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Don Manuelito
ensayo [ ]
Juego de ojos Compilation: Juego de ojos

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por [MAGSA ]

2008-06-17  |     | 



Para Jorge Castillo.
Veintiocho años, dos semanas, tres días, cuatro horas y 23 minutos después, volví a mi antigua oficina de la Fundidora Monterrey y a mitad de un pasillo me topé con Manuel González Caballero, en septiembre pasado. Don Manuel había cumplido, creo, 96 años. O quizá 95 ó 97, pero en cualquier caso estaba a tiro de piedra del centenario. Su figura, antaño espigada, era como un arco. Una mano nudosa sobre un sencillo bastón lo mantenía en equilibrio.
Me le planté enfrente y no le di el paso. Lentamente alzó la vista. Sus ojos hundidos tenían el mismo brillo malicioso. Los pabellones de sus oídos eran como alas traslúcidas que imaginé iban a levantar el vuelo en cualquier momento para separar el cráneo desproporcionado del cuerpo macilento.
Por unos segundos nuestras miradas se trabaron. Luego exclamó, “¡Carajo!”, y se sacudió como un loro impaciente.
“Este hijo de la tal por cual fue el que me sustituyó en el departamento de relaciones públicas”, graznó al joven que lo acompañaba. Y mirándome con el rostro ladeado mientras me señalaba con el índice torcido, añadió: “Viejo, gordo y calvo, pero eres el mismo. ¡Carajo!”
No daba yo crédito. Nos acomodamos en una minúscula oficina y sin nada de tomar porque los médicos, que no saben de la vida, le habían racionado los líquidos -alcohólicos o no-, recordamos la tarde de 1977 en que se apareció en su antigua oficina de la Maestranza alarmado por la noticia de que un muchacho imberbe ocuparía su augusto escritorio con la pretensión de conducir las relaciones públicas que él había inaugurado medio siglo antes.
Los verdaderos gitanos no se leen la mano, pero se reconocen de inmediato. Y aquel noviembre no sólo inauguré una amistad con el historiador, cronista deportivo, periodista y escritor que fue González Caballero, sino que además me dejé convencer –chamaquear, me echaría en cara el jefe de personal- y lo reincorporé al departamento como asesor. Después supe que dos veces lo habían jubilado y que habría sido más fácil cerrar la fábrica -como sucedió- que impedirle ir a trabajar. El día de nuestro reencuentro confesó con rubor que ya sólo acudía dos veces a la semana a la chamba en el archivo histórico porque en realidad se sentía “algo cansado”. Fue en ese momento cuando a mi me tocó exclamar, “¡carajo!... a los 96 años...”
Nos despedimos con la promesa de una reunión en su casa de la Chepe Vera a la que convocaríamos a Jorge. Manuel estaba irritado porque algún papanatas había calculado mal la edad de sobrevivencia de los jubilados y temía que en los próximos años no fuese a recibir su salario. Me recordó el chiste de que a Franco no le gustaban los elefantes como mascotas porque eran animalitos que duraban muy poco, y reí con el pensamiento que aquel actuario seguramente estaría ya bajo tierra.
Pero dejé que cosas más “importantes” -que casi nunca lo son-, fueran posponiendo ese encuentro. Y hace unos días Jorge me habló para decirme que don Manuel había muerto. Sentí un gran desasosiego, aunque no por él. Manuel tuvo la fortuna de vivir como quiso y durante muchos más años de los que nos serán concedidos a la mayoría de los mortales. A unos meses del siglo estaba completamente lúcido, ambulante, productivo y de buen talante. ¿De cuántos podremos decir lo mismo? La tristeza fue por mi, porque me perdí de recuperar un cachito del pasado.
No sé cuál habrá sido el origen de la longevidad sana de González Caballero, pero sospecho que fue su gran capacidad para reinventarse. Creo que amanecía a diario convencido de que era un chamaco atrapado en un viejo. Hoy, sin duda, se divierte en paz en donde quiera que esté.
Un día, poco después de conocernos, le dije, “Oiga, don Manuelito...” Me atajó. Dio un golpe en el escritorio y gruñó: “¿Manuelito?... ¡Manuelito, madres!” Durante unos instantes nos quedamos con la mirada trabada. Y luego soltamos la carcajada.

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