En ningún lugar estaba escrita ninguna advertencia. Miré con detenimiento la cartilla que acompañaba el estuche. “No alérgico”, “inofensivo”, “control de calidad internacional”, “patentado, creado y distribuido por: Mascotaclon Incorp.”
Recordé que no deseaba comprarla, pero ella había insistido.
-¡A los chicos les encanta! Es la misma de la propaganda en la televisión.
Había algo en eso que me causaba rechazo. ¿No era preferible comprar otro gato? ¿Otro perro? ¿Tal vez un hámster?
Pero no. Los niños querían la novedad. Esa especie de feto flotando dentro de un frasco, en ese líquido similar al amniótico.
Según la publicidad, esa cosa al crecer era algo que no existía en toda la Creación. Con la inteligencia de un delfín. La astucia de una rata. Una mezcla de orangután con jabalí. Pero sus creadores aseguraban que por medio de una alteración en su cadena de cromosomas, evitaban que su crecimiento fuera desmesurado. Además su carácter era dócil y amistoso.
-Querida escuché algo sobre unas denuncias. Parece que algunos de estos bichitos vinieron fallados…
-¿Cómo que cosa? ¿Muertos? ¡Escucha! Tienen garantía escrita por dos años.
La única recomendación visible era: “se sugiere una alimentación a base de hortalizas y frutas frescas. Abundante agua potable”. El asunto es que alguien dejó olvidado un bistec afuera de la heladera.
La mascota comenzó a crecer por sobre los patrones estipulados. Su dieta pasó a ser casi exclusivamente carnívora. Su apetito era insaciable.
En una ocasión apareció con su bocota llena de plumas desde el jardín. Luego… luego echamos de menos al gato siamés. Por último faltó el doberman.
Estaba parado frente a mí. En sus ojos sin vida pude descubrir la respuesta a mi inquietud. El lugar que ocupábamos en la escala alimentaria para aquella cosa.