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Poema de amor número cuatro.
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por [paradoja ]

2009-10-26  |     | 




A veces siento que por cada risa le debo una lágrima a mi sueño… es de los momentos en los que el verso cae al alma como las hojas de los árboles al suelo.

Estas letras se merecen estas letras. Pienso en su blusa violeta, sus tobillos, sus medias cuadriculadas, su poético cabello, sus enormes frases tan hirientes, su hermosísima mirada color otoño… su egoísmo, su soledad: calientes brisas en mi andar.

Blanco, verde, rojo, morado, amarillo, negro, azul, café… Todos los colores estaban presentes en el intenso torbellino de su historia: Ella nombre, ella belleza, ella poesía y ella palabra… ella tan ella: la que se me presentaba ahora en forma de gracia.

Hablamos disfrazados de horizonte. Yo me quedaba con sus palabras y ella poco a poco se iba quedando conmigo. Le quería escuchar tantas cosas y sólo hubo tiempo para la vida. “¡Cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos!” comprendía una vez más una de las canciones que tanto me gustaban. Me sentía breve, ágil, oculto, sensitivo.

Deseo. Mucho deseo. Era un campesino de un campo que no es el propio. Quería volar para conocer blancas voces, sangre fácil, giro sin cambio, viento en calma, silencio en reposo, vino nuevo, grito de sombra… un Hernán totalmente desconocido.

Confieso que mientras le hablaba, me era difícil ocultar las irrefutables ganas de morirme entre sus piernas, encima de su espalda, intentando formar un mismo cuerpo sobre una cama, mientras ella me sacara de la muerte con su risa, con su barro y con su aura. Quería escribirle en su piel todo aquello que mi loca lengua, estupefacta, no podía siquiera balbucear ni naufragar. Quería mirar la noche a través de las ventanas de su cuerpo, en plenitud sobre la almohada. Tomarla por la espalda y delinearla, mientras ella lloviera y se despertara… mientras ella terminara.

Pero la noche se estaba cayendo sobre el alba. Yo ya había recogido el agua turbia de las goteras de mi alma; ungido sobre mi pecho la sangre de otros cuerpos, que ya me había dado el lujo de desangrar; yo ya me había consagrado sobre los gusanos de noches fúnebres en las que reflexionaba los errores que había tenido con las mujeres… yo ya me había dejado llevar por los deseos de mi cuerpo, sin haber tenido en cuenta mi historia (esa que sólo conoce quien la ha vivido, y que es imposible repetirla en las palabras). Los golpes ya habían sido demasiado crueles como para volver a repetirlos.

Eran días en los que digiera lo que digiera o hiciera lo
que hiciera, nada importaba. Sólo su presencia. Ella era el único dios (si es que existe alguno): sentía que en ella habitaban las palabras que ya había aprendido, y me decía las palabras que ya había olvidado. ¡me encontraba en un insoportable -y a la vez excitante- juego de aspiración, control, anhelo, ilusión y paciencia!

Mientras tanto, me enfurecía contra un extraño aparato de represión y de tortura, que aprisionaba su cabello y mi ilusión de verlo libre… ¿a qué sabrán sus labios? ¿de qué mundo extrajo su textura, con las que me mostró dos o tres segundos de ternura? ¿Cómo decirle que la amaba en ese segundo, sí ni siquiera me sabía su nombre? Sus ojos color miel continuaban mirándome a la vez tan esquivos y tan ajenos, como conocidos y hogareños… me provocaban desordenar su cuerpo. No me había ido y ya me parecía extrañarla.

Intenté ser duro. No sé si lo conseguí: espero saberlo pronto.

Mañana me gustaría colmarla de mis guerras: Cada guerra dejará sus muertos. Cada muerto dejará sus huesos. Cada hueso dejará su historia…

Por lo pronto, sigo amándola “mientras ella llueve y se despierta… mientras se le termina la piel y ya no vuelve”. (Ojalá mañana me pueda despertar, porque me he cansado ya de estar muriendo sólo de mí).

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