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El último pasajero
poemas [ ]

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por [Richard John Benet ]

2006-04-13  |     | 



El andén estaba semidesierto. Solo algunas caras somnolientas, un par de borrachos tirados en un costado y una parejita, que contra toda lógica, encontraban aquél lugar romántico. Estire mi cuerpo en el duro banco de madera, apoyando mi cuello en su respaldo, y mis piernas apoyando todo su peso sobre los talones de los pies. Sentía que el cansancio se escurría de mi cuerpo, como la arena entre los dedos de las manos. Lenta, pero inexorablemente, cada músculo se iba relajando. Cerré mis ojos, y el sueño llegó de inmediato. Profundo. Oscuro. Ingrávido.
El ruido de las puertas neumáticas me despabiló de golpe. Alcance a subir, casi cuándo se cerraban de nuevo. El vagón estaba casi vacío; ubiqué un asiento y me volví a desparramar. Tenía algunas estaciones por delante, para dormitar. El primer servicio de la madrugada era ideal para descansar. Ningún vendedor ambulante pasaba a los gritos ofreciendo su mercadería, tampoco ningún mendigo madrugaba tanto. Solo algunos pocos elegidos, que volvíamos de nuestros trabajos, o íbamos hacia ese destino.
Otra vez, y más debido al vaivén del vagón, caí en ese sueño profundo, oscuro y vacío.
Despertar era una tortura. De todas maneras, esa forma de dormitar no se disfruta del todo. El inconsciente esta alerta, para evitar que uno se pasé de estación. De alguna extraña manera funcionaba. Era raro que fallara. Otra de las cualidades, era un alerta sobre algún cambio en el ambiente. Podía ser: la disminución de la velocidad del tren, o una persona que nos observará fijamente. El cerebro recibía la orden: ¡Despierta!
Desperté inquieto. Con la sensación de no poder librarme de una pesadilla. Inquieto, me arrebujé en el asiento. Entonces escuché la discusión:
-¡Andate o te hago cagar!
Abrí los ojos y vi al tipo que acababa de hablar. El otro, era un gordito de pelo rubio; estiró la mano casi hasta tocarle la mejilla.
-¡No pasa nada, papá! ¡Está todo bien!
El tipo que había hablado al comienzo era alto, flaco, de cabellos entrecanos, nariz aguileña y tez oscura. Vestía un sobretodo gris, y en su mano izquierda tenía un detalle. Un arma que apuntaba al piso. Esquivó la mano del otro, y volvió a hablar.
-¡Te dije que te voy hacer cagar! ¡Rajá de acá!
-¡Pero, papá! No pasa una…
Insistió el pobre infeliz con su caricia trunca. Por lo general, algunos tipos pesados, acostumbrados a los pleitos callejeros, amagan con una caricia en la mejilla, y tomando al sujeto por la nuca, le pegan un cabezazo.
-¡Te dije que te iba hacer cagar!
Levantó la mano con el arma, y puso el cañón sobre la órbita del ojo derecho del gordito rubio. Cerré los ojos, mientras gritaba:
-¡No!
El estampido lo lleno todo. Ni siquiera pude escuchar mi grito; segundos después de ocurrido sentía el retumbar dentro de mi cabeza. Y no quería abrir los ojos, los apreté más fuerte aún. Percibí el acre olor de la pólvora, mezclado con otro aroma dulzón. Un siglo más tarde, creo, dejé de gritar y abrí los ojos. En el asiento delantero estaba tirado el gordito rubio. Solo veía una mano que se deslizaba sobre el respaldo de derecha a izquierda. Un quedo gemido intraducible, y la mano que se seguía moviendo, pidiendo un auxilió improbable. Miré bajo el asiento, y en el suelo se estaba formando un charco de sangre. Retiré los pies hacía atrás, y tomé coraje para levantarme. Estaba tan confundido que primero avance en sentido del moribundo. Yo no quería ir en esa dirección, me quería alejar de él. No verlo más. Pero por algún extraño pensamiento mórbido, disimuladamente lo miré. Estaba caído casi boca abajo, de cúbito dorsal derecho, y era su brazo izquierdo el que manoteaba infructuosamente. Nadie lo iba a ayudar. El resto del pasaje se había agolpado contra las puertas que comunicaban los vagones. Pero, no se pasaban al siguiente, todos miraban fascinados el espectáculo del tipo que se moría.
Alcance a moverme en la otra dirección. Entonces me encontré cara a cara con el asesino. Estaba en la puerta por la que se descendía, con la mano izquierda dentro del sobretodo. La mirada clavada afuera, pero atento a todo lo que lo rodeaba. Di dos pasos al costado. No quería mirarlo, sabía que eso lo podía molestar. Pero como con el tipo moribundo, no podía con mi propia fascinación. Además, no podía permitir que el tipo se saliera con la suya. Tenía que hacer algo, o se iba a escapar. Por un instante dio vuelta la cara, y me miró. Desvié la vista a la ventanilla que tenía a mi lado. ¿Es que nadie iba a hacer algo? ¡Se iba a escapar!
Me moví con cautela, hacía un costado, tratando de ponerme lejos del ángulo de su visual. Si lo hacía con suficiente rapidez, podía sorprenderlo. Avance un par de pasos más, y no se dio cuenta. Entonces reparé en el otro sujeto. Era el único que estaba en la puerta dónde estaba el asesino, unos pasos más atrás. Me quedé quieto, seguro que era un cómplice. Todo el resto del asustado pasaje, estaba amontonado en las puertas de los extremos. Los únicos que parecían tranquilos y en control de la situación, eran ellos dos.
Una disminución de la velocidad, y una brusca maniobra advertían la proximidad de la estación de Merlo. El segundo sujeto se acercó al primero. Miré al tipo tirado en el asiento. La mano había dejado de moverse. El tren se detuvo, y se abrieron las puertas. Todo el mundo salió en tropel, y el vagón quedó vacío. A excepción de un pasajero, tendido en un asiento.
El tipo del abrigo, caminado lentamente, bajo por las escaleras al subterráneo que comunicaban los andenes. El resto de los pasajeros nos quedamos en el andén. El vagón cerró sus puertas, y partió con su último pasajero.
Tratamos de no acercarnos unos a otros, nadie tenía ganas de hablar. Tal vez fuera vergüenza por nuestra cobardía, tal vez cansancio por la tensión.
En el andén bajo, enfrente, se paseaba un gendarme. Tal vez no fuera demasiado tarde. Me corrí hacía la boca de salida del túnel del pasadizo subterráneo, y espere. Un minuto. Dos. Tres. Una eternidad. ¡El maldito asesino no aparecía! A menos… que… ¡Claro!, había salido por el otro extremo.
Caminé unos pasos hasta un banco que estaba libre, y me desplomé. Acomodé mi cuello sobre el borde, mientras estiraba las piernas. Cerré los ojos, y esperé el sueño. Profundo. Oscuro. Ingrávido. No llegó.


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