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■ Tierra baldía
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2007-03-17 | |
Si bien la mañana había lucido excesivamente soleada, pasado el mediodía, el cielo comenzó a cubrirse de oscuros cúmulos nimbos, y ya resultaba tremendamente obvio, que para la media tarde se precipitaría la lluvia.
Luego del almuerzo, Matilde se dirigió hacia la ventana, y apoyó sus caderas en el alféizar, haciendo que sus piernas cuelguen hacia fuera, y que su mirada se extravíe en la pasmosa tranquilidad de aquel oquedal de altas plantas, que emergía cuarenta metros más allá, separado por una pequeña pradera de gramillas, entre verde y amarillentas. Ella, todas las tardes, se sentaba allí, casi inmóvil, y no verla alguna vez en ese sitio, hubiera sorprendido la costumbre de algún neutral, pero no menos detallista observador, casi como si se tratase ya de un decorado más de aquella lúgubre edificación. Hacía ya cinco años, más precisamente desde sus diecisiete, Matilde estaba internada en ese hospicio psiquiátrico, enclavado en un campo, bastante alejado de la ciudad. Sus sentidos se posaban en los colores y los formatos de las hojas, en las siluetas y los movimientos de las ramas, en los sonidos de la brisa y el canto de las aves, en el aroma de los eucaliptos y las flores silvestres, sintiendo vaya a saber que vibraciones en su piel, y que sabor en la saliva que humedecía su tenso paladar. Seguramente, combinando todas esas sensaciones en su imaginación, ella debía lograr las más apasionadas imágenes, y los sonidos más estridentes, como para poder hacer plausible esa inclaudicable y devota actitud que se prolongaba por tantas horas, manteniéndose apoyada en el derrame de aquella abertura. En lo impreciso de lo observado, tal vez, iba descubriendo extrañas figuras, que en un juego incesante de permutaciones, delineaban una muy intrincada puesta en acto, solamente comparable con la mejor cinematografía surrealista; y en la sucesión de sonidos iba construyendo una muy hermosa melodía, solamente audible en los grandes conciertos de rock sinfónico. Hacía ya más de un año, que Matilde había aprendido aquel hábito de algunos internos, que consistía en evadir la medicación, haciéndola desaparecer como por arte de magia, y no precisamente en el estómago, burlando la severa vigilancia de los enfermeros. Sin Halopidol, y sin Artane, fue cuando mucho más se concentró en esta rigurosa y meticulosa contemplación de la flora aledaña, y parecía que cada vez más, se aproximaba a algún destino, que ella presentificaba en la arboleda. Este proceso iba acompañado de un suave y paulatino incremento de euforia. Al final, como ya era previsible, se desató nomás la tormenta, pero no fue, más que pasajera. Apenas pasada media hora, volvió a irrumpir el sol, mientras ella a pesar de la mojadura de algunas partes de su cuerpo, no se movió del alféizar, y de esa forma le dio continuidad a la tarde, mientras se secaba lentamente su calzado. Llegada la noche, y cuando todas las pacientes se encontraban en la mesa del comedor, Matilde ahí, ya no estaba. Entre ellas conversaban y se maravillaban de esa escena de inusual belleza, que fue cuando una bandada de pájaros se arrimó a la ventana, y partieron volando junto a Matilde, perdiéndose todos, en la imponencia del oquedal. Publicado en la Selección "El Arca de los Cuentos" Editorial Dunken- Buenos Aires, marzo de 2007
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