si podía ser empeoraba. Tratamos de acomodar las bicicletas de la mejor forma posible. Una extraña hermandad se formaba en aquel grupo. Se hacía lo imposible para que subiera hasta el último pasajero. Varios brazos alzaron un rodado, que pasó sobre mi cabeza y aterrizó en un hueco al fondo. Varios cuerpos, ya sudorosos pese a la baja temperatura, forcejeaban para conseguir algún centímetro extra de espacio. Al ponerse en marcha el tren, el viento comenzó a entrar por las ventanillas sin vidrios y las rendijas del maltratado coche. Afirmé mi cuerpo contra una pared lateral, y comencé a observar a mis compañeros de ruta. Algunos estaban como yo. Casi dormidos, callados y taciturnos. Otros en cambio eran vocingleros y hacían continuas bromas de connotación sexual, o de maridos engañados. Y pese al frío, una botella de cerveza comenzó a circular.
Estaba observando un cartel. Alguien había agregado un “no” entre “prohibido” y “fumar”. Por lo pronto alguien estaba fumando. Debería haber dicho algunos. Y por cierto que no era una sustancia parecida al tabaco. Era una hierba con un aroma más penetrante y agreste.
El tren se detuvo en las primeras estaciones, y los vagones demostraron una rara cualidad elástica. Descendían uno o dos, y subían diez. Al arrancar se producía un bamboleo preocupante. Sobre todo al tomar velocidad. Los que viajábamos en el furgón éramos un grupo más bien heterogéneo. Había plomeros, guardias privados de seguridad, albañiles, y un gran surtido de tipos que realizaban changas, trabajos por el día y en negro. Algunos hacían algún tipo de venta ambulante, o eran afiladores de cuchillos o artesanos. Otros eran sospechosamente agresivos; pese al frío exhibían sus brazos con distintos tipos de tatuajes. Predominaban los del Gauchito Gil, unas dagas con una víbora que se enroscaba a su alrededor y unos puntos negros. Cuatro cercando a uno en el medio. Hasta que subió él. El típico tipo que estaba en el lugar equivocado, en el momento menos preciso. Entró como mareado con una guitarra en ristre.
-¡Eh! Loco, dejen pasar…
-Escuchá, pibe, tenés un montón de coches para subir, ¿y justo elegís el furgón?
-Si, quiero viajar acá… ¿y que?
-Entonces bancatela, chabón.
El muchacho estuvo como desorientado un rato, entonces empezó a empujar para llegar hasta la puerta.
-¿Qué pasa che?
-¡Me tengo que bajar!
-¡Pará, che!... ¡pará!
El muchacho llegó a la puerta en el instante que el tren llegaba a la estación. Pero cometió un pequeño error. Se bajaba por las puertas del otro lado. Nunca llegó a tiempo. Siguió luchando para pasar, entre la gente que le era cada vez más adversa. Estaba a mitad de camino para llegar a la ansiada meta; cuándo el tren arrancó de nuevo. Quedó con la cabeza apoyada contra la ventana, desolado.
Ese muchacho representaba todo lo que los demás envidiábamos. El no era un laburante. Seguro era uno de esos bohemios drogadictos que se la pasaban de joda en joda. Y recién volvía para dormir, cuándo nosotros ni habíamos empezado la jornada. Tratábamos de expulsarlo de nuestro territorio, como si fuera un cuerpo extraño en nuestro organismo.
El tren llegó a la estación, pero para su mala fortuna, esta vez se descendía por dónde había intentado la primera vez. Un amigo me había comentado una vez:
-¿Sabés que te quita la borrachera? ¡El miedo! El cagazo te despeja de cualquier pedo.
El muchacho empujaba con fuerza, bajó una catarata de insultos que acompañaba su trayecto. Ya tenía medio cuerpo afuera, cuándo se escucho el sonido destemplado de las cuerdas. Tironeó, y ahora se escuchó el ruido sordo de la caja del instrumento contra su pecho. Ahí, en el borde del andén, quedó el joven de la triste figura haciendo equilibrio abrazado a su guitarra.
El tren avanzaba desfalleciente. En la estación de Ramos Mejía había demorado veinte minutos. Ahora en cambio recuperaba velocidad, y ese bamboleo peligroso. Todos tratábamos de mantener el delicado equilibrio. Se escuchó el sonido metálico de un inflador rodando por el piso. El propietario y unos cuántos más nos agachamos para buscarlo. Entonces sucedió. La hecatombe, todos nos desplomamos al piso. En un instante estaba luchando contra un mar de gomas, rayos, brazos y piernas. La batalla debe haber durado menos de dos minutos. De entre la masa informe de rodados y gente, emergió un hombre sosteniendo el inflador cuál espada flamígera, y como por arte de magia todos recuperamos la vertical y nuestros lugares. Una risotada, siguió a otra y en un momento estábamos todos retorciéndonos de la risa. ¿Sería tal vez el humo de la marihuana? ¿Existen fumadores pasivos de cannabis? No podía parar de reír. Los ojos se me llenaban de lágrimas y el hígado me dolía. Me faltaba el aire. Extrañamente, mis cofrades se acallaron. Solo yo seguía riendo sin parar. Los demás me miraban serios y confundidos. Mientras trataba de calmarme, me di cuenta que había pasado. Ahora yo era el diferente. El tipo que había que segregar, aislar. ¡Maldita sea! Seguía tentado. Trataba de parar, pero volvía con mi jadeante risa. Me decidí a bajar en la primera estación. Era en Flores. Al descender una vieja me miraba con gesto de reproche. Seguro estaría pensando que estaba borracho. En el otro andén unos chicos me saludaban mostrándome unas cajitas de vino. Miré en dirección a los molinetes, y los guardas también me miraban severos.
-¿Se encuentra bien? ¿Qué le pasa?
Un policía me estaba hablando. Inspiré un par de veces profundamente y me sequé las lágrimas de los ojos.
-Si, estoy bien… no se preocupe.
-¡Seguro! ¿Todo bien?
Agité la cabeza en señal de aprobación, mientras contenía mi última risa. No era cuestión de terminar detenido por reírme un rato. Ya estaba más tranquilo. El gesto taciturno y reconcentrado. El cansancio que me arqueaba los hombros. La vida que reencontraba su cauce normal. Ya estaba listo para volver al rebaño, triste y sumiso. El recreo había terminado.





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