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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2008-07-17 | | ¿Cómo se forma un analista político? ¿Hasta dónde llega su responsabilidad frente a los ciudadanos? Las preguntas son pertinentes per se, pero en estos días cuando el ruido parece haber azolvado los canales de comunicación sociales, adquieren una particular relevancia. El caso News Divine se yergue ya como la versión mexicana del “síndrome Genovese”: una larvada insensibilización en todos los estratos de la polis. Los responsables administrativos directos intentan desesperadamente poner distancia del hecho para resguardar su pellejo burocrático; sus enemigos políticos alegremente arrojan material combustible al fuego; los “analistas” y “comentaristas”, con notables excepciones, son presa del “síndrome maorí”. Por ninguna parte se ven manifestaciones populares de indignación. El dolor por las vidas absurdamente perdidas está ausente de lo cotidiano y no figura en los espacios noticiosos, en donde la atención se centra en el próximo destituido: sólo falta que las casas de apuestas fijen momios. En este sálvese quien pueda no parece haber cabida para una sincera introspección, para un mea culpa, para una reflexión sobre las causas profundas de la descomposición social. Parece confirmarse que la crisis actual de México es también una crisis del lenguaje, de los significados, como lo planteara hace un cuarto de siglo -en circunstancias igual de purulentas- José Emilio Pacheco. Pero es también una crisis de los sentimientos, de los valores. Queda la sensación de que o los responsables no tienen hijos, o se consideran inmunes a estas tragedias. Cuando la turbiedad de los hechos inhibe la comprensión, hay que recurrir a los viejos maestros. En esta oportunidad recupero las reflexiones de don Alejandro Gómez Arias, quien en una conversación con Víctor Díaz Arciniega reflexionó sobre la responsabilidad del análisis político. Fragmentos: “La experiencia en Excelsior y en Siempre! me llevó a caer en la cuenta de un hecho: no es lo mismo lo que se puede decir en la sala de casa con los amigos, en la asamblea de partido, en las revistas escolares o en los periódicos y revistas de gran tiraje. Aprendí el significado de la autolimitación (no autocen-sura), porque se ponen en peligro algunas cosas, como la fuente de trabajo de muchos hombres, la imagen de alguna persona o institución, y tanto más que uno no llega a percibir tan fácilmente. “Lo ocurrido en Excelsior me enseñó la magnitud de los tentáculos del gobierno. Me di cuenta de la enorme influencia que ejerce el gobierno sobre las publicaciones. Esto exige a sus directores estar muy despiertos y atentos a cada línea que se publique. También me enseñó que todas las publicaciones tienen una ‘línea’ editorial sobre la cual el colaborador debe normar su propia opinión. Voluntariamente uno adapta su expresión: evita la confrontación directa y elemental a cambio de la crítica inteligente. Es un hecho: en los periódicos se pueden decir todas las cosas que uno quiera, pero esto depende del modo corno uno las diga. Todo es cuestión de matices. “Este aprendizaje me llevó a observar un aspecto del lenguaje que no había percibido. Durante años me familiaricé con el lenguaje de la oratoria. En la tribuna, el ora¬dor es dueño exclusivo y único responsable. Lo que sale de su voz son opiniones personales y nadie más está involucrado en ellas. “En cambio, en los artículos periodísticos tuve la necesidad de aprender a usar un lenguaje que desconocía. Las condiciones del lenguaje escrito son muy diferentes al lenguaje del orador. De entrada, como escritor debía sujetarme a un reducido número de cuartillas, que a su vez sujetaba el número de temas y su tratamiento, y a otros pormenores consecuentes a la estructura, orden y jerarquía del escrito. “Sin embargo, el verdadero problema con el que me enfrento cada vez que escribo un artículo es el lenguaje en sí mismo. Siempre, en todo momento, como orador y como escritor, he procurado un lenguaje accesible a todos. La sencillez, que en realidad es producto de una ardua elaboración, es una de mis preocupaciones. Evito la supuesta sencillez del lenguaje direc¬to, que muchas veces cae en lo corriente y hasta vulgar -aun¬que, por desgracia, su uso está muy extendido. También evito las referencias, alusiones y guiños, porque no quiero aparentar lo que no soy. Lo que procuro es una claridad accesible a todos, que posea cierta vida propia y, si es posible, cierta dig¬nidad literaria. Para lograr ese frágil equilibrio, procuro una prosa económica o, si se quiere, despojada de adornos: elimino adjetivos innecesarios, circunloquios o frases incidentales meramente descriptivas, nombres de personas, títulos, cargos, luga¬res y tanto más que sólo sirve para llenar páginas. “En algunas ocasiones me he definido como francotirador. En mis artículos eso se nota más, porque no pertenezco a ningún grupo, o partido, o incluso tendencia. Soy un hombre solitario que escribe su opinión periódicamente. He tenido una respuesta muy favorable y aun entusiasta. También ha habido opiniones desfavorables y hasta violentas en mi contra. “Alguna vez, durante el sexenio de Luis Echeverría, un político de cepa que se decía conocedor del periodismo nacional, me dijo a propósito de mis artículos: ‘Lo único que falta es que con¬voque a las armas’. Nada más falso y, sobre todo, torpe. Sin em¬bargo, el comentario es representativo de un tipo de opinión sobre mis artículos: dicen que siempre estoy en contra del gobierno. Creo que no es cierto. Es una afirmación falsa. La ver¬dad es otra: soy un crítico, he querido serlo y, en consecuencia, lo que he escrito y escriba es el resultado de ese propósito. “Si encontrara y me detuviera en aciertos subra¬yables de un gobierno cualquiera, sentiría que no estoy cum¬pliendo con mi función. Eso no me interesa ni me ha interesado. Además, hay profesionales del elogio que lo hacen muy bien y con los que nunca competiré. Mi función es otra. Se me ocurre un ejemplo. Si como tema para mi artículo me encuentro ante una disyuntiva, como el asesinato impune de un periodista co¬metido en Sonora o la inauguración de una importantísima presa a la que asiste el presidente de la República, escribo sobre el asesinato, porque sé que sobre la inauguración todo mundo hablará, con los elogios consabidos. Reconozco que la presa puede ser de gran valor y utilidad para México, pero más reco¬nozco que un asesinato no debe pasar inadvertido. “En alguna ocasión he escrito artículos que parecen balances de actividades. Hacerlo es una tarea ingrata. Revisar lo reali¬zado a lo largo de un sexenio no es estimulante. Un artículo mío que corrió con suerte, ‘Los números rojos’, iba en esta direc¬ción. Era una especie de balance al final del gobierno de López Portillo, y mi tema eran los números rojos de las cuentas del sexenio. En ese momento aparecieron muchos libros, folletos y tanto más, pagado y no pagado, que se dedicaban a exaltar las virtudes de la administración. Sin embargo, si esos logros se comparaban con los fracasos, el balance resultaba muy des¬favorable para el gobierno. Eso hice y a nadie gustó. Si hiciera lo equivalente con el gobierno de Díaz Ordaz, los acontecimien¬tos del 68 bastarían para negar todo lo restante y para decir que fue un gobierno bañado por la sangre. “He procurado mi independencia, al grado de quedar un poco al margen del medio periodístico. Mi lealtad hacia la verdad ha sido mi única causa, mi única militancia. Me he convertido en un francotirador que tira a blancos específicos, a los que no sé si acierto, porque la respuesta tarda en llegar o nunca llega.” Molcajeteando… El síndrome Genovese. El asesinato de una joven dependienta la madrugada del 13 de marzo de 1964 en un populoso sector de Nueva York ante más de 30 testigos que decidieron “no entrometerse”, provocó una profunda reflexión nacional y una avalancha de estudios sobre las causas de la criminal indiferencia que es una de las características de las sociedades urbanas modernas. Durante más de media hora, un demente apuñaló a Katherine Genovese bajo las luminarias de un patio entre dos edificios del conjunto Kew Gardens, en el barrio obrero de Queens, sin que ni uno de los vecinos que escucharon los gritos abriera una ventana, diera la voz de alarma o llamada a la policía. “Creí que no era un asunto de nuestra incumbencia”, declaró al día siguiente un hombre que impidió a su esposa marcar el número telefónico de emergencias. Algo parecido vimos en las grabaciones de la tragedia de la Nueva Atzacoalcos. Ciudadanos y autoridades aturdidos. Policías llamado a sus familiares, no a la comandancia o al servicio de socorro. Paramédicos que desalojaban a los heridos civiles de las ambulancias. Uniformados que continuaban arreando y empacando en camiones a decenas de adolescentes asustados. Peritos que fichaban a jóvenes acusados de divertirse. Médicos legistas que desnudaban y marcaban como ganado a muchachas entre palabras y miradas soeces del personal de las comandancias. Funcionarios cuya primera reacción fue querer alejar lejos de sí cualquier responsabilidad… Y todo ello mientras la vida escapaba de los cuerpos de nueve púberes y de tres adultos tendidos en la vía pública. Hay quien piensa que el Jefe de Gobierno es un político excepcional por su –ciertamente- inusual respuesta. Pero su responsabilidad ética, moral y política en nada ha disminuido. Él estuvo al frente de la policía. Él sufrió las consecuencias –sólo políticas- de un linchamiento. Él conoce la podredumbre de la institución y el peligro latente que representa y que afloró aquella tarde. Por “políticamente incorrecto” que sea criticar a la izquierda “buena”, como me han sugerido amigos, lo más que puede decirse de Marcelo Ebrard es que es mejor gatopardista que otros. Y todavía estamos por escuchar la palabra del Mesías en este asunto. (Por vacaciones para nada merecidas, JdO dejará de publicarse dos semanas.) Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla. 16/07/08 [email protected] |
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