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Ronda nocturna en la ciudad sin ángeles
prosa [ ]

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por [Richard John Benet ]

2006-09-06  |     | 



Mi flamante estado civil tenía muchas ventajas. El problema es que no sabía cuales eran. Gozaba por fin de toda la libertad del mundo para hacer y deshacer a mi antojo. Y que mejor que un fin de semana largo, de esos en los que el lunes es feriado. Podía organizar algo para el domingo y acostarme a cualquier hora. El asunto es que la mayoría de mis amistades había decidido escaparse a algún sitio próximo a la costa o al campo. No quedaba más opción que una salida solitaria. Estaba en ese momento viendo la cartelera de espectáculos y decidiendo entre el cine y el teatro. No muy decidido por cierto. Era como aquél tema del finado Luca Prodan: “no se lo que quiero, pero lo quiero ya”
En teatro las posibilidades las gobernaba el bolsillo. Las obras que me gustaban escapaban a mis posibilidades. Las más accesibles eran aquellas experimentales, en teatros que por lo general eran sótanos mal ventilados y con pésima acústica. La oferta de los teatros oficiales, como el General San Martín, giraba en torno a obras clásicas en nuevas versiones. Claro que yo había visto dieciocho versiones de “El jardín de los cerezos” y una veintena de “Macbeth”. No me interesaba ver otras.
En cine, la cartelera por la proximidad de las vacaciones de invierno estaba bastante raleada. No había grandes estrenos. Me decidí por un doble programa de un viejo cine de la calle Lavalle. Tal vez dando una vuelta por ahí, surgiera una posibilidad.
Luego de arreglarme para la ocasión, decidí entrar en un bar para comer algo. Opté por un cuarto trasero de pollo a las brasas con unas papas fritas y una botella tres cuartos de “Chateàu Vieux”.
Estaba mirando por el amplio ventanal, cuando reparé en la rubia que me miraba desde el otro extremo. ¿Me estaba mirando? En realidad me sentía como esos animales salvajes criados en cautiverio. Veintipico de años de matrimonio me habían domesticado, y ahora, de nuevo en la jungla tenía los instintos, pero me costaba la práctica. Luego de revisar la carta por enésima vez, alce la vista y la miré. ¡Si! Estaba mirando de nuevo.
Durante el último año me había transformado en un asceta. El sexo rentado jamás me había atraído. Me dejaba con una extraña sensación de vacío. Tenía amigos que cuando salían de juerga tenían que terminar la noche en un prostíbulo. No era mi caso.
Ahora que tampoco había decidido entablar ninguna otra relación, pese a tener oportunidades. Creo que rehuía el mínimo de compromiso. Era como el gato escaldado que ve la leche y llora. Pero esta noche…
Y esa rubia, que por cierto no estaba nada mal.
Claro que yo seguía sumergido en mis dudas. Entre bocado y bocado, y trago y trago; lo iba pensando. Ya no tenía veinte años para hacer un abordaje en un lugar público. Pero si esperaba a hacerlo en un baile, por ejemplo, jamás lo lograría. No era demasiado diestro bailando. También quedaba la opción de esos lugares de encuentro, dónde me presentarían alguna desahuciada como yo. Que me escucharía con cara arrobada y aprobaría cada uno de mis dichos, con tal de tener una noche de supuesto placer. Citas a ciegas, hace algunos años, había tenido unas cuántas. Los resultados no habían sido los mejores.
La rubia seguía mirando, con disimulo, pero en forma constante. Decidí que tenía que pedir la adición al mozo. Luego, como si fuera para el baño, me acercaba y le decía cualquier cosa para trabar conversación.
¿Y si me dejaba parado? O lo que es peor ¿Si hacía una escena por mi falta de respeto?
No lo pensé más, me levanté y me acerqué para encararla.
Un tipo alto y elegante se me cruzó en el camino y llegó primero. Ella se levantó del asiento y lo besó en la boca, mientras me dedicaba una sonrisa y mirada burlonas. Seguí mi camino al baño. Era una de esas mujeres que disfrutan haciendo creer algo, que en realidad no era verdad. Parece que años de matrimonio no me habían enseñado nada.
La sala del cine era húmeda, fría y el proyector producía un sonido, que si uno no tenía la capacidad de ignorarlo, asemejaba un helicóptero en un túnel. La primer película era una de los X men con escaso argumento, muchas explosiones, trucos prodigiosos y actuaciones dignas de mejor cometido. De la segunda, hasta dónde me quede a ver, puedo decir que era una de terror con asesinos seriales que interrumpen el coito de jóvenes cachondos en cueros. Para luego seguir matando absolutamente todo lo que le indique el director.
Una vez en la calle peatonal, caminé sin mucha convicción un par de cuadras. El Bingo no me atrajo demasiado, aunque lo pensé. Para jugar un rato al billar necesitaba compañía, y los que por lo general te desafían son tiburones en busca de incautos que quieran apostar sus dineros.
-Oie chico… ¿Quieres un par de ticket gratis? ¿Para ti y tus amigos?
Sin prestar demasiada atención al muchacho con acento centroamericano, dije que si.
-Bueno chico… acompáñame que te lo hago firmar…
En un santiamén estuve en el piso superior, atravesando un cortinado y con dos mulatas que me tomaron de cada brazo.
-Oie ¡Que chico tan rico que eres!
-¿A que te dedicas muñeco?
Mientras me hablaban me llevaron hasta un sofá bajísimo. Casi golpeaba con las rodillas en la mandíbula. Se acercó un mozo.
-Trae tres especiales de la casa-ordenó la de la derecha. La de la izquierda me explicaba que eran dominicanas, la forma de pago, las cosas que podíamos hacer y me acariciaba el muslo derecho. La de la derecha comenzó a frotarme el pecho.
Una vez que les aclaré que no tenía interés, y que de haberlo, no había dinero… se acabaron los mimos.
-Ven tú a cobrarle los tragos-ordenó la de la izquierda.
-¿Qué tragos?-empecé a protestar.
-Los especiales de la casa que has pedido-dijo la de la derecha.
-¡Yo no pedí esos jugos de fruta aguados! ¡Fue ella!
El mozo ce acercó y me iluminó con una linterna. No solo yo estaba sentado casi en el piso, el tipo era enorme. Algo más de dos metros.
-¿Cuál es el problema?-dijo amenazador.
-¡Que no quiere pagar el pedido!
-¿Cuánto es?-pregunté conciliador.
-Treinta pesos.
Una vez en la calle, con treinta pesos menos y la sensación de haber pagado por nada, empecé a evaluar la posibilidad de huir de aquel lugar.
-Fiera… ¿No tenés una moneda para viajar?-el muchachito no tenía cara de querer viajar a ningún lado. En realidad parecía como si tuviera sed. Tomé la billetera y saqué un billete de dos pesos.
-Escuchá… ¡no hagás quilombo!-tenía una pistola en la mano- ¡dame toda la guita!
Si lo hubiera pensado no lo hacía. Pero ya estaba un poco cansado de mi mala suerte. Además tenía las manos dentro del abrigo. Así que le dije.
-Vos no sabés con quién estás hablando-le di a la voz un tono amenazador- ¿Crees que me vas a asustar con un arma de juguete? ¡Yo tengo una de verdad acá!
-No hagas boludeces ¡Dame la plata!-creí escuchar una leve vacilación en la voz. Ahora estaba jugado, si le daba el dinero seguro que me metía un tiro de despedida.
-¡Plomo te voy a dar boludo! ¡Rajá de acá!-mientras con el dedo índice abultaba el bolsillo.
-¡Pará! ¡No tirés! ¡Está bien! Me voy.
Se fue. Yo estaba un poco tembloroso y sudaba. Mejor rumbeaba para la avenida Corrientes, y tomaba un café en un bar, antes de volver a casa. El semáforo me cortó el paso. Al lado se paró una muchacha de unos veinte años. La miré y me sonrió.
-¡Que noche fría!-me dijo.
-Si.
-Parece que no quedó nadie…
-El fin de semana largo… se fueron todos afuera.
-Claro-volvió a sonreír-está como para tomar un cafecito.
-¿Querés? Dale, vamos.
Nos sentamos en una mesa que daba al ventanal de la avenida. La conversación era leve y jovial. Parecía que la suerte había cambiado.
-Claro que mamá está muy enferma-me dijo apesadumbrada-y yo no consigo trabajo.
La miré a los ojos. Eran color verde. Los labios eran carnosos y rosados. La piel era levemente pecosa y los rasgos delicados.
-Los medicamentos son muy caros-la voz sonaba algo temblorosa-hoy no tenía ni para la yerba.
Siguió explicando un rato sobre los sufrimientos de su madre, de la escasez de recursos y la falta de un trabajo estable.
-¿Sabés de algún lugar por acá cerca?
-¡Si! A tres cuadras, es limpio y discreto… y la podemos pasar bárbaro.
-¿Cuánto va a salir eso?
-Setenta pesos-bajó la vista.
-¿Cuánto hace que hacés esto?-pregunté algo amargado.
-Poco-se calló.
-¿Cuánto salen los medicamentos de tu vieja?
-Cien pesos.
No se porque le creí. Tal vez por la historia de la madre enferma. Tal vez porque necesitaba creer en alguien esa noche. Tomé cien pesos y se los di.
-¿Vamos?-preguntó tensa.
-No gracias. No es por nada, no estoy bien.
-Pero entonces podemos…
-No te ofendas piba, sos hermosa. Pero yo no voy a ser buena compañía de nadie esta noche. Tal vez en otra ocasión… tomá, andá a comprar los remedios.
Con mano temblorosa tomó el dinero y se fue. Terminé el café casi frío que quedaba en el pocillo. Recordé una frase de un amigo, algo poeta.
-“Buenos Aires es una puta de piernas abiertas en la madrugada, exhalando su último suspiro de bruma y alcohol”
Era una ciudad extraña por cierto. Con bares trasnochados. Con gente sola y sin alma. Sin ángeles en ninguna esquina. Yo la imaginaba con música de fondo. Con el bandoneón de Piazolla o un solo de Chet Backer en su arrabales cosmopolitas. Tal vez si me daba prisa para volver a casa, podía terminar aquel libro de Marcel Proust.

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