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La valiente historia de una rosa blanca
prosa [ ]
Porque fuerte como la muerte es el amor

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por [nitlayocoya ]

2005-12-17  |     | 



La dramática historia de una rosa blanca
Porque fuerte como la muerte es el amor.

Un tanto extraño a la experiencia conciente, mi realidad era un mundo onírico y fatalista. Superando únicamente por orgullo los embates de una lluvia crónica de enfermedad, desahucio, complicación y aflicciones en el corazón del corazón; yo ya esperaba la nada, la no existencia; ¡podría decir que hasta deseaba la muerte! Empujado graciosamente por el deseo de librarme de mi propia soga sentimentalista y voraz.

Me preguntaba si ser o no ser me resultaría igual, si estar presente o ausente y viviendo dentro de mis locuras y desvaríos representaría las dos caras de la misma existencia, si en el acercamiento a la realidad desde mi propia creación mental estaba grabado el implacable sentido de vivir libremente, con una libertad libre de moral, una libertad devastadora, muy humana, únicamente humana.

Vivencias que en un tiempo pasado fueron crueles y que como fantásticas brasas vivaces consumían mi inocencia, ahora, convertidas en espinas sangraban mi carne a cada paso de una caminata interminable. Y yo me alojaba en un jardín deletéreo, un espacio personal sin límites ni normas ni ética, y contemplaba a los otros desde los ventanales mohosos y húmedos de mi vivero.

Me resultaba común vivir en ese vergel. Hacía algunos años que había poco a poco sembrado con mis propias manos las semillas de las que nacerían parte de la vegetación más frondosa. Algunas otras maravillas habían nacido de gérmenes traídos por ventiscas y una lluvia que empapaba sin excepción a todos los campos, pues esta lluvia yo sabía que comunicaba voces entre los hombres. Y fácilmente distinguibles, se encontraban erguidos arbustos surgidos no sé de donde. Algunos eran lo suficientemente espléndidos como para captar la mayor parte del tiempo mi atención, estaban ahí, simplemente soportando lo tórrido del clima en verano y lo gélido de las brisas de invierno. Notaba que, curiosamente, algunos se marchitaban con los años mientras que otros permanecían estáticos como mirándome siempre, y siempre acompañando a mi soledad que parecía llevarse muy bien con ellos.

Un día de aquellos en que nada brillaba y el aire se sentía denso decidí acercarme a ver morir a uno de estos arbustos. Era de una estirpe lejana con un dominio profundo del arte de seducir, lo supe invariablemente por su complexión robusta y saludable, por el dulce aroma de sus hojas y lo penetrante del narcótico producido por su tallo que había envenenado la tierra suave y húmeda que sangraba de sus raíces, aquella pócima oscura había adormilado mi escaso sentido de la realidad, y sin saberlo, por muchas estaciones pasadas también eliminó mi dolor. ¿Qué habría de transformar esa delicada planta en un cuerpo decadente? Cuando me acerqué, sus ramas trataron de abrazarme nuevamente con la misma fuerza inútil con la que algún día yo traté de hacerlo al verla enfermar. Percibí un olor a muerte en mi vivero y una sensación de amargura, sus hojas habían sido siempre recuerdos y con una simplicidad atemorizante se vaporizaban frente a mí y me embriagaban por días y días sin que hubiese alguna nueva agitación que me removiera de esa contemplación monomaníaca. Y yo entoné para ella aquellas melodías de despedida que vivían dentro de mi; el eco de las canciones salía de mi jardín y otras almas las escuchaban y la melancolía cuentan que, era tan fuerte que el aire lloraba en las ventanas y bramaba con dolor penetrando hasta el más cristiano corazón.

Mis cánticos lloraban siempre en la penumbra y a pesar de mi incredulidad llegaban a la realidad. ¿A la realidad?… aquella en la que ni mis más queridos y respetados filósofos habían podido lograr un consenso sobre su origen o destino. La realidad que abarca todo lo supuestamente existente con lo que convivimos. Y en mi mundo particular, lo que estaba alrededor mío y lo que hacía mío con mi deseo o con mi incapacidad para estar solo, esa estúpida e insuficiente realidad era ya al menos para mi solo trazos toscos de pinturas pasionales, trazos deslizados sobre un lienzo que absorbía y destazaba cualquier cosa y todo a la vez, ese lienzo se mofaba de cualquier intento de los pigmentos depositados en la tela por permanecer, lo perenne de la pintura era indefectiblemente falso, sé que esto es podría ser para algunos un pensamiento burdo, hasta grotesco, algunas almas prefieren cerrar los ojos y tratar de ver con la fe. Este lienzo era un espacio limitado, un mar cortado por la mitad en el que las aguas no podían fluir serpenteando hasta la eternidad, el hombre por toda su historia se ha percatado con horror de esto. En el hondo rincón guardado para las más atrevidas y crucificadas ideas se encontraba enquistado el pensamiento de la ineficacia de nuestras acciones en un contexto superior a la propia existencia de la especie humana. ¡Maldita realidad inútil! Todas las acciones eran trazos, todas las vidas obras sobre el lienzo, ¡y el lienzo negro todavía! Ya… ya… eliminemos poco a poco esta reflexión imberbe y hagamos poesía de ella, hagamos que solo duela suavemente y tengamos esperanza, rindamos culto a ese monumento a la necedad. Brindemos, finalmente, por esa ilusión o expectativa aunque sea solamente agua salada o vinagre o nada.

Despierto por fin de mi letargo, de ese aturdimiento nocivo. Me siento tan real como un alfiler por debajo de mi uña pero ¿Dónde estoy? Es mi recámara, noto que tengo un libro en la mano, ¿Para qué? ¡Ah! Ya recuerdo… había hecho algunas anotaciones al pie de página de un libro de Unamuno que, por cierto, no quiero terminar. La lectura y la escritura han sido mis únicas verdaderas amistades últimamente, no tratan de convencerme, al menos no abiertamente, no tratan de animarme, solo ofrecen verdades de otros hombres habitantes de lugares con nombres lejanos e interesantes. Estoy solo, completamente solo, la mano del abandono me acaricia la frente y sigo vivo. Tengo un escritorio de madera sólida frente a mí, una silla verde, máquina de escribir, tocacintas, libros y cuadernos con la poesía de un lunático.

¿Por qué tanto silencio alrededor mío? Existe una absoluta presencia estática al otro lado de mi refugio. Y tengo la certeza de que algo sucede sin que yo tenga conocimiento de la naturaleza de ello o de su objetivo, algún acontecimiento o una serie de ellos que conspira contra mí y permite que las cosas que me rodean no me hablen, no me toquen. Siento que la música que dejo se escuche encima, debajo y a los lados de mi cabeza es creada para mi corazón que también ha salido ya a buscar alimento, él mismo me platicó que moría de inanición al igual que yo. Charlamos sobre la posibilidad de que la existencia hubiese confabulado en contra mía, tal vez no toleraba las críticas y las escupía convertidas en una indiferencia hacia mi conciencia.
Mi corazón se quejaba de sus amores y de todos los sucesos que nos habían herido. Le invité a tomar asiento junto a mí, por primera vez platicábamos como amigos, como uno solo podría atreverme a decir. No tenía idea de que su sufrimiento había sido culpa mía también, por mi estulticia, mi hipocresía, mi falta de sinceridad; no solo había engañado a otras almas sino que había traicionado a mi corazón y ahora él me lo hacía saber. Después de haberle ofrecido mis disculpas me platicó amenamente sobre las mujeres, sobre mi madre, sobre sus más profundos dolores. Y en esa plática lo sentí compañero de mi tristeza, ambos convencidos de que en esta existencia no tenían cabida nuestras pasiones ni nuestros trayectos, por pesimistas y trágicas las primeras y por inútiles los últimos. Lloramos y acurrucándole en mi pecho volví a dormir.

En cierto lugar sin importancia soñé con alguien que saciaba su necesidad de amor en compañía de un amante pasajero, dos almas que sin conocerse se regalaban los cuerpos para falsificar cariño, sé que una sufría y sentía que no se pertenecía a si misma, su sexo y su excitación, su cabello y su aroma, sus ojos y su mirada, sus manos y sus caricias habían sido empeñados recibiendo como pago un afecto apócrifo, sé que fue esa la persona que logró con su meditación despertarme de mi liviano descanso. Desperté muy lentamente mientras me recorría el oído una melodía de Rice que trató otra vez de depositar una mano pálida sobre mis yemas tibias, en otras ocasiones la música me había motivado a llorar en soledad llevando mis lágrimas a cántaros en las manos de otros que sufrían sin nadie, sentía vergonzosamente la curiosidad de saber quien escribía con letras muertas en la historia de su vida, sin embargo, en esa ocasión hice caso omiso de los sentimientos, aplasté las pasiones del hombre que soy con una roca, hice a un lado aquel demonio que nos condena a realizar actos en los que el orgullo decide por nosotros. El orgullo garantiza la falta de integridad, ¡a cuantos no ha seducido la pútrida idea de conservar u obtener algo que no deberíamos!, cualquier cosa que no estuviese destinada para ser de nosotros y que egoístamente nuestro yo en íntima asociación con el orgullo y sus promesas lo arrebatamos, lo contaminamos. Yo debía desobedecerme, olvidarme de lo escrito y soltar amarras; actuar sin la hipócrita bondad que nos lleva a inmiscuirnos en asuntos tristes, desesperados, tal vez desoladores, ¡si, lo que sea!, pero ajenos. ¡Malditas reflexiones! En el innecesario pasado pudieron haber corregido el rumbo, hubiesen sido un mejor mapa, un instrumento de navegación más eficaz que ayudara a hacerme llegar a buen puerto; pero nunca hubiese sido así, nacemos y tropezamos y el tiempo hace el resto, corre no perdona, nos deja envejecer. ¿Para que tratar de engañarme?, ¿Para que dejar que la melancolía titile frente a mis ojos? Y yo después corra a sus pies y le abrace. Suspiré e inhalé el fuego de mis pensamientos, ahora era el momento justo de cerrar la puerta a decisiones soberbias, muy humanas, muy íntimas.

Cavilé al menos un par de horas acerca de mi inusitada decisión. Extrañamente seguía siendo de noche en mi habitación pero el sol brillaba con intensidad en el exterior. Atrevidamente mi noche personal se llevó la luminosidad de mi ambiente más cercano, me amordazó y sentándome en la terraza me obligó a observar como engullía la luz y la vomitaba, la devolvía prontamente hecha un cadáver. Después de tan horrífico espectáculo, la noche me desató, me dio de comer y de beber, yo entendía que buscaba que despertara prontamente y con una sobriedad palpable, era una noche desquiciada, nadie se atrevía a mirarle de frente. Confieso que no era la primera ocasión que era raptado, ¡lo siento, pero confieso que me agradaba sumergirme en ella, que me sedujera con su locura! Lo sé… soy un hombre, tan débil como cualquiera. La única forma de volver a mi escondite rápidamente era dejando que el hijo primogénito de la libertad me secuestrara: la aflicción. ¡Ahora se los digo calcinando su juicio favorable hacia mí! ¡Juicio que realizan viéndome como una víctima! Me atrevo a decirles: su juicio está viciado por la negación de ustedes mismos, almas que me sienten, hacia las pasiones más ocultas de su ser desenfrenado. ¡Lo acepto! Yo no oponía resistencia, dejaba que la oscuridad se deslizará por debajo de mi puerta y tomara por instantes la apariencia de un coloso. El resto, la penumbra lo sabía hacer muy bien, podía saber darte a la mujer que perdiste en tu imaginación piadosa, la muerte de alguien que deseabas la revertía, hasta la pérdida más estúpida podía ser recompensada y con esto resquebrajar la entereza y convertirte en una presa de mi misma noche.

Aparecí un poco más desnudo en mi jardín, las lámparas de aceite flotaban peculiarmente sobre mí ser, se acercaban tímidamente como si no me reconocieran y su luz azul se aprestó a cubrir mi desnudez. Levanté la vista y vi a la noche alejarse en el lomo de una sátira veloz y mortal. Me reí de mi mismo, de hecho, reí sin parar hasta que mi risa se hizo una crítica insospechada. Las luces, pensé, jamás se acercaban a mi, hasta entonces podían dejarme caminar y caer, ¡podían ofrecerme hablar! ¿Pero por que habrían de tratar de llegar hacia mí? Esas luces azules siempre las había creído traidoras, las llevé al inicio de todo a mi edén, les permití estar conmigo pensando que callarían, que no se entrometerían en mi privada veda de la realidad de todos y ¡que equivocado estaba! Querían dejar de ser simples recordatorios de una moral y ahora, ávidas de influencia gritaban para mí. Nunca se habían unido dos realidades, nunca habían confabulado o dejado mezclar sus particularidades. Me despojé de la luz, pedí soledad, privacidad, ¡Pedí que se largaran las osadas llamas! ¡Quería no tenerlas más allí! Debilitaban mi estado alienado, en ese lugar cualquier norma solo tenía por destino una tumba cavada bajo mis mismos pies. Había entendido que en mi visión cualquier suceso u objeto podía ser contemplado solo siendo observado sin anteojos, sin un libro a la mano, sin esas luces intrusas.

Se han ido, y estoy tendido en el pasto, sollozando, lamentándome por esta maldición; por este estigma que me desangra. Dos realidades que me ofrecen sólo penumbra y aflicción.
Siento un adormecimiento en el corazón y un instante después se desata alrededor mío una ventisca que comienza a levantar y agitar hojas secas o recuerdos muertos. Gritos ensordecedores y agudos como dagas de obsidiana extinguen las luces repentinamente, y dentro de mí, un vómito palpita, me llevo las manos adentro de mí, sorpresivamente logro exprimir mi estómago. Regurgito raíces secas, salen de mi boca lentamente y las tomo entre mis manos, yo las creía polvo y aquí están nuevamente, contaminando mi intimidad.
El viento no se detiene, me arranca las raíces de las manos y las destroza en un ventanal. Dirijo la vista hacia arriba y estallan frente a mí, mil esquirlas de vidrio forman un aliento mortal y caen únicamente sobre un rosal; el notable rosal de mi edén.
Sus rosas habían sido siempre rojas, siempre frescas, intimidantes; en sus pétalos yo tenía guardados perfumes exóticos y fragancias cítricas, enervantes aromas que evocaban a voluntad momentos de felicidad. Su cuerpo era exquisito, delicado, sus espinas intoxicaban dócilmente. Su tallo era suave, cubierto por un tapiz de vellos ilusorios. Las ramas eran un regalo de la dulzura, de la ternura más etérea y en mi tiempo de meditación podían acariciarme y cantar para mí. No obstante, nunca había podido conocer su raíz, cuando intentaba hurgar en la tierra blanca escondía sus secretos y yo, como poseído, llegaba después de días a mi mismo, a conocerme un poco más.
Su belleza era tal que la fantasmagórica compañía de mi dominio se acercaba a contemplar su perfección. Hasta el tiempo se sentaba a mi lado y respetaba su hermosura, la naturaleza de mi rosal era divina, desprendía gozo cuando sus pétalos se desgajaban y bailaban en mis ojos, desnudando su beldad, humedeciendo su deseo solamente para mí.

Y el aliento de cristal lo obligó a mermar su entereza. Comenzó deshaciéndose de ciertas rosas, y las rosas le imploraban que les permitiera permanecer en ellas, pero el rosal se negó con necedad. El cristal penetraba sus interiores y saqueaba al amor. Puedo asegurar que fue la tristeza de sus rosas marchitas esparcidas por la superficie escarpada de mi jardín lo que acalló todo susurro y toda voz. Un silencio mortuorio poseía mi intimidad y yo seguí contemplando olvidándome de mi existencia.

Aunque siempre lloró profusamente, el rosal no pudo o no supo contener el embate de la brisa de aquellos fragmentos de vidrio antiquísimo. Fue secuestrado poco a poco, primeramente su sangre viva fue expuesta ante mí, tiempo más tarde su cuerpo fue envuelto en limpias sábanas nivosas y colocado en un féretro hecho con el cristal que lo raptó. Y así quedó ante mí, el cuerpo pétreo del rosal ahora estaba prohibido, en un estado de latencia, y yo no sabía como recuperarlo.

Mi corazón lloró… y mis ojos vivieron un luto eterno para el cual se vistieron de un negro imperturbable. Y yo sentado frente a él lloré también, mi jardín se inundó con mis lágrimas y desgraciadamente muchas plantas se marchitaron y otras tantas se marcharon. Y el dolor fue tan intenso que clavé navajas en mi piel para olvidarme de él, ¡inocentes paliativos! Ni una destrucción catastrófica de mi ser hubiera podido hacer que olvidara mi rosal ¡ni diez épocas de sequía devastadora en mi jardín hubieran hecho que lo dejara de necesitar!

Aún estoy sumergido en esa agua, el tiempo no ha secado nada, no desea saber nada de mí por ahora. Camino, mejor dicho, vago consternado y con mis pies descalzos escuchando los quejidos de mis lágrimas al intentar ser superadas. Sin embargo, son ya parte de mi edén, de mi intimidad. ¡Y el rosal estuvo apartado de mí sin poder dedicarme una mirada de paz!

Escucho que alguien toca mi puerta insistentemente; no había podido dilucidar ese sonido por la sentimental experiencia de mi vívido sueño. He pasado días y días en mi hogar macerando mi intelecto y dejando que los sentimientos fluyan hacia fuera sin control. No ha habido nada ni nadie que pueda ayudarme o comprenderme, estoy solo, fantásticamente solo. Sin darme cuenta, he estado creando mi propia verdad, he comprendido que soy dualidad, que soy el verdugo de mi mismo. Encuentro un vaso con vino seco sobre el escritorio, un sorbo del licor me permite tragarme lo que pienso y seguir adelante con mi sincera elucubración. He sido una pasión continua, una llama de un sol abrasador y ahora zozobro en un mar desierto y profundo.

Continúan tocando a la puerta, es tiempo de saber quién es y dar la cara, sin embargo, no me gustaría ser una molestia por mi estado contranatural, soy un libro vivo y leer mis páginas es un peligro, las tristes letras impresas pueden cautivar, pueden, incluso, convertir en hielo al amor más pasional y sincero.

Me gusta quebrar la realidad. Mis imágenes del mar, por ejemplo, son más interesantes… más artísticas, incluso puedo impregnar de emociones el mundo exterior. Hay en las escaleras una rosa blanca nieve, han pasado meses desde que tocó la puerta y no había abierto hasta ahora. He tratado de observar antes a la intrusa de mis pensamientos y ella parece indulgente y comprensiva, tratando de encontrar su lugar en el lienzo infinito.

La rosa es excelsa… con pétalos suaves y orgullosos. Con un tallo sensual y exquisito. La palidez de su aroma en el aire es poesía. Sus ojos finos miran dulcemente… con un toque de inocencia y de feminidad. Su raíz inmaculada descansa en tierra rosa, ella se me entrega en un aliento de cristal esmaltado. Me da lecciones de afección con sus movimientos, con el de sus vellos exquisitos, y con sus labios musitando tibios deseos. Jamás podré expresar la atracción que siento por ella, ni el estremecimiento de su piel cuando nuestra música coquetea con la racionalidad.

No he pasado, tal vez, tanto tiempo de rodillas en el rincón húmedo de mi sufrimiento. No se ha extinguido la oportunidad de ser descubierto por alguien más, y la rosa blanca comienza por acariciar mi locura, ahogando fuegos recalcitrantes de mis lozanías impetuosas.
Su meliflua voz sacude el rocío espeso de la desesperanza que incesante cubría mi jardín.

No hay motivo, sin embargo, para enarbolar mi existencia. Sólo la vasta y absurda vida es cómplice involuntario de la indiscreción de la inocencia, del interés fortuito, del furor del amor.
¿Curará la tinta de sus labios las heridas que el tiempo, presuroso, dejó atrás gritando? Aún no lo sé… La valiente rosa encontró un mundo desconocido, una historia sin narrar y por momentos sus fuerzas menguaron. El sabor amargo de mis convicciones le arrebató paciencia, suspiros, vida… hasta un poco de amor.

Ustedes me entenderán, somos esencialmente adúlteros con las ideas; los vicios de antaño, la siembra pasada, las gráciles semillas de hoy y ayer son un vivero desterrado para siempre del Edén.
Aún con ella fluyen de las aguas eternas preguntas y discordia; respuestas y sobriedad. El vino dulce de su tallo, sin embargo, ha enverdecido el viento revoltoso y mortal de mi huerto.

Sigo cautivo en el romántico límite de mi languidez. Mi corazón palpita y empuja sangre más fresa hacia los arbustos, las flores, las espinas, las raíces y los poemas. La solemne rosa destila el secreto de su éxito muy lentamente en mi apesadumbrada latencia. Su candor, el incienso enigmático de su actitud diáfana, y su belleza frágil, instantánea y trágicamente finita son el ápice de su trayecto dentro de mí.

En el cenit de mi contemplación prohibida, observando taciturno al lienzo portentoso distingo nuestras vidas tratando de corromper lo imperturbable, a la dolorosa casualidad. Briosamente tratamos de trascender a la implacable existencia. La rosa blanca y yo, ustedes, todos nosotros estamos en el mismo y único momento de triunfo sobre la ineficacia.

Mi triste asombro y meditación, su delicada y generosa compañía revoloteando sin cesar en el jardín de la vida y el lienzo… negro todavía.

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