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■ Tierra baldía
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2007-06-01 | |
De niña Tita había desarrollado una habilidad, que luego y sin saberlo, sería capital en su vida laboral. Ella podía llorar con enorme facilidad y elocuencia. Si debía ser perdonada por una travesura, Tita lloraba a mares con un sentimiento difícil de igualar. Si pedía algo y se lo negaban, con sus lágrimas conmovía a cualquiera y conseguía sus propósitos. Era un arma secreta, que sacaba a relucir en cuanta ocasión lo ameritara.
Es así, que ella se casó ya siendo una mujer de más de treinta años. Acostumbrada a vivir bien, su familia tenía buen pasar, su devoto esposo no escatimaba ningún medio para evitar las lágrimas de su adorada esposa. Fueron más de veinte años de bonanza, pero la vida siempre reserva alguna sorpresa inesperada para probar nuestro temple. En el caso de Tita, fue la muerte prematura del bueno de su Adolfo. Una mujer de su edad, y que jamás había trabajado, tuvo varios problemas para subsistir. Primero utilizo algún dinero que su difunto esposo el había legado. Después sus familiares la ayudaron durante algún tiempo. Lo que duró la paciencia y al tolerancia por la “pobre viudita”. Los conocidos y familiares comenzaron a eludirla, y en algunos casos, decirle abiertamente que ya no podían hacer beneficencia. Que lo mejor era que tratara de encontrar algún trabajo. Por más rudo que fuera. Tita llevaba algún tiempo con penurias económicas (sobre todo para tener un plato de comida decente) cuándo descubrió una tarea, que después de un buen período, resultó ser muy redituable. Milagros, una amiga que aún no se escapaba de su presencia, una tarde fue a su casa con un budín recién hecho y preparó un té. -¿Todavía no hay trabajo? -Dicen que una mujer de mi edad-mintió a su amiga-ya no puede trabajar… -Pero algo… ¡Como no se me ocurrió antes!-dijo Milagros golpeándose la frente-¿Esta tarde estás libre? -Todas las tardes estoy libre. -Bueno, entonces vení… Milagros salió con Tita calle abajo. Cruzaron a buen paso la plaza pueblerina desierta a esa hora de la siesta. A pocas cuadras vieron una aglomeración frente a una casita humilde. La gente parecía estática y consternada, mientras un apagado murmullo recorría la vereda de un extremo al otro. -¡Pero si estuve ayer con él! -¡Parece mentira! Hoy estamos… mañana quién sabe… -¡No somos nada! ¡Nada somos! Las frases de circunstancia, y algún que otro gemido. -¡Señora Marta! Mi más sentido pésame-dijo Milagros con voz de circunstancias. -¡Milagros! Gracias mi querida… tome… por favor, pase y haga lo que tenga que hacer-dijo doña Marta apesadumbrada, mientras ponía en su mano un bollito de papel. Tita siguió a Milagros hasta el lugar dónde tenían el ataúd con don Ceferino, el que había sido esposo de doña Marta. El lugar estaba iluminado por unas cuantas velas y velones. Varias coronas rodeaban al finado. Y ramos de calas, jazmines y fresías. Milagros se acercó y besó la mejilla del cadáver. Después comenzó a respirar en forma agitada y rompió en llanto. Durante largos minutos siguió llorando en forma continuada. A veces su quejido aumentaba hasta transformarse en un grito ahogado. Otras, se perdía en un hilo de voz entrecortado. Tita comprendió enseguida de que se trataba aquello. Y utilizó su don prodigioso. Gruesas gotas comenzaron a surcar su rostro sonrosado. Sin necesidad de gemir ni gritar, lograba transmitir un sentimiento de desolación y pérdida sin igual. Algunas personas conmovidas, se acercaron para tratar de tranquilizarla. Otros le acercaron un poco de agua o alguna copita con anís dulce. Nada lograba aplacar su llanto sentido. -Señoras… señores… ¡Por favor! ¡Ya es la hora!-un hombre con aspecto más cadavérico que el propio Ceferino, y voz grave, anunció el traslado a la sepultura. -¡No! ¡Todavía no!-gritaba doña Marta. Y Milagros y Tita hacían coro. Después de unos instantes, se logró colocar la tapa al ataúd y controlar a los deudos, para que el cortejo estuviera listo. Don Ceferino fue transportado a pulso hasta su última morada. Y Milagros y Tita siguieron llorando durante todo el trayecto, al ingreso del cementerio y cuándo, luego de que el Padre Venancio dijera unas sentidas oraciones, el cajón fuera a la fosa. Mientras le arrojaban paladas y puñados de tierra, las escenas se volvían aún más desgarradoras. Milagros y Tita no ahorraban llanto. -¡Este entierro fue todo un éxito!-les decía un primo segundo de doña Marta, mientras les daba unos pesos extra-muchas gracias. La fama de Milagros, y sobre todo Tita, trascendió aquel pueblo. Pronto las llamaron de lugares vecinos. Pero no podía durar. Milagros comenzó a tener celos de Tita. Ella no solo lloraba con naturalidad y sin aparente esfuerzo, si no que había aprendido a cantar con un tono lloroso de voz inconfundible. Se había transformado en la estrella del dúo de lloronas. En su repertorio brillaban desde el “Ave María” de Shubert hasta “Mañana puede ser un gran día” de Serrat. La pelea definitiva ocurrió en el medio de la última despedida del Intendente de un pueblito a unos cuántos kilómetros del suyo. Tuvo características entre épicas y dantescas. Baste decir que en un momento determinado de aquel enfrentamiento, las dos socias y el cuerpo del homenajeado rodaron más allá de la capilla ardiente, mientras el señor cura y el comisario trataba de separarlos. Durante años no se hablaron. Es más, competían duramente por ver quién hacía más servicios. Con clara ventaja para Tita, la preferida de todos. Aquella tarde, Tita había trabajado a destajo. Tres funerales desde hora temprana. Ya estaba cansada de llorar, y no quería hacer otro entierro más, Pero la señora insistía en llevarla a ella y nadie más. -¿Porqué no van a ver a Milagros? La señora tuvo un rictus de dureza en el rostro. Negó con la cabeza. -Tiene que ser usted mi hijita… créame… A regañadientes, y después de aplicar una generosa tarifa a su favor, Tita se dirigió a cumplir con su trabajo. Entró en el recinto y se quedó muda. Miró un instante más el rostro que descansaba entre encajes y tules. Por primera vez en muchos años, sin ningún tipo de impulso o motivo oculto, sin que nadie le hubiera pagado por ello, sin necesidad de actuar su dolor… las lágrimas rodaron por su rostro curtido. Amargas y espesas. Con el ardor salado quemando sus mejillas y mojando las comisuras de sus labios desencajados. Con el ahogo apretando su garganta y el corazón a punto de explotar Con los sentimientos a flor de piel… lloró la llorona. |
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